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En la habitación oscura, iluminada débilmente por la tenue luz de la luna, una madre está pasando la noche en vela, cuidando a su pequeño hijito, que duerme sosegadamente en su cuna.
La mujer, menuda y de aspecto frágil, a pesar del sueño que la invade, y que en algunos momentos la hace cabecear, parece estar muy atenta a cualquier movimiento o incomodidad que pudiera tener el bebé durante su descanso. Ya que casi permanentemente se queda mirándolo con infinita ternura, pero sin descuidar en absoluto evitar que cualquier ruido del exterior pueda perturbarlo.
Hace unos instantes, cuando el sonido de una locomotora, en la lejanía, quebró el silencio nocturno, el bebé, inquieto, se despertó y comenzó a llorar levemente, y en forma entrecortada.
Entonces la madre, que advirtió la molestia de su hijo, de inmediato se inclinó sobre él, y al darle unos suaves besos en las mejillas, y acariciarlo dulcemente, logró en pocos segundos que dejara de llorar y recuperara el sueño.
Al ver que finalmente se había dormido caminó unos pasos hacia la ventana y la cerró rápidamente, disminuyendo así el molesto chillido del noctámbulo tren.
En cuanto la hubo cerrado regresó rápidamente al lado de la cuna. Plena de felicidad, y con una gran dicha brillando en los ojos se quedó mirando, absorta, a su pequeño tesoro. Que plácidamente descansa con la seguridad de tener a su lado la mejor compañía.
Ante el menor indicio de despertarse, o el mas sutil y leve movimiento, allí está ella a su lado. Con sus pequeñas y frias manos lo acaricia, y le da tranquilidad en todos los momentos. Aunque en esta noche la mujer no podría, con ninguna otra cosa en el mundo, ser mas feliz. En sus ojos, aunque dichosos, se trasluce el cansancio de varios días durmiendo menos de lo debido.
Sin embargo a ella eso no le importa. A pesar de su fatiga física y mental, luego de un día de agobiante trabajo, su pequeño bebé le hace ver la vida de una forma completamente distinta. Como si fuera un pequeño y maravilloso oasis, en medio de un desierto inhóspito y exasperante.
Ella sigue alli, como vigía infatigable, cuidando lo mas importante que tiene en el mundo. Como un cofre lleno de esperanzas e ilusiones, y de fe en el porvenir.
Su mirada dulce y atenta controla permanentemente cualquier movimiento del pequeño. Y en sus ojos cansados se refleja la pequeña silueta del niño dormido. Indudablemente, los dos juntos forman un mundo distinto, armonioso y perfecto, alejado de los problemas, angustias y desesperanzas del agobiante exterior.
Un mundo en donde las palabras resultan innecesarias, donde solo son suficientes las miradas y las sensaciones para comprenderlo todo.
Sin quitar un segundo los ojos de la pequeña cuna, la madre querría que esos mágicos momentos durasen para siempre. Que esa inmensa complicidad y esa paz que hoy los unen se prolongasen, con la misma intensidad, por el resto de sus vidas. Con sus manos húmedas acaricia dulcemente el pequeño cuerpito. Con tanta suavidad y ternura que no llega a interrumpir el tranquilo sueño.
Hace unos instantes, mientras disfrutaban de su tranquilidad, abstraída del resto del mundo, se recostó sobre su sillón y cerró por un momento los ojos, tratando de imaginar qué le esperará al pequeño bebé en el futuro.
“¿Cómo será cuando haya crecido?”, se preguntó. “¿Será un hombre feliz o vivirá acorralado por los problemas, atemorizado por sus miedos y agobiado por sus obsesiones? ¿Tendrá una vida pacífica y tranquila o deberá pasar algún dia por situaciones extremas y por grandes conflictos que lo irritarán y lo pondrán a prueba? ¿Será un hombre bueno y virtuoso o será vil y mezquino? ¿Vivirá una vida libre o deberá soportar humillaciones y bajezas que lo agravien, y lastimen su dignidad? ¿Será una persona honrada, querida y respetada por quienes lo conozcan o será despreciado y agredido? ¿Tendrá algún talento especial? ¿Será alegre o melancólico? ¿Será rico? ¿Pasará privaciones y sufrirá por ello? ¿Me necesitará y me querrá? ¿Será avaro y guardará mezquinamente su dinero, actuando con la soberbia de los que tienen demasiado y olvidan el dolor ajeno?”
Estos pensamientos, que se le presentaron rápida y desprolijamente a la mujer en unos pocos segundos, hicieron que en su cara asomara, aunque muy fugazmente, una mueca de preocupación. Que desapareció cuando, a raiz del insistente ladrido de unos perros callejeros, el niño se despertó agitadamente y comenzó a llorar. Y ella, con una infinita ternura, lo levantó entre sus brazos, colocando dulcemente su cabecita sobre el pecho.
Todas sus dudas de madre tardarán en desvanecerse. Y aunque quede todavia mucho tiempo por delante, su rostro empalideció por unos momentos cuando imaginó el día, por ahora lejano, en que su hijo deberá decirle adiós. Apartándose de su lado como un ave que abandona el viejo nido y parte buscando nuevos horizontes.
Pero inmediatamente, al ver sus pequeñísimas manitos asidas entre sus dedos, y su carita alegre y distendida, una profunda e intransmisible satisfacción volvió a iluminarle el alma. Sus ojos desvelados, llenos de emocionadas lágrimas, clavaron su vista en ese pequeño tesoro, que, sin que él pudiera darse cuenta, le había cambiado la vida para siempre.
Aferrando el pequeño cuerpito contra el suyo comenzó a llorar de alegría, y trató de guardar para sí esos momentos irrecuperables y únicos, que marcarán a los dos, inexorablemente, por el resto de sus vidas. Tratando de borrar la expresión amarga que le habían provocado sus dudas anteriores, lo imaginó, ya adulto, como un hombre digno, dueño de su propia libertad, respetado por sus pares y querido por su familia. Y que, a pesar de tener una buena posición económica jamás olvidaría a los que tienen menos que él.
Mientras imaginaba, dichosa, este venturoso futuro, el pequeño, que seguía en sus brazos, volvió a despertarse