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Domingo 14de diciembre de 1997. A quien lea estas líneas:
Espero no importunarlos demasiado, ni es mi intención hacerles perder demasiado tiempo a los eventuales lectores de esta carta. Que por otra parte deseo sea lo mas breve posible, ya que no estoy de ánimo como para escribir demasiado.
El único fin que me lleva a realizar esto es no crear una confusión inútil e innecesaria, que solo alargaría y haría mas penosas las próximas hora para mis familiares, y quienes me quieren de verdad. Es por ello que escribo esto, para dejar todo aclarado desde un principio y evitar todo tipo de investigación posterior.
Luego de esta breve introducción, pasaré a presentarme y a aclarar mis intenciones por este único medio. Yo, Ramiro Ramírez, divorciado, de treinta y cinco años de edad. Siendo el legítimo propietario de esta casa y en pleno uso de mis facultades mentales, he decidido en el día de la fecha, mas precisamente dentro de unos diez minutos, poner fin a mis días, o dicho mas directamente, suicidarme.
La decisión final la he tomado hace solo un par de horas, aunque venía rondando en mi mente desde hacía ya algunas semanas.
Como el cuaderno en el que escribo esta nota lo dejaré sobre la mesita ratona que se encuentra al lado de la entrada de mi departamento, y quizás sea hallada por la policía o por mis vecinos, luego de encontrar mi cuerpo, pasaré a explicarles cómo pienso suicidarme. Para que se descarte de plano cualquier hipótesis sobre accidente, homicidio o cualquier cosa así. Esto es un suicidio. Me mataré por mano propia y por propia voluntad. Lo hago estando perfectamente consciente y libre de cualquier atadura exterior. Confieso que en las últimas veinticuatro horas no he tomado alcohol, ni me he drogado, ni recibí visita alguna que pudiera convencerme o inducirme a hacer esto, ni ví varias horas de televisión.
Por lo tanto estoy en perfectas condiciones físicas y mentales, como bien podrán comprobar los señores forenses que en las próximas horas realizarán mi autopsia, a la que me prestaré sin oponer ninguna resistencia, y de muy buen grado.
Ahora que ya entendieron que esto es absolutamente voluntario, y que no soy forzado por nada ni por nadie, les pasaré a contar cuáles son mis planes, para despejar cualquier otra presunción. Al finalizar de escribir esta carta dejaré el cuaderno en el lugar que describí antes. Me dirigiré a la cocina y la cerraré herméticamente, sellando puertas y ventanas, y tirando las llaves al tacho de la basura. Una vez que haya hecho esto cumpliré mi última voluntad, como si fuera un condenado. Y luego encenderé todas las hornallas del gas y la del horno, que dejaré abierto. Y me pondré a dormitar recostado sobre la mesa, hasta que el gas haga efecto sobre mí.
Por lo tanto esta madrugada o mañana a primera hora, ahora son las once y media de la noche, quienes entren encontraran mi cuerpo tendido sobre la mesa y, espero, también esta carta en el cuaderno, que estará sobre la mesita del pasillo.
Como quedan pocos renglones para terminar la segunda página, y una carta suicida no debe ser demasiado extensa, me despido de todos ustedes, les deseo una buena semana y unas felices fiestas, y ahora me voy a matar.
Sin otro particular, los saludo atentamente. Ramiro Ramírez.
Adiós. Good bye. Au revoir. Aurvidensen. (O como cuerno sea que se dice en alemán) Sayonara. (Es adiós en japonés). Chau. Arrivederchi Roma. Adiós mundo.
Ahora si. Tuve unos minutos de flaqueza y escribí cualquier cosa para perder el tiempo y estirar un poco mas mi vida. Pero, ¡para qué! Bueno, ya tomé fuerzas de nuevo. Tuve recién un poco de miedo porque nunca me había suicidado antes, pero ya está. Ya pasó. Hasta siempre. Si no fuera porque me mato, me gustaría conocerlos. Pero ya es tarde. Es tarde. Muy tarde.
Posdata. Ahora que lo pienso un poco mejor, tan tarde no es. Si pude aguantar esta vida miserable durante treinta y cinco larguísimos años, puedo esperar unos minutos mas. Total ¡matarse un poco antes o un poco después que diferencia hace!
Hace unos diez minutos, cuando finalicé el párrafo anterior y logré superar el miedo, fui hasta la cocina, prendí las hornallas y me recosté sobre la mesa, intentando buscar el sueño. Pero quién puede dormir cuando está a punto de llevárselo la parca! Entonces volví a sentir miedo y comencé a recordar cómo pude haber llegado hasta esta situación. Recopilé vagamente algunos hechos de mi vida. Pensé un poco en voz alta, y decidí venir a compartirlos con ustedes. Porque creo que es bastante desagradable toparse con un cadáver y solo conocer su nombre, y algunas garabateadas escritas casi sin pensar. Es mejor que me conozcan, y si es posible, que comprendan porqué decidí tomar esta triste decisión. De inmediato apagué el gas, cerré bien la llave de paso. Tomé el cuaderno de la mesita donde lo había puesto y comencé a escribir esta posdata, que espero que alguien se digne a leer.
Para describir en pocos renglones lo que ahora me pasa, debo decirles que mi vida es un verdadero desquicio. Estoy divorciado, no tengo hijos, mis padres viven muy lejos y tengo con ellos una pésima relación. Practicamente no tengo amigos. Vivo solo. Y para completar mi cuadro, hace poco mas de un mes me despidieron del banco en el que trabajaba desde hacía mas de trece años. ¿Ustedes no se suicidarían en mi lugar? ¿Si? Bueno, eso me alegra un poco.
Muchas veces lo he pensado. Creo que las desgracias que me suceden en mi vida comenzaron el mismo día de mi nacimiento. Una tormentosa madrugada de lluvia de enero del sesenta y dos. Nací en la ciudad de San Nicolás, en una familia de origen mas que humilde. Con una madre costurera y un padre cabo de la policía. Yo fui el menor de los seis hijos que tuvieron mis padres, ya que luego de que yo nací no quisieron tener mas hijos. Eso siempre me obsesionó. Hice mis estudios primarios y secundarios en San Nicolás, donde viví con mi familia hasta los dieciocho años.
Mi padre había entrado a la policía a los diecinueve años. Luego de trabajar desde los doce como ayudante de un zapatero. Tuvo una carrera policial larga pero firme. Entró en el año cuarenta y cuatro y a fines de los cincuenta fue ascendido a cabo. Luego de una brillante trayectoria de mas de cuarenta años se jubiló en el ochenta y cinco, como sargento.
Como todo policía que se precie papá tenía un estricto concepto del orden y la disciplina. En casa solo se cenaba cuando él se sentaba a la cabecera de la mesa. El único problema era que a veces se sentaba a la mesa a las doce de la noche, porque tenía ciertos trabajos importantes que lo retrasaban en la comisaría. Yo por pudor nunca indagué acerca de esos trabajos, que lo hacían llegar tan tarde, y casi siempre con un humor de perros. Aunque me lo imaginaba y se me atragantaba la comida. Sin embargo, papá era muy querido por sus colegas, que lo bautizaron como el dogo, aunque tampoco quise saber nunca el porqué de tal apodo.
Mi madre, por supuesto, siempre aceptaba, aunque de mala gana, las reiteradas impuntualidades de papá, pero ya las había asumido y las soportaba con una total sumisión. También dos de mis hermanos mayores habían ingresado a la policía, por lo tanto con semejante familia mi casa era lo mas parecido a una comisaría. O mas bien a una cárcel.
