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En una hermosa y cálida casa de Moscú, un grupo de importantes personas se habían reunido, una gélida noche de invierno, para conversar sobre la agitada situación de su país. Muchos kilómetros al sur de allí se desarrollaba desde hacía un año la sangrienta guerra de Crimea. Una coalición formada por los ejércitos británico, francés y turco intentaba detener el violento avance del imperio ruso, que intentaba tomar la ciudad de Constantinopla. El zar Alejandro II quería reunir en su imperio a todos los grupos eslavos, en la tendencia política que propiciaba, conocida como paneslavismo.
El triunfo ruso sobre el enorme ejército de Napoleón, algunos años antes, había exaltado el espíritu patriótico de los moscovitas, que anhelaban la expansión de su país, y la unificación bajo el imperio de todos los pueblos de origen eslavo. Los comentarios sobre la guerra eran el tema principal de conversación de la nobleza rusa, y de los sectores mas altos de la sociedad.
En la amplia y bella casa, detrás de cuyos enormes ventanales se veía caer la nieve, que cubría las veredas de madera y tapaba parte de las puertas, cuatro hombres importantes discutían amablemente, mientras saboreaban un delicado jerez, que había sido especialmente traído por uno de los invitados.
El anfitrión, y quien había tenido la idea de invitar a sus amigos, era Georgi Shipulenko, un distinguido político moscovita. Tenía una barba enorme y canosa, y rasgos fuertes y bien delineados. Provenía de una familia de la aristocracia, que siempre había tenido muy buenas relaciones con los zares. Este hombre, de casi setenta años, había abandonado ya la vida pública, y delegado su poder y sus influencias a su hijo, también político y amigo personal del zar Alejandro. Su trayectoria lo había convertido en un hombre respetado en las altas esferas del poder. Ya en su ancianidad gustaba de hacer reuniones e invitar a su casa a algunas personas que se dignaban de tener su amistad.
Una de esas personas era Iván Solienitsin, un general que había luchado en su juventud contra las tropas de Napoleón, y que era reconocido por su hidalguía en el campo de batalla, y por su inteligencia y sagacidad para dirigir a sus tropas. De contextura pequeña y finos modales, provenía de una familia de campesinos de San Petersburgo, y logró llegar al grado máximo por sus valores personales, y sin ayuda de nadie. Con un estricto sentido de la disciplina, su rigidez, empero, no se contradecía con su delicadeza y atención para con sus pares. No podía concebir ir a un lugar con las manos vacías, por eso había llevado el jerez que todos consumían con gran deleite.
El segundo de los invitados era Mitslav Petrashevski, un obeso y pulcro hombre de la alta sociedad rusa, que tuvo oportunidad de desarrollar sus ampulosos modales durante varios años como embajador en Europa, ocupación en la que pudo desplegar a sus anchas su pasión por la oratoria, los buenos vinos, las mujeres, y todos los temas de la política internacional. Era sin dudas el mas extravertido del grupo, y se caracterizaba por ser un frecuente invitado en todos los lugares en donde hubiera buen vino y exquisitos manjares.
El tercer y último invitado se llamaba Dimitri Vishnevski, y era el mas joven del grupo, tenía cuarenta años. Este hombre, bajo de estatura, y de tez mas oscura que los demás, delataba sus rasgos puramente eslavos, que resaltaba con un ancho bigote negro y muy tupido, que le sobresalía a ambos lados de la cara. Padre de cinco hijos, gobernaba su hogar despóticamente, y no ocultaba en público sus modales iracundos. Cada vez que expresaba una opinión contraria a los demás gritaba y se exasperaba. Era muy obstinado y tenía entre la nobleza una mala fama, debido a su mal carácter. Era consejero de Estado en actividad, y sentía un profundo desprecio por sus subordinados, a quienes humillaba en público para sentir que era superior a ellos, a pesar de su corta edad.
Durante toda la velada los cuatro hombres departieron sobre la guerra, sus tácticas y sus posibles consecuencias. Si bien todos descontaban el triunfo del imperio, había entre ellos algunas diferencias en la interpretación de los hechos. Quien mas conversaba era el obeso embajador Petrashevski, para el cual la victoria rusa estaba próxima, y las tropas enemigas serían absolutamente exterminadas. Para afirmar sus palabras explicaba a su manera las tácticas militares de los europeos, a quienes decía conocer bien y confiar en sus debilidades.