Durante toda mi infancia y adolescencia aprendí los códigos de disciplina impuestos por papá. Era un hombre de pocas palabras. Su vocabulario se componía solo de monosílabos e insultos. Prefería demostrarnos a sus hijos su autoridad sin necesidad de consejos, reprimendas o amonestaciones. Tenía un método mas práctico y eficaz, arreglaba las cosas a los golpes.
Una pequeña falta era castigada con irse a la cama sin comer. Una falta mediana con una buena paliza, y una falta grande, por ejemplo faltar al colegio para ir a jugar a la pelota, directamente a azotes con su cinturón. Esto lo notarán los señores forenses al ver las marcas que aún conservo en el cuerpo, como recuerdo imborrable de papá.
Mamá, en cambio, era buena y comprensiva, e intentaba ocultarle nuestras travesuras. Aunque cuando él las descubría consideraba a mi madre cómplice en primer grado. Que nunca supo lo que quería decir pero que lo había aprendido por los expedientes de la comisaría. Entonces le infligía a ella el mismo castigo que a nosotros. Pero, eso si, a puertas cerradas para evitar los chismes del vecindario, a pesar de que los gritos de mamá se oían desde varias manzanas a la redonda. Cuando llegué a los dieciocho años contradije los deseos de papá y de mis dos hermanos vigilantes, que querían que siguiera sus pasos, y decidí venir a trabajar a la ciudad tomándome el primer tren que me alejara lo mas rápido posible de casa. Una tarde de comienzos del ochenta y uno, con el título secundario bajo el brazo, decidí pegar el gran salto de mi vida y venir solo para la ciudad.
Recuerdo que esa calurosa tarde llegué a la estación muerto de miedo , con mis hermanos y con papá, que justo ese día tenía franco. Minutos antes de despedirnos, en su lenguaje parco y vulgar, me prometió que todos los meses me mandaría una carta con algunos pesos, hasta tanto consiguiera trabajo. Me estrechó la mano con fuerza y me dio tres palmadas en la espalda, en señal de despedida. Ese fue el gesto mas cariñoso que pude obtener de papá en toda mi vida.
Cuando llegué a la ciudad me quedé deslumbrado con las luces del centro, la calle Corrientes, los cines, los teatros, los bosques de Palermo, los carteles luminosos, y todas aquellas cosas con las que se deslumbra un pajuerano que pasó dieciocho años con las patas metidas en el barro. En la ciudad encontré todo lo que quería. Todo, menos trabajo. Al principio alquilé una pieza roñosa en una pensión de San Telmo, mientras sobrevivía como podía con los pesos que me tiraba papá en cada carta, simple pero tierna, que me enviaba, religiosamente a comienzos de cada mes, todos los meses, en los primeros cuatro meses.
Al quinto mes de mi estadía en Buenos Aires llegó una nueva carta, pero sin un centavo. Papá, bastante enojado, me preguntaba en qué gastaba ese dinero, y porqué todavía no había conseguido trabajo. Me intimaba a contestarle en el siguiente mes, y tener un trabajo estable, o me llevaría de los pelos a San Nicolás. Yo tenía ahorrados unos pesitos de las cartas anteriores, y pude tirar mas o menos bien durante un mes mas, aunque veía que el trabajo no llegaba, y no podría dilatar mas la situación.
En efecto, al sexto mes llegó una carta en tono amenazante, en la que me exigía que le dijera qué estaba haciendo, en qué había gastado el dinero, y que si no conseguía un trabajo de cualquier cosa, inmediatamente, me vendría a buscar por las malas. Creo que entre otras cosas cariñosas también me llamó, “vago de mierda”, pero como escribió vago con be larga no me dí por aludido y seguí mi camino. De todos modos, sabía que el hilo se cortaba y busqué la solución mas elegante, mentir. Inmediatamente le mandé un telegrama diciendo que había conseguido un trabajito provisorio, pero con un sueldo que no alcanzaba a cubrir las mas mínimas necesidades, y el resultado no pudo ser mejor. El corazón del viejo se ablandó y desde el mes siguiente me volvió a mandar su carta habitual, con una pequeña ayudita. Fue, como se dice, una salida diplomática.
Corría el invierno del ochenta y uno, y de tanto estar en Buenos Aires, se me llenó la cabeza de pajaritos y quise ir a la universidad. Empecé de verdad a hacer algún que otro trabajo, y de paso me pude costear los estudios. Entre mediados del ochenta y uno y fines del ochenta y dos recorrí algo así como cinco facultades: medicina, odontología, farmacia, abogacía y ciencias económicas. De algunas carreras me fui luego de dar el primer examen, en otras me retiré estoicamente, sin ser derrotado por ningún aplazo y sin dar ninguna materia.
Después de un año y medio de frustraciones me di cuenta de que el estudio no era para mi, y decidí buscar un trabajo mas serio, o volver a la casita de mis viejos con la frente marchita y las nieves del tiempo que platearon mi sien. En otras palabras, ya me veía vestido de vigilante en San Nicolás, como un sino trágico de nuestra familia.
Una tarde de domingo, mientras me rascaba la espalda tirado en la cama de la pensión, leí un aviso clasificado que pedía a un joven de veinte a veinticinco años, con estudios secundarios completos, para trabajar en una institución bancaria del centro. Fui casi sin expectativas, y aunque ni yo lo creía, me tomaron. Eran los primeros meses del ochenta y tres. Allí comenzó, sin que yo lo supiera entonces, el segundo acto de mi drama personal y secreto.
Pero no tengo porqué relatarles toda la historia de mi vida. Si al fin y al cabo yo solo soy el culpable de todos mis males. El hecho de estar escribiendo esto es solo una excusa infantil para alargar una situación que ya no da para mas. La única solución es acabar ahora mismo con todo esto. Y cuando yo digo ahora mismo quiero decir ahora mismo. Esto ya no va mas. Dejaré de escribir inmediatamente y tomaré la decisión que vengo postergando desde hace ya una hora. Ya son las doce y media y la agonía, cuanto mas larga, peor es. Dejaré de escribir ya mismo. Ya mismo. Ya mismo. Ya mismo. Ya mismo.
Hace varios minutos que estoy dando vueltas por el living de casa y repitiendo ya mismo. Pero ahora es cierto. Debo dejar de escribir ya mismo. Ya… Ya, ya, ya, ya...
Ya debo decidir qué hacer, o me mato o sigo escribiendo, y contándoles mi vida. Decidan ustedes, ¿qué prefieren? ¿Qué les siga contando mi vida o que me mate? ¿Eh? ¡Prefieren que me mate! Esta bien, ¡tendrán una muerte en su conciencia! Y todo por no querer compartir el dolor de un hombre desesperado. Está bien, me mato por culpa de su indiferencia, de su insensibilidad. Vivimos en un mundo lleno de dolor y de sufrimiento, pero solo pensamos en nosotros mismos. Somos egoístas, a nadie le importa el sufrimiento ajeno. La vida es un largo camino lleno de tristezas, errores, arrepentimientos tardíos, frustraciones. Es sin duda, la obra de Dios, un ser perfecto, cuya obra es, sin embargo, imperfecta. ¿Acaso será Dios perfecto?, habiendo concebido una obra que dista de su sublime perfección? ¿ Dios creó al hombre a su imagen y semejanza?, ¿a todos los hombres? ¿Los hombres dignos y los villanos, los justos y los injustos, los leales y los traidores, los probos y los canallas, los hombres de fe y los ateos. Cuáles de entre todos ellos están hechos a su imagen y semejanza? ¿Todos o ninguno?¿ La obra de Dios es perfecta y el hombre la denigra y envilece con su pecado? ¿O por el contrario, no existe tal obra, y todo es producto de la mera fatalidad? ¡Oh, misterio de la vida!, ¡oh, misterio de la muerte!, ¡oh sublime salvador, ilumina nuestras almas y despeja nuestras dudas! ¡Oh! ¡Oh!...¡Oh!,¡ ya es casi la una! ¡Como vuela el tiempo, que lo parió! Bueno, los dejo porque me tengo que matar. Ahora si. Estoy definitivamente decidido. Voy a la cocina a suicidarme para siempre. Espero verlos de nuevo pronto, asi seguimos charlando de estos temas tan amenos. ¡Perdon!, ¡me olvidaba!, Happy new year!. Adiós. Hasta siempre jamás. Jamás de los jamases. Esteee... Bueno, ya está… Ya… está. ¡A… a… adiós!
Posdata de la posdata. No me van a creer lo que me pasó. Dejé nuevamente el cuaderno sobre la mesita del pasillo, y me dirigí con absoluta decisión hacia la cocina. Prendí todas las hornallas, miré con tristeza a mi alrededor, cerré la puerta con llave. Luego de comenzar a percibir las primeras emanaciones del gas letal, que me llevaría a la muerte, un pensamiento vago pero molesto comenzó a rondar por mi mente. Intenté obviarlo y no darle importancia, pero continuaba y se hacía cada vez mas persistente. Sacudí la cabeza varias veces, intentando en vano quitarlo, pero volvió al cabo de unos segundos, tan fuerte como una punzada en el estómago. Era, en efecto, una punzada en el estómago. Como en estas últimas horas me hallé en medio de tantos oscuros pensamientos y tétricas decisiones, olvidé una de las cosas mas importantes que todos los seres humanos necesitamos para seguir viviendo. La sensación era molesta y desagradable, pero ya la había padecido antes varias veces, en situaciones extremas. Tenía hambre. En efecto, con tantas horas de angustia y desolación me había olvidado de comer desde hacía por lo menos doce horas. Había pasado ya la una de la mañana, y hombre al fin, pecador al fin, caí en la tentación. Recordé que en la heladera me había quedado una pata y un muslo de pollo que habían sobrado desde el día anterior. No pude resistir. Aprovechando que el gas ya estaba encendido desde hacía algunos minutos, saqué el pollo de la heladera, abrí todas las ventanas y lo puse en el horno, que también estaba encendido desde hacía largo rato.
Luego de unos cuantos minutos a fuego lento, lo saqué dorado y tierno como pocas veces había comido antes, y disfruté de mi banquete solitario, que, quizás por ser impensado, me resultó exquisito. Y aunque no me devolvió las ganas de vivir, porque por mas que sea, un pollo no es mas que un pollo, al menos me sirvió para retrasar mi decisión fatal por algunos minutos mas.
Ahora son las dos de la mañana. Si no les resulta molesto, mientras hago la digestión espero entretenerme relatándoles algunos episodios mas de mi desgraciada vida.
Como les contaba antes de mi último intento de suicidio, en el ochenta y tres conseguí trabajo definitivo en el banco del que me despidieron hace algunas semanas. Era un banco pequeño, discreto, pero con casi cincuenta años de trayectoria, y una buena cantidad de clientes y ahorristas. La paga para mí era mas que suficiente, y para mis padres como una bendición del cielo, ya que veían que al fin en la gran ciudad había tomado por buen camino. Tuve muy buenos compañeros de trabajo y guardo de casi todos ellos el mejor de los recuerdos. Aunque no todo lo que reluce es oro, y también suceden cosas desagradables, allí conocí a la que sería mi futura esposa, y hoy es mi ex esposa. De la cual, por respeto a ustedes, a ella y a mi, pienso decir lo menos posible. Solo, en honor a la verdad, puedo decir que ella fue primero mi ex compañera de banco, luego mi ex novia, mas tarde mi ex mujer, y ahora es un ex cremento. ¿Les gustó el chiste? A mi tampoco, con el agravante de que es verdad. Lo único que me molesta de morir es no tener el placer de verla a ella muerta antes que yo. Placer que ella tendrá, por supuesto, y que será el último que le daré.
Nuestra historia fue muy tierna. Nos conocimos en la misma oficina. Nos enamoramos, nos casamos, estuvimos casados durante cuatro años y hace tres que nos divorciamos. Yo no volví a tener pareja pero ella sí. ¿A qué no saben quién? Otro empleado del mismo banco donde trabajamos. De la misma oficina donde trabajamos y que trabaja justo enfrente a mi escritorio. ¿Ustedes no querrían matarse en mi lugar?
Como no deseo que me tomen por un sátrapa, y como antes de la muerte uno debe arrepentirse de todo el mal que ha hecho, quiero aclarar que no es cierto que mi {único placer sea verla muerta antes que yo. Fue una exageración llevada por el ímpetu y me disculpo. Solo deseo que en poco tiempo mas se venga fea, vieja, gorda, y que le salgan bigotes como a la madre. Gracias a Dios que no tuvimos hijos, sino qué se podría esperar de ellos, con un padre suicida y una madre bigotuda y peluda. ¿Por qué los hijos deben pagar muchas veces los errores y los pecados cometidos por sus padres? Realmente no lo se. Se lo preguntaré a Dios cuando lo vea.
Pero no solamente con el matrimonio sufre el hombre. Así que también debí sufrir la tiranía y el despotismo de mi jefe, y la obsecuencia de sus subalternos. Mi jefe se llamaba, aún se llama, pero ya no es mi jefe porque me echó, Lorenzo Hernández. Ocupaba el cargo de jefe de personal. Aún hoy lo recuerdo dando órdenes a los gritos, paseándose como un emperador romano entre los escritorios de los empleados. Corrigiéndoles todo casi permanentemente y gozando de sus influencias, con los ejecutivos del directorio, de cuyos contactos alardeaba con todo el que hablara con él. Recuerdo su clva brillante, que frotaba para secar la perspiración con ridículos pañuelos de seda. Recuerdo su pedantería, su altivez con los subordinados, su estúpido orgullo.
Se contaba por los pasillos del banco que allá por el año ochenta y siete, cuando la institución estuvo a punto de quebrar por los manejos fraudulentos del corrupto directorio, este cínico hombre nombró a un humilde empleado, un pobre diablo llamado Ramirez igual que yo, para ocupar su puesto, y así usarlo como pantalla para no comprometerse con su firma, ni la de sus superiores, en un caso de transferencia de los fondos de los pequeños ahorristas a grandes empresarios, que querían quedarse con el activo del banco. Además de eximirse de responsabilidad ante despidos masivos que el directorio había ordenado. Cuenta la historia, siempre repetida casi en secreto, que el tal Ramírez se negó a aceptar estos manejos turbios, a pesar de que fue tentado con una abultadísima suma de dinero en concepto de comisiones. Y que luego de discutir con su jefe prefirió renunciar a su puesto antes que aceptar este soborno. Luego de esto, su lugar lo ocupó un tal Hidalgo, uno de los amigotes de los directores, que despidió a diestra y siniestra a muchísimos empleados que quedaron en la calle. Y los negocios turbios, una vez fuera el tal Ramírez, siguieron viento en popa. Muchos pequeños ahorristas perdieron su capital depositado en el banco. Los directores y sus amigos acrecentaron sus cuentas en el Uruguay, y por supuesto, nadie invesxtigó nada y todos quedaron con su buen nombre y honor intacto y bien limpito.