-Los franceses y los británicos, explicaba mientras tomaba de a sorbos su copa de jerez, - no podrán detener el avance de nuestras tropas. Así como el gran Napoleón no pudo contra nuestros hombres en la estepa helada. En cuanto tengamos el dominio total de Crimea, podremos iniciar la lucha en el mar Negro, y avanzar hacia el sur, hasta llegar a Constantinopla. Si bien será una empresa difícil, el empeño y la valentía de nuestros soldados correrá a favor nuestro.
En cuanto terminó de decir esto, hizo una breve pausa, en la que miró una a una las caras de sus interlocutores, y se bebió todo el contenido de su copa en pocos segundos. El general Solienitsin, que era el único que conocía profundamente las tácticas militares, hizo un gesto de desaprobación, y dijo en forma pausada: - No debemos estar tan confiados. Los británicos poseen una escuadra excelente, y será muy difícil vencerlos en el mar. Además, en la estepa influyó mucho el terrible frio, al cual los franceses no estaban acostumbrados. Recuerdo que muchos de ellos quedaban congelados sobre el hielo y se dejaban morir, casi sin poner resistencia. En cambio en el mar… bueno, no será tan simple como usted cree.
En ese momento, el irascible Vishnevski dejó su copa violentamente sobre la mesa, y dijo gritando: -¿Cómo es posible que lo que oigo sea cierto?, ¿qué está diciendo, general?, ¿acaso duda de la valentía de los soldados rusos?, ¿y se dice moscovita?, ¿cómo es posible escuchar semejante atrocidad de boca de un general? Y al terminar de decir esto, pegó un fuerte golpe sobre la mesa.
-Por favor, excelencia, no se exaspere, intervino el dueño de casa.- El general no duda de nuestros hombres, sino que solo dijo que esta lucha será aún mas difícil.
El militar intentó explicar con mayor claridad sus conceptos, pero Vishnevski, irritado, dio media vuelta y se puso a mirar, indiferente, por la ventana, mientras acariciaba nerviosamente su negro bigote. El embajador, intentando calmar las aguas, comenzó a hablar con el general sobre las bondades del vino jerez que éste había traído.
Entonces Shipulenko, sin duda el mas viejo y sagaz del grupo, aprovechó el momento para servirle al ofendido una copa de vodka, tratando de que olvidara su enojo. - Es el mejor vodka de todo el imperio, le dijo sonriendo el anfitrión. -Pruébelo y olvídese de los momentos ingratos.
-A los momentos ingratos no hay que olvidarlos, replicó con firmeza. Eso es propio de cobardes.
-Excelencia, por favor, intervino el embajador. -Estamos aquí para pasar un rato agradable entre amigos. Es una lástima que desperdiciemos estos momentos.
Vishnevski, sin embargo, debió hacerse rogar para volver a integrase, y recién cuando los otros, por cortesía, le pidieron encarecidamente que olvide su enojo, aceptó continuar la velada, sintiéndose importante. Como querían que volviera a sentirse cómodo, hicieron un largo silencio, dejando que él comenzara a hablar.
-Pues bien, dijo con soberbia, repito lo que recién he dicho. Si vencimos a Napoleón también venceremos a esta estúpida coalición. Quien piense lo contrario es un traidor al zar y al imperio.
El general tuvo que hacer un esfuerzo para no contestar, y se quedó mirando al consejero con la vista clavada, sin decir palabra. En ese momento los sirvientes de la casa informaron que la cena estaba preparada, y los cuatro hombres se dirigieron a la mesa. Mientras saboreaban el exquisito caviar y las seis botellas de champaña que había sobre el mantel bordado, continuaron dando sus diversos puntos de vista sobre la guerra.
El general sostuvo su posición escéptica y realista, aunque con menos énfasis para no enfadar de nuevo a Vishnevski, que continuó levantando la voz cada vez que quería decir algo. Luego de un largo rato de discusión el obeso embajador aprovecho un momento de silencio, y dijo sonriente: - En los últimos años he recorrido toda Europa, y pude probar los mas finos manjares, pero debo decir que el caviar que se sirve en Moscú es incomparable a cualquier plato que jamás haya probado.