También nos enteramos, y espero que esto no sea cierto, que el empleado Ramírez se había matado luego de perder su trabajo. Aunque muchos lo niegan y dicen que se radicó en otro país, lo cierto es que nunca supimos mas nada de él. Sería el colmo que, mientras los dueños se llenaron los bolsillos haciendo estas travesuras, alguien haya preferido dejarlo todo para defender sus ideales. Si esta historia fuera cierta, el tipo éste cambió su vida por no entregar su dignidad, y tipos así creo que ya no quedan en este mundo perverso y miserable.
De todos modos, aún ahora, a diez años de aquellos hechos que les relaté, cuando alguien realiza una obra desinteresada o ayuda a otro sin pensar en las consecuencias, los empleados del banco suelen decir, a modo de agradecimiento, te portaste como Ramírez. Espero que Dios se haya apiadado de su alma, y de la de todos los que, en medio de la basura en la que vivimos todos los días, en situaciones extremas prefieren perder sus bienes materiales, su salud o su vida, pero salvaguardar el bien mas preciado que Dios le regaló a cada hombre, su dignidad.
Antes de esta perorata les nombré a mi ex jefe, el distinguido señor Hernández, de quien tuve el honor de recibir hace un mes y medio, junto con varios de mis compañeros, un hermoso telegrama de despido. Sucede que el banco se tecnificó, y mis jefes descubrieron que una linda computadora puede hacer el trabajo de varios hombres, mas rápido y mas barato. Por lo tanto me transformé de la noche a la mañana de empleado, en prescindible, que es peor pero queda mucho mas elegante. Ahora yo me pregunto, ¿inventarán algún dia una computadora que también haga el trabajo de los directivos y jefes de las empresas?, ¿ellos serán también prescindibles?
Me parece que no, creo que los prescindibles, es decir, los que estamos de mas en los trabajos y en el mundo, somos solo los simples empleados, los que dependemos de un mísero sueldo para poder sobrevivir. Mientras que los señores dueños de las grandes empresas tecnificadas seguirán por los siglos de los siglos con sus respectivos culos apoyados en sus cómodos sillones. Mirando como aumenta cada vez mas la productividad de sus empresas, y planeando futuros grandes negocios, que realizarán junto con los gobiernos a los que votan, paradójicamente, los prescindibles como yo, y varios otros millones de pobres idiotas.
Es por eso que, entre otras muchas desgracias, como me dí cuenta a tiempo de que vivo en un país de mierda, que está a su vez ubicado en un mundo que se está volviendo cada vez mas una mierda, decidí acabar de una vez por todas con mis insípidos días. Solo deseo pedirle a Dios dos cosas, que si existe la reencarnación, y me es dado volver a la tierra, vuelva reencarnado en una computadora para poder tener el trabajo asegurado. Y de no ser posible esto, y si pudiera volver como hombre, no quiero llevar de nuevo esta vida tan insulsa. Quisiera volver como un soñador, como un loco o un tonto idealista, como aquel Ramírez que sigue vivo en todos los que aún creen que la vida vale la pena.
Pero ¡miren quién les dice todo esto! ¡Un futuro suicida! ¿No ven que en el mundo está todo patas arriba?
Debo confesarles que el haber escrito todas estas cosas, (y quizás, por que no, sea también mérito del pollo) me ha hecho sentir un poco mejor que hace unos instantes. Lo que no quiere decir, necesariamente, que vaya a desistir en modo alguno de mi firme propósito de matarme. Es una decisión tomada y no puedo ni quiero echarme atrás, porque comprendí, tal vez un poco tarde, que la vida no tiene sentido para mi. Para mi ni para nadie. El mundo está gobernado por la sinrazón, por el caos. Las cosas suceden sin ningún orden ni sentido alguno. El bien y el mal no son valores absolutos sino meras nociones subjetivas, acomodables según las circunstancias.
Poco podemos hacer en forma individual para modificar las cosas que nos rodean. Solo nos queda observar lo que pasa, y esperar inermes el devenir de los acontecimientos. No cambiamos nada, no modificamos nada. Solo miramos, miramos y esperamos. Y yo me cansé de eso. Quiero cambiar algo, decidir por mi mismo mi propia muerte, y no dejarla librada al azar, o al capricho de ningún ser superior. Lo tengo decidido. Ya es una decisión tomada, prácticamente.
Bueno, en realidad, solo me falta un poco de… Un poco de… Bueno, podría decir que la decisión está prácticamente tomada. Solo esperaré unos pocos minutos mas, porque el pollo me llenó el estómago. Y, bueno, es mejor tener el estómago vacío para estas cosas.Sin embargo, ya son casi las tres de la mañana. Dentro de tres horas será de día y me propuse hacer esto durante la noche, que es mas tranquila y silenciosa. Ustedes se preguntarán si quizás yo he consultado con algún especialista antes de, bueno, antes de llegar a esto. Sí, consulté con un siquiatra que me recomendaron unos ex compañeros del banco. El doctor Francisco Peralta. Fui a verlo una sola vez. Me escuchó, me recetó unas pastillas azules y otras verdes, y me dijo que volviera a verlo cada quince días. Fue, por decirlo de alguna manera, un debut y despedida. No me inspiró ninguna confianza, ya que me pareció que no escuchó ni una sola palabra de lo que le dije. Pensé que era plata tirada a la calle, y para tirarla prefiero pagarle la mensualidad a mi ex mujer. Además, me enteré de que este buen doctor atendió durante un año entero al tal Ramírez del que les hablé antes. Y si es verdad que se suicidó, entonces el tratamiento no le sirvió de mucho. Mi caso es similar pero mas económico. Yo me mato igual, pero gratis.
Tocaron las tres. Ahora si. Ya no puedo esperar mas. Haré lo que dije, ya no tengo excusas. Adiós, me voy para no volver. Perdón por la cursilería, por favor táchenla cuando la lean. No quedan mas palabras. Iré ya mismo a la cocina, sin dudar. Que Dios me perdone.
Ultima posdata, creo. No puedo creer que esto me esté pasando en serio. Acabo de fracasar en mi tercer intento de suicidarme, de la manera mas ignominiosa y ridícula. No puedo concebir como tengo tanta mala suerte, no puedo matarme tranquilo. Pero juro que esta vez no fue por culpa mía. Como las dos veces anteriores, dejé el cuaderno sobre la mesita, me encerré en la cocina, abrí las llaves del gas y me recosté sobre la mesa.
Al cabo de unos minutos, y por un sentimentalismo estúpido, cuando ya el olor a gas era cada vez mas potente, decidí, en los que creí mis últimos momentos de lucidez, darle un vistazo final a la calle que, indiferente, no notaría mi ausencia. Me levanté desganado de la mesa, caminé no mas de siete pasos, y al abrir mi ventana me topé con la ventana encendida del departamento de la señora Benitez. Una tierna viejita solterona, que se especializa en hacer las mas variadas y exquisitas tortas, que comparte con todo el vecindario. Nunca conocí a una viejita tan cándida y dulce como esta bella septuagenaria, cuyo único y gran defecto, ¡idiota de mi, que no pensé en ello!, es padecer un terrible insomnio que la tiene a maltraer desde hace años, pero que ella soporta sin embargo de buen talante.
Fue inevitable que al abrir yo la ventana nos cruzáramos las miradas. Ya que estamos a no mas de cinco metros de distancia. Antes de que pudiera siquiera intentar cerrarla abruptamente me dijo con voz fuerte, pero sin perder el tono amable. - ¿Qué le pasa, Ramírez? ¿Usted también está desvelado?
Imagínense que situación tan ridícula. A las tres de la mañana, mientras me revolcaba en una desgarradora agonía, y solo pensaba en observar por unos segundos más las cosas que ya jamás volvería a ver, me encuentro frente a frente con esta adorable ancianita, que por supuesto, no tenía la menor idea de mis nefastos planes.
La verdad es que mi turbación fue tal que no supe qué contestarle. Solo atiné a mirarla con los ojos desorbitados y sin saber como continuar. Fue un verdadero papelón, me quise morir en ese preciso instante.
Como yo quedé petrificado, luego de algunos segundos la molesta vecina seguramente supuso que no la había oído. Me habló entonces levantando aún mas el tono de voz. - ¡Qué nochecita! ¡Hace un calor insoportable, como para poder dormir está una!
Luego de decir esto, segura de que yo la había escuchado, se quedó esperando cortésmente mi respuesta.
-Eeee, si, hace calor, mucho calor. Contesté ruborizado, y dije. Y ahora, si me permite, esteeee, me voy a la cama.
-Si no se durmió hasta esta hora, ya no va a poder dormir, me contestó risueña, antes de que pudiera cerrar la ventana.

Le sonreí fugazmente e intenté cerrar mi ventana, pero las siguientes palabras de la simpática señora echaron por la borda todos mis planes. - No va a dormir esta noche, repitió. Vea, yo, como todos los días, me acosté a las diez y media, después de tomar mi sopa de verduras. A las once, con el calor que hacía, ya supe que no iba a poder dormirme. A las doce me levanté y me vine a la cocina a prepararme un té de tilo, que me calma los nervios. Y me dije, ¿por qué no aprovecho y termino este bendito bordado, ya que no pude hacerlo a la tarde? Y bien, dicho y hecho, me puse a bordar esta mantita. ¿La ve?
Yo asentí levemente.
-Y así, haciendo algo útil, pasa la noche mas rápido. Total los viejos no necesitamos dormir mucho.
Hice un último intento por cerrar la ventana de una vez, y le dije casi murmurando: - Me acuesto, señora Benitez, nos vemos mañana.
-Yo no creo que nos veamos mañana, contestó sonriente. Y largó una sonora carcajada, que debo reconocer que me estremeció hasta la médula.
-¿Por… por qué lo dice?, le pregunté muerto de miedo.
-¡Pero vamos, m’hijito!, me contestó. ¿Cree que no me di cuenta de que ya fue a la cocina varias veces esta madrugada? Ya se que está tan desvelado como yo. Lo entiendo perfectamente. También lo noto tenso y desencajado, es lógico con este calor. No va a poder dormir con esos nervios. Pero no se preocupe. Si usted me permite, ahora mismo le preparo un té de tilo y se lo llevo.¡ Va a ver que bien se va a sentir!
En vano intenté, por lo menos ochocientas veces, convencer a la señora Benitez de que no se molestara, que me sentía bien, que ya tenía sueño. Hasta creo que fingí que bostezaba para que me creyera, pero no hubo caso. Tuve que aceptar que me lo trajera. ¡Total qué importa! ¡Para esta noche solo tenía planeado matarme!
Y así estoy ahora, a las tres y media de la mañana, tomando el té de tilo que me trajo la buena señora, junto con unas masitas de las que prepara ella misma cuando la vienen a visitar sus amigas. Para colmo, junto con el té y las masas, me regaló dos boletos en tren para Mar del Plata, que había ganado en una rifa de la carnicería, y que no iba a usar. Ya que, según sus propias palabras, a esta edad una ya no piensa en pasear por ahí como una loca. Yo soy feliz en mi casa, en cambio usted que es tan joven y está solo, quizás pueda ir con alguna amiguita, a tomar un poco de sol. Me sonrió pícaramente y volvió a su departamento.
Debo confesarles que ya estoy exhausto. No se por qué no me maté hace cuatro horas, cuando empezó todo esto. Los pasajes son para salir el viernes veintiséis, y regresar el lunes veintinueve. Es decir, justo en medio de las fiestas. ¡Y me los regaló justo a mi! Que en esa fecha voy a estar muer… eeeh… bueno, ustedes me entienden. ¡Lo que pasa es que no puedo pronunciar esa palabra! Porque me da miedo, ¿y qué? Igualmente los guardé en el bolsillo del pantalón y le di las gracias. Al fin y al cabo, es la última vez en mi vida que recibiré un favor de alguien.
¡Ya son las cuatro menos diez! Sigue con la ventana encendida. No puedo matarme justo enfrente de su ventana, después de lo buena que fue conmigo. Sería una falta de respeto. ¡A ver si la mato del susto! Bueno, esperaré que apague la luz y luego iré yo. ¡Ya esperé tanto!
Es una anciana adorable. Tierna, buena de verdad. Se le nota la alegría en su rostro. Tiene ganas de vivir a su edad, y de ayudar a los demás. Qué anciana adorable. Qué viejita tan simpática. Qué ancianita tan buena. ¡Que, que, qué…! Las cuatro y media y todavía está ahí. ¡Pero que vieja de mierda, la mataría a ella antes que a mi! ¿Por qué no se dormirá de una vez? ¡La puta que la parió!
Me parece que a mi el tilo no me seda.
En menos de una hora ya será de dia. Si no apaga la luz me mato enfrente de ella y listo. Total, ¿qué me importa la vieja esa? Si no le debo nada. Por un té y una torta con olor a vieja y dos boletos de porquería. Y justo a Mar del Plata. Hace quince años que voy ahí. Es una ciudad espantosa, con viento, frío, y para colmo está todo carísimo. Es un asco. Solo los idiotas veranean allí.¿ Por qué fui yo durante tantos años? Porque también soy un idiota. ¿O acaso no se habían dado cuenta? Mar del Plata es un asco. Todo es un asco. La vida es un asco. Por eso es mejor estar muerto. Nada vale la pena. La vida es oscura y gris. Es como un túnel sin final y completamente a oscuras.
Si solo pudiésemos ver una luz al final de ese túnel. Solo una pequeña luz. Entonces cabría la esperanza. Nos haría falta ver, o al menos creer, que existe esa luz. Esa luz que nos demostraría que hay, que nos demostraría que existe, algo mas. Esa luz lejana que todos anhelamos, en la que todos queremos creer. Esa luz que, esa luz que, esa luz, ¡la luz! ¡La vieja apagó la luz! ¡Ya se durmió! ¡Ya sabía que había una esperanza, ya sabía que era solo cuestión de esperar y tener fe! Ahora me puedo matar sin que nadie me moleste. ¡Qué feliz que soy!
Bien, se acabó. Ya son casi las cinco. Voy a hacer todo antes de que comience a aclarar el día. Prenderé las llaves del gas, cerraré las ventanas, me recostaré y dormiré el sueño eterno. Secularum seculorum (o algo así)
Ahora si, adiós al fin. No fracasaré, lo prometo. Ya mismo me encierro en la cocina. Enciendo el gas, cumplo mi última voluntad y en pocos minutos todo habrá acabado para siempre. Espero que Dios me perdone, y me disculpe por lo que dije de la viejita de al lado. Gracias a ustedes por acompañarme en este duro trance. Disculpen si por momentos me puse muy melodramático.
Sinceramente vuestro.
Ramiro Ramirez, Q.E.P.D.

Sábado 20 de diciembre de 1997.