-Eso es verdad, respondió complacido el anfitrión. Nuestro caviar es famoso en el mundo entero. Yo no podría vivir sin comerlo de vez en cuando.
-Y usted, general, ¿participa de nuestra afición o prefiere algún otro plato?, preguntó el obeso Petrashevski.
-Para mí el caviar es un manjar imprescindible, contestó. -Y lo disfruto aún mas cuando recuerdo que en mi familia solo comíamos pan, y una tajada de queso, de cuando en cuando.
En ese instante todos cruzaron sus miradas, asombrados. Sabían que Solienitsin provenía de una familia de campesinos, y que había triunfado por su coraje en las batallas, pero les irritaba que lo dijera con cierto orgullo. Para reafirmar su concepto, el general agregó: -En toda Rusia hay millones de personas para las cuales nuestro, digamos, orgullo nacional, es absolutamente inaccesible, lamentablemente.
-Estimado general, contestó el embajador un tanto irritado. - No pretenderá usted que los campesinos disfruten de los manjares reservados solo a cierto tipo limitado de personas. Cualquier comparación sería inútil y agraviante. Para ellos, pues, sea el queso, y para nosotros los manjares mas sutiles.
-Agrede el sentido común compararnos con el pueblo inculto, contestó Vishnevski, respaldándose en la silla con un gesto ampuloso.
-Tal vez lo agraviante sea que exista un pueblo inculto y hambreado, mientras nosotros comemos caviar, replicó enérgico el general, mientras el consejero hizo un ademán como para levantarse de la mesa.
-Caballeros, por favor, intervino Shipulenko, intentando calmar los ánimos. - Si no queremos ser confundidos, no nos comportemos como lo que no somos. Lo que creo que existe es un problema moral. Últimamente el campesinado se atribuye derechos que no les corresponden. Las clases mas bajas están intentado imponernos su voluntad, y lo peor es que son apoyados por algunos intelectuales descontentos con nuestro zar, que quieren hacerles creer que de otra forma podrían vivir mejor.
En ese instante, el embajador Petrashevski agregó: -Yo he tenido la oportunidad de conocer como viven los campesinos y obreros en el resto de Europa, y créanme que los nuestros no están tan mal. Creo que, como bien dice mi amigo Georgi Shipulenko, el problema es básicamente moral. La juventud quiere vivir mejor, y no sabe esperar. Quiere tener resultado inmediatos, y termina sin conseguir nada.
-La paciencia nunca fue un atributo de la juventud, contestó el general. - Es lógico que pida cambios. No se debe conformar con vivir en la miseria, como sus antepasados.
Sin duda el general era el que mejor comprendía las necesidades de los campesinos, pero era sin embargo lo suficientemente diplomático como para no herir los sentimientos de los demás. Luego de esta breve discusión, todos continuaron hablando de temas intrascendentes, mientras consumían el exquisito caviar y el delicioso champán. En esos distendidos momentos fue cuando Mitslav Petrashevski aprovechó para decir, con la voz algo acelerada por la bebida:
-Como ustedes saben, en mi función de embajador pude conocer a muchas personas y adquirir con ellas, digamos, una cierta amistad. Bueno, un gran amigo mio, con quien trabajamos juntos en la embajada rusa en Londres, está de vuelta en Moscú. Su nombre es Akim Suslova, no se si ustedes lo conocen… ¿no?... bueno, no importa. Bien, este amigo me ha conseguido cuatro billetes para el palco de honor del Teatro de la ópera, y me dijo que… bueno… que él estaría muy honrado si sus excelencias se dignaran a ir esta noche.
Luego de que la bebida lo dejara a duras penas terminar su larga frase, volvió a repetir varias veces que sería un honor para él y su amigo que los acompañasen. Aunque la noche estaba muy fría y la nieve era abundante, todos acordaron acompañarlos.
-¡Muy bien!, repitió varias veces el embajador, no muy sobrio. Muy bien, la función comienza a las diez, así que aún queda mas de una hora. Hoy ponen El barbero de Sevilla, aunque no lo crean, soy muy amigo de la soprano, que es una… bueno, como decirlo, es una mujer extraordinaria, ya van a verla.