No se si todo lo que sucede en el mundo será obra de la casualidad, o si existirá en cambio algún orden preestablecido, que nosotros, dada nuestra corta capacidad de razonamiento, no alcanzamos a comprender en toda su inmensidad. De todos modos, y sea cual fuera la respuesta a este interrogante, creo que hay hechos que suceden, que están mas allá de cualquier razonamiento lógico y que no tienen explicación alguna. También creo, aunque no se bien por qué, que algunas personas tenemos una capacidad especial para seguir estando, a pesar de nosotros mismos. Así como hay seres marcados por un sino trágico, existen otros, quizás los menos, que poseen algo así como un haz de luz que los mantiene con vida a pesar de todo. Para decirlo vulgarmente, tienen un Dios aparte. Yo creo encontrarme en este último grupo, y la verdad es que no sé por qué. ¿Quién soy yo? ¿Pasaron solo seis días y ya me olvidaron? Yo soy Ramiro Ramirez, el que hace menos de una semana intentó suicidarse cuatro veces seguidas y sin suerte, o con mucha buena suerte, mejor dicho.
¿Es posible que no me recuerden? Claro, es que dejé de escribir justo antes de iniciar mi cuarto intento. Entonces deberé contarles lo que me sucedió desde ese día y hasta ahora. En una de las semanas mas extrañas que me tocó vivir en toda mi vida. Volvamos a las cinco de la madrugada del domingo pasado, en la cocina de mi casa.
Extenuado y casi sin fuerzas, aproveché los últimos minutos que quedaban de oscuridad para cometer el acto final de mi vida. Una vez que la señora Benitez apagó las luces de su casa, y me aseguré de que había ido a dormir, me dirigí a la cocina, cerré puertas y ventanas, y ya sin dudar abrí todas las llaves del gas. Luego me recosté sobre la mesa como las veces anteriores. Hasta que al cabo de unos minutos, cuando el olor al gas mortal penetraba en mis pulmones, recordé que había olvidado cumplir mi última voluntad.
Hice caso omiso a mis deseos, y me dejé llevar por la somnolencia, cada vez mayor. Pero el deseo fue cada vez mas fuerte, al punto que se transformó casi en una obsesión. Finalmente decidí satisfacerlo, al fin y al cabo era solo cuestión de cinco minutos, y cumplí mi última voluntad. Luego de la cual quedé obnubilado completamente, y eso es lo último que recuerdo. Cuando abrí los ojos, tiempo después, me pareció como si despertara de un largo y horrible sueño. Quedé durante algunos instantes tendido boca arriba, mirando un techo completamente blanco. Primero pensé que había muerto y estaba en el paraíso. Luego de un lapso breve, giré la cabeza hacia la izquierda y observé una amplia ventana, desde la que se veía un cielo diáfano, y de un celeste tan intenso como nunca había visto antes. Entonces me aseguré de que realmente estaba en el cielo. Desde la tierra no se podría ver nunca un espectáculo tan bello y radiante. Elevé un poco la cabeza, y ví, sobre una pared infinitamente blanca, un hermoso crucifijo. Entonces cerré los ojos, pensando que quizás esto no era tan malo como parecía desde la tierra.
Creo que dormité un poco, hasta que el taconeo de unos pasos y el crujir de una puerta acabaron por despertarme.
Sentí que una mano fuerte me estrechaba la muñeca, y una voz grave me habló pausadamente. ¿Cómo se siente, señor Ramírez?
Abrí grandes los ojos y me crucé con una mirada oscura y potente. Exclamé ansioso, - ¡he llegado!, ¡por fin he llegado!
-Por fin ha llegado, me contestó la voz, y menos mal que llegó a tiempo. Soy el doctor Escafini. Me alegro de que haya recuperado el conocimiento.
Y así, en solo diez minutos, pude comprender lo que me estaba sucediendo. Aunque mi asombro era tan grande que no podía creer que semejante disparate fuera la verdad. Me dí cuenta de que no estaba en el cielo, sino en la sala de guardia de un hospital, que está a cinco cuadras de mi casa. Que eran las ocho de la mañana del lunes, y que estaba allí desde las cinco y media, cuando me trasladaron de urgencia y casi asfixiado, luego de que explotara la cocina de mi casa. Sin querer yo había tirado descuidadamente la colilla del cigarrillo que había fumado, un minuto antes, para cumplir mi última voluntad.
¡Me sentí el tipo mas infeliz del universo!
-Debo confesarle, me dijo el doctor, que al principio nos asustamos por la gravedad de su cuadro. Tenía un principio de asfixia y numerosas lastimaduras por todo el cuerpo. Afortunadamente, con la explosión, los vidrios de la ventana estallaron hacia afuera, y no cayeron sobre usted. La rápida intervención del encargado del edificio y de sus vecinos hizo que el fuego no se propagase, y lograron sacarlo de allí en menos de cinco minutos. Por suerte solo tiene quemaduras de mediana importancia, y una fisura en el brazo derecho.
En ese momento me dí cuenta de que mi brazo enyesado colgaba de unas cuerdas sostenidas por un aparato. Además tiene una ligera contusión en la cabeza, me dijo, pero el hecho de que haya recuperado tan pronto el conocimiento, me sorprende y me tranquiliza. La verdad, mi amigo, es que tuvo una suerte inmensa. Por un accidente tan tonto estuvo a punto de perder la vida, me agregó en tono amable.
-¿Ah, si? Dije yo, aún incrédulo. No sabía si darle las gracias al cielo o si golpear al médico con el brazo enyesado. Luego me revisó detenidamente y me dijo que durmiera lo más posible. En una semana me darían el alta, si no había complicaciones respiratorias, y no sé que otras cosas.
También me dijo que no dudara en llamarlo, en caso de necesidad. Y me repitió mil veces que había tenido una suerte inmensa, gracias a mis valientes vecinos, que jugaron su vida para sacarme de la cocina en llamas, y salvarme casi de milagro. Pensé en iniciar una venganza despiadada contra mis vecinos metidos y molestos. Pero luego desistí.
Al principio no comprendía el optimismo desmedido del médico. Tenía el brazo derecho colgando e inmóvil. Sentía dolores por todo el cuerpo. Estaba rojo como un camarón, y había mas cardenales en mi espalda que en todo el vaticano. No estaría mejor muerto?
Al menos si estuviera muerto no me dolería nada. Y lo peor de todo era el dolor moral de admitir que había sido un accidente. No pude decir la verdad, sino ¿que iban a pensar de un imbécil que ni siquiera es útil para matarse solo?
Yo mismo me tuve una profunda lástima en los primeros días.
Por lo menos cada dos horas venia a visitarme una simpática enfermera. Con una sonrisa permanente se dedicaba a hacerme tragar pastillas de las mas variadas formas y colores. Me cambiaba la bolsita del suero, me ponía inyecciones en el brazo sano, en la espalda tullida y mas abajo también. Y me daba todo tipo de cuidados, que debo decir que al principio me fastidiaban, pero que al cabo de unos días comencé a tolerar, gracias a su alegría y buen talante.
Con el paso de los días nos hicimos casi amigos. Fue mi principal compañía. Me enteré de que era soltera, que no tenía novio, y que pensaba pasar las fiestas junto con sus padres. Rebozaba juventud y felicidad. Eso me hizo sentir cada vez mas a gusto, cuando estaba junto a mí.
A partir del tercer día de internación, comenzaron a llegar las visitas mas inesperadas. Viejos compañeros del banco venían a pasar sus horas libres conmigo, me contaban chistes, anécdotas e intentaban por todos los medios que yo levantara el ánimo y me sintiera mejor. Comencé a sentir una sensación imprecisa, extraña y dulce a la vez. Después de mucho tiempo de abatimiento, tristeza y agonía, me di cuenta de que realmente le interesaba a alguien. De que podía ser feliz con lo poco que tenía. Fui sintiendo de a poco la embriagadoramente bella sensación de sentirse querido. Mis viejos compañeros prometieron visitarme en mi casa. Se comprometieron a ayudarme a repararla, y a costear los gastos de los arreglos. Me dijeron que preguntarían si alguien necesitaba un empleado con quince años de experiencia en un banco. También llegaron varios de mis vecinos salvadores, a algunos de los cuales casi ni los conocía. Me demostraron su afecto, y me dijeron que pensaban repartirse los gastos de los arreglos entre todos los copropietarios. Conocían mi situación económica penosa. Yo cada vez estaba mas abrumado y confundido con tanta generosidad. Era como si todos demostraran, y sacaran a la luz de día, sentimientos que generalmente dejamos escondidos, y no nos atrevemos a expresar.
Algunos de ellos también me invitaron a pasar la noche buena en sus departamentos. Ya que el mío, por el momento, estaba inhabitable.
El jueves por la tarde recibí un corto pero emocionante telegrama de mis padres. Me conmovió hasta las lágrimas, ya que hacía dos años que no nos escribíamos siquiera. Eso terminó por cambiar en mí muchas de las cosas negativas que habían usurpado mi mente en los últimos tiempos. Después de todo, había una esperanza, en la cual ni siquiera me había percatado. Sentí, por primera vez en mucho tiempo, que la vida tiene un sentido.
Finalmente ayer viernes, recibí la visita de la dulce señora Benítez, que me trajo una hermosa torta de frutilla y chocolate, que por supuesto el médico no me dejó ni probar. La señora Benitez lucía su sonrisa amable y dichosa, aunque ella tendría motivos para quejarse. Tenía un brazo sujetado al cuello con un pañuelo, y la pierna izquierda vendada hasta la rodilla.
-Perdóneme que no vine el mismo lunes, se disculpó. Pero mire como quedé. Hacía pocos minutos que había logrado dormirme. Como el calor era inaguantable, dejé abiertas de par en par las ventanas de mi dormitorio. Me sobresaltó el ruido terrible de la explosión. Antes de que pudiera levantarme cayeron sobre mí miles de pedacitos de los vidrios astillados de la ventana de su cocina. Por suerte, los mismos vecinos que lo socorrieron a usted me trajeron de urgencia para acá, porque estaba toda ensangrentada. Menos mal que pude volver a casa el mismo día. Como ya tengo menos dolores hoy me levanté temprano, y le preparé esta torta. Espero que le guste, y que desde ahora tenga mas cuidado cuando fume. Ya me parecía que en su casa había una pérdida de gas. Esa noche había sentido olor a gas varias veces, se lo iba a comentar en la mañana. Pero usted, ¡vea que tuvo suerte! ¡Casi se mata por la imprudencia! Yo creo que tendría que agradecerle a Dios por la suerte que tuvo. ¿Usted es creyente? ¿No es así?
-Bueno, mas o menos. Contesté titubeando.
-Entonces déle gracias a Dios. Sino, déjeme eso a mi. Desde el lunes pasado rezo por usted todos los días. Espero verlo pronto por casa. Pero por favor, no fume. Es malo para su salud.
La viejita se quedó un rato mas dándome ánimo. Luego se fue porque sus dolores eran muy intensos. Me dejó una sensación agridulce. Una mezcla de dolor e impotencia. Pensar que lastimé a la persona mas buena que conozco. Y para colmo, sin querer. Luego me quedé pensando sobre una de las tantas paradojas de esta loca historia. Muchos dicen que el cigarrillo acorta la vida. Sin embargo, yo le debo mi vida a un cigarrillo. Desde ahora creeré que el hábito de fumar no es un vicio, sino un don de Dios. ¡Alabada sea la nicotina, y bendito el alquitrán! ¿Bienaventurados sean los que fuman varios atados por día, porque de ellos será el reino de los cielos! (sección fumadores)
Hoy sábado, miro hacia atrás y me parece que es otra persona la que intentó la imperdonable estupidez de querer quitarse la vida. Otra persona que era parte de mí, y que murió bajo las llamas. Y se lo merecía. Porque el que no comprende el milagro de levantarse cada día, no merece vivir. En estos seis días aprendí mas cosas sobre la vida y la amistad que en mis anteriores treinta y cinco años. Siento como si hubiera muerto una parte triste y mala de mí mismo, y hubiera nacido otra. Mas alegre, mas vital, mas verdadera.
Esta mañana el médico me dijo que entre el martes y el miércoles próximo me dará el alta, y podré volver a mi casa. Es decir, a lo quedó de ella. Luego vino mi apreciada enfermera. Recordé a la señora Benitez y le obsequié la torta, que ella se llevó a su casa con todo gusto. Tomé fuerzas de no sé donde y le dije a la enfermera, mientras me colocaba una inyección, no me pregunten dónde.
-Yo no querría molestarla, pero… me preguntaba si… bueno, el martes me dan el alta, y justo tengo… este… dos pasajes para Mar del Plata, en el tren del viernes, para volver el lunes. Bueno, me preguntaba, si no fuera molestia para usted… ¿No querría acompañarme?
Ella largó una carcajada, y me dijo, -¡ya tiene ganas de bromear, que bien!
Luego de eso se fue tan rápido como había venido.
No sé si seré muy viejo para ella, o si estuve inoportuno. Quizas no sea muy romántico hacer una invitación así mientras a uno le están pinchando el culo. Debo decir que el desplante no hizo mella en mi amor propio. ¿Qué amor propio puede tener un tipo que hasta hace una semana pensaba matarse oliendo gas?
Lo cierto es que insistiré el lunes o martes. Si recibo otra negativa, entonces no iré. Aunque también podría ir solo. O con algún ex compañero del banco. O con algún vecino generoso. O con la señora Benitez, que fue tan buena conmigo.
No pensaré en eso ahora. Dejaré que surja solo. Después de todo, no me importa con quién vaya. Iré yo. Porque quiero ir. Y porque me dí cuenta de que, salvo por muy pocas cosas que nos preocupan y que nos amargan, la vida sigue valiendo la pena.
Si surge cualquier otra novedad en estos días. Por ejemplo, si nuevamente decido matarme, les escribiré de nuevo.
Ramiro Ramírez. Vivito y coleando.


Mar del Plata, lunes 29 de diciembre de 1997
¿Cómo les va? Desde estas hermosas playas les escribe Ramiro Ramírez. Si, el mismo que hace quince días intentó suicidarse. Menos mal que aún recuerdan mi historia, porque la verdad es que ya no tengo ganas de volver a escribirla, y menos aún de repetirla. En este medio mes que transcurrió desde aquella agonía fatal mi vida dio un giro de ciento ochenta grados. Gracias a que pude comprender a tiempo una serie de cosas, que de tan elementales que son, las había pasado por alto.
Hoy es lunes y termina mi fin de semana de descanso, que pude tomar gracias a la generosidad de la señora Benitez. Dentro de dos horas deberé estar en la estación de tren, y emprenderé mi regreso a Buenos Aires. Allí mis generosos vecinos, tal como me lo prometieron, se quedaron reparando la cocina de mi casa. Me dijeron ayer por teléfono que está quedando como nueva. Debo confesarles que no tengo mas que agradecimiento hacia todos ellos, ya que me hicieron comprender, sin proponérselo, que estar vivo vale la pena, y que todavía se puede creer en la generosidad de los demás.
Como el sábado en la noche tuve una buena racha en la ruleta, decidí gastar el domingo todo lo que gané en regalos y chafalonías para todos ellos, y para mis ex compañeros del banco.
Quién diría que yo, que hasta hace poco solo pensaba en mis problemas, me alegraría al ser tan desprendido, y devolverles a los demás un poco del cariño que me brindaron en estos quince días. ¡La verdad es que no me reconozco!