Aunque estaba algo pasado de copas, no podía abandonar su manera pedante de hablar. Al terminar la cena, unos minutos después, todos se levantaron y fueron a buscar sus abrigos.
Mientras se ponían los abrigos de pieles, Shipulenko mandó a un sirviente a avisar a los cocheros que iban a salir. Los cuatro hombres pasaron esos minutos observando plácidamente como los cuatro trineos formaban una larga hilera en la calle congelada, en la puerta de la casa. Vishnevski observaba la nieve que caía sobre los techos de las casas vecinas, y dijo por lo bajo: -Hasta llegar a la ópera deberemos soportar este frío.
El general, mirando hacia otro lado, le contestó impasible: -Al menos nosotros llevamos abrigos.
El obeso embajador se acercó al general y le dijo por lo bajo: -No hay dudas de que ganaremos la guerra. En poco tiempo estaremos ya en Constantinopla, no se cuantos compatriotas mas deberán morir, pero de lo que sí estoy seguro es de que la guerra era necesaria. Si no fuera por las guerras, el mundo estaría siempre igual, estático. No habría avances ni desarrollo. Aunque deban morir muchos rusos, en poco tiempo mas nuestro imperio será mas grande, y reunirá a todos los eslavos bajo un mismo territorio, para gloria del zar y de todos nosotros.
Shipulenko, que estaba escuchando las palabras del obeso embajador, agregó: -Tengo una idea, antes de partir propongo hacer un brindis en honor del zar Alejandro y del imperio ruso. ¡Festejemos por adelantado nuestra anhelada victoria!
Pidió entonces a los sirvientes cuatro copas de cristal y una nueva botella de champaña, mientras envió decir a los cocheros que aguardasen unos minutos. Luego, mientras los cuatro cocheros trataban de repararse de las inclemencias de la nevada, los cuatro hombres, adentro de la casa y calentándose con unos leños, brindaban exaltados por tan patriótico motivo. Mientras alzaban las copas gritaban alternadamente, “¡Viva Rusia, viva el zar!”
En ese instante Vishnevski se paró en el centro de la habitación y extendiendo firmemente su copa con el brazo, gritó exaltado: - ¡Brindo por la victoria rusa en Crimea y Constantinopla! ¡Brindo por el pronto triunfo de nuestras tropas, y por la gloria del zar Alejandro!
Unos minutos mas tarde, todos subían a sus respectivos trineos, y llenos de euforia se dirigieron a la ópera por las angostas calles cubiertas de nieve, mientras saboreaban aún los últimos sorbos del fino champán, que todavía podían sentir en sus paladares.
Al llegar al teatro, embajador les presentó a Akim Suslova, quien al verlo entrar le gritó desde lejos: - ¡Mitslav, que alegría verte! ¡Pensé que no vendrían con este tiempo! Petrashevski le contestó con una sonrisa e invitó a sus amigos a pasar al palco. - Al terminar la función les presentaré a la soprano, verán que mujer tan exquisita y deliciosa, les dijo entusiasmado.
Cuando se sentaron en el palco, parecían haber olvidado por completo las discusiones sobre la guerra, como si hubieran llegado a otro mundo, idílico e ideal. Ese era su mundo, allí se sentían cómodos y confortables. El general Solienitsin y el consejero Vishnevski departían amablemente sobre sus conocimientos del mundo de la ópera. Cualquiera que hubiera afirmado que dos horas antes estos hombres estuvieron a punto de enojarse por el resto de sus vidas, hubiera pasado por loco. Estaban todos disfrutando tanto de esa velada, que parecía que estaban entonces completamente ajenos a los problemas por los cuales, un rato antes, se habían rasgado las vestiduras.
Lejanos por completo de las discusiones por la guerra, en ese momento estaban ocupados en conversar sobre música, o en saludar a las importantes personalidades que allí estaban, y que lentamente iban entrando al teatro. Olvidándose de todo lo que antes habían comentado, esperaban ansiosos que se levantara el telón. Mientras tanto, charlaban animadamente, se reían y se divertían.