Lo cierto es que aquí estoy, créanlo o no, disfrutando de unas breves pero reconfortantes vacaciones. Y sobre todo gozando de todas aquellas cosas pequeñas, que antes no me detenía a observar siquiera. Porque luego de ver a la muerte a la cara, y de sentir los mas oscuros y siniestros pensamientos, no saben cómo se gozan los pequeños instantes que nos da la vida. Si hasta el frío y el viento de esta ciudad, que siempre detesté, me parecieron magníficos. Y me alegro de ser uno de esos tantos idiotas, como yo mismo había dicho, que eligen disfrutar de todo lo que tienen a su alrededor, sin pensar solamente en los males y las desgracias que los afligen. Nunca como en estos días había visto puestas de sol tan exuberantes, ni había aspirado brisas tan embriagadoras. Simplemente porque me conformaba con tener una vida gris, vacía y sin alegría. Y era esa vida la que no tenía sentido. Esta vida, en cambio, llena de pequeños goces espirituales, es la que merece la pena ser vivida, y de la cual el intentar alejarse o quitársela es el acto mas absurdo y abominable que cualquier hombre pueda cometer.
Pero antes de continuar escribiendo, y como puedo imaginar la sonrisa perversa que estarán esbozando, debo contestar francamente a la pregunta que se estarán haciendo con malicia. ¡Vine solo! Cuando el martes pasado el doctor Escafini me firmó el alta del hospital, logré tomar fuerzas e invité por segunda vez a la enfermera, a acompañarme en este viaje. Su risotada esta vez fue aún mas estentórea que la anterior, acompañada también con un toque de insolencia que terminó por irritarme. Y como tanto mis ex compañeros como mis vecinos tenían compromisos previos y rechazaron mi propuesta amablemente, decidí venir solo para relajarme. Los dolores y quemaduras que aún tengo, y los nueve días de internación, me causaron bastante ansiedad. Esta salida fue el remedio ideal. Me hacía falta oxigenarme, pensar y evadirme del mundo monótono y pesimista que estaba acabando conmigo lentamente.
Cuando venía hacia acá, recorriendo la noche en un vagón de segunda clase, comencé a torturarme de nuevo recordando todas las cosas que perdí, y que nunca volverán a mi. Mi infancia pobre y triste, el cariño vago y distante de mis padres, que nunca me lo demostraron demasiado, los estudios que jamás pude terminar, el amor de la mujer a la que nunca comprendí, y el odio irracional que me atacó luego de que me abandonara. Los hijos que no tuve. El empleo del que debí irme sin penas ni gloria. Mi burdo intento de matarme, mi futuro incierto, y mil cosas mas.
Hasta creo que en algún momento me arrepentí de no haber terminado de una vez con todo. Cuando el tren llegó finalmente a la estación de Mar del Plata, una tenue luz comenzaba a aclarar el paisaje oscuro, y a teñir el horizonte de un rojo tenue, que en pocos minutos se transformó en los colores intensos y bellos del alba. Después de llegar al hotel donde me alojo, a eso de las siete, comencé a desempacar con desgano las pocas cosas que había traído en mi bolso de mano, y me eché a dormitar un poco hasta el mediodía.
Luego salí a la calle. Era un luminoso mediodía de sábado. Comencé a recorrer los alrededores. Empecé a mirar las cosas que se presentaban frente a mí, los negocios, los grandes edificios. Me dirigí a la playa, que recorrí lentamente, observando a la gente que reía y disfrutaba. Miré la espuma de las olas que rompían sobre la escollera. Disfruté del amable paisaje que se ofrecía ante mis ojos. Y de a poco comencé a pensar que quizás solo en eso radica el sentido de la vida. En el poder gozar de las cosas que se nos ofrecen, sin pensar obsesivamente en las desgracias que todos debemos padecer.
Me senté en una pequeña reposera sobre la cálida arena. Y como no pude ir al mar porque mi brazo sigue enyesado, y todavía estoy bastante lastimado, me quedé toda la tarde mirando el bello panorama. Tenía la vista perdida en la lejanía, allí donde el mar se confunde con el cielo, en una línea casi imperceptible, atravesada de cuando en cuando por alguna pequeña embarcación.
Observé las inmensas nubes, blancas como la nieve. Sentí el viento fresco del mar sobre mi cara. Oí las risas de los niños que jugaban cerca de mí. Y una vaga y casi olvidada sensación me fue invadiendo lentamente. Una sensación de plenitud, de calma interior, de sosiego espiritual. De algo que, creo, es muy similar a la conmovedora conciencia de sentirse vivo.
Tuve ganas de llorar de alegría. Mi mente se llenó de a poco de imprecisos anhelos, en los que hasta entonces no había reparado. Decidí gastar mis ahorros en comprar obsequios para todos los que habían sido buenos conmigo, porque me enseñaron el sentido de la solidaridad. Pensé en buscar un nuevo empleo. Ya que tal vez no estoy tan viejo y perdido como creía. Se me ocurrió que mi infancia no había sido tan mala después de todo, y planeé una visita sorpresa a mis padres para las fiestas de fin de año. Hace dos años que no los veo, ¡y San Nicolás no queda tan lejos!
Así que cuando llegue a Buenos Aires compraré un boleto a San Nicolás, e iré el treinta y uno por la tarde. Y quizás, ¡quién sabe!, quizás vuelva a Mar del Plata antes de marzo. Y tal vez deba sacar dos boletos, porque si la enfermera no quiso venir, peor para ella. Ahora que recuerdo… está la vecina del noveno piso, que vive sola y que… por ahí… bueno, de acá a marzo se me podría dar.
A la señora Benitez le compré un hermoso juego de té, para que pueda lucirse con sus amigas, cuando van a visitarla. ¿Que para mí que compré? Nada, en realidad. Nada que se compre con dinero. Simplemente adquirí las ansias de vivir, y un poquito de felicidad. ¡Y eso me salió gratis!
Bueno, ahora los dejo porque tengo que empacar. ¡Llevo tantas cosas que me hizo falta comprar de apuro una valija! Pero no importa, porque en estos días pude distinguir la diferencia entre vivir rodeado de recuerdos, y vivir con alegría, a pesar de que los recuerdos sean ingratos.
Me dí cuenta de que es bueno y necesario recordar lo malo que nos pasó, pero que debemos afrontar el futuro con esperanza y optimismo, aunque nuestros afanes e ilusiones sean solo quimeras.
Lo que perdimos ya quedó atrás. No lo podremos recuperar jamás. Pero podemos en cambio hacer que el futuro sea diferente, y mejor. Debemos aceptar nuestro destino con entereza y alegría, y no debemos dejarnos vencer por la adversidad, ni por los malos recuerdos del pasado.
Siempre tendremos un mañana mejor, mas pleno, mientras veamos un milagro en cada día que comienza. Y seremos felices cuando recordemos con nostalgia, pero sin amargura ni rencor, todos los días que se fueron. Pero que seguirán para siempre haciendo mella, para bien o para mal, en nuestra mente y en nuestro corazón.
Porque, si no fuera por nuestros recuerdos, ¿cómo podríamos recuperar las cosas que perdimos?
Sinceramente, un amigo que los quiere.
Ramiro Ramirez.

Texto agregado el 04-02-2013, y leído por 146 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
04-02-2013 Bueno! me alegro que hayas sobrevivido a un padre déspota, a dos hermanos policias, a los compañeros del banco, a tu novia-mujer...al tabaco y a no se cuantas cosas más. Me debes cuarenta minutos, un café y dos cigarrillos. Eso es lo que he tardado en leerte. granada
 
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