Muchos kilómetros al sur de allí, en el campo de batalla, la noche se presentaba patética y desoladora. A lo largo del inmenso territorio, formando desordenadas pero interminables hileras, yacían los cuerpos de miles de soldados, rusos, franceses, ingleses y turcos. Por todas partes, haciéndole frente a la oscuridad, largas filas de hombres marchaban sin rumbo determinado, con las piernas temblorosas y los cuerpos llagados y entumecidos, guiados solo por la ilusión de encontrar un refugio seguro en donde poder dormir sin ser atacados. Allí iban, entre las enormes montañas, buscando un lugar donde curar sus heridas y disfrutar del placer de seguir vivos un día mas.
Algunos, los que estaban más débiles y lastimados, se dejaban caer mientras marchaban, y en un gesto de dolor e impotencia veían alejarse a sus compañeros, que sabían que pronto muchos de ellos también quedarían, tendidos en la tierra dura, una noche, esperando a la muerte como un alivio definitivo para sus inaguantables dolores. En el aire seco de la noche el viento traía, por momentos, el olor a pólvora de los alrededores, que se mezclaba con el hedor que emanaba de los cadáveres que se pudrían a la intemperie, sin tiempo de ser enterrados.
Al conseguir un pequeño y frio escondite en las montañas, los hombres formaban grandes círculos alrededor de una gran fogata, en donde se calentaban y se curaban las llagas. Algunos conversaban pausadamente, otros solo se miraban entre ellos, sin hablarse, presagiando que tal vez al día siguiente ellos estarían también tendidos en el suelo, chorreando sangre y mutilados, habiendo entregado su vida por una causa que no les interesa. Que solo sirve a las ambiciones y los intereses mezquinos de los gobernantes.
Muchos, en esa noche solo iluminada por las fogatas de los campamentos, pensaban en los seres queridos que dejaron en su tierra y que quizás ya no verían nunca. Alejándose del grupo se aferraban a sus armas, y con la vista clavada en el suelo lloraban solos, para que nadie los viera. Otros, sin poder contener su dolor, lanzaban histéricos gritos y se golpeaban el pecho, en un desesperado intento por borrar de sus mentes la cruda imagen, vivida ese día, de sus compañeros estallando por el aire y cayendo cerca de ellos, agonizantes, con las cabezas partidas y cubiertas de sangre, y sus miembros esparcidos a sus alrededores, sin poder hacer ellos nada por ayudarlos, mas que matarlos para evitarles el dolor.
Luego de un tiempo, ya podían soportar el fuerte olor a humo que emanaban los cañones, y se habían acostumbrado a robar las pocas pertenencias, y las ropas rotas y sucias, de los cadáveres que cubrían parte de la superficie del campo.
Esa misma noche, miles de jóvenes vidas quedaban truncas. Familias enteras eran destruidas y marcadas para siempre por el dolor de una pérdida absurda e irreparable. En Moscú, París, Londres y Constantinopla, cientos de madres lloraban las muertes inservibles de sus hijos, sin entender por qué ellos debían haber sufrido ese castigo.
En ese mundo absurdo e incoherente, la efímera quietud de la noche fue quebrada repentinamente por los cañones de las tropas, que se defendían de un feroz ataque de la caballería enemiga. Nuevamente el viento llevaba el olor ya conocido. Una enorme franja blanca de humo contrastaba en el horizonte con el azul oscuro de la noche. Tras esa batalla, al amanecer, nuevos cadáveres quedarían esparcidos por todo el campo, y el sol volvería a iluminar ese mundo insensato y aberrante. Sin hacer caso a los acostumbrados cañoneos lejanos, algunos soldados intentaban dormir junto al fuego, con la ilusión de poder seguir viviendo, al menos, un día mas.

Mientras tanto, en ese mismo momento, en el Teatro de la Ópera estaban sonando, armoniosos y bellos, los primeros acordes de El barbero de Sevilla. Y el embajador Petrashevski les comentaba entusiasmado a sus alegres amigos las cualidades líricas de la soprano, que al terminar la velada compartiría con ellos una botella de fino champán, acompañado del mejor caviar de todo el imperio.

Texto agregado el 04-02-2013, y leído por 73 visitantes. (0 votos)


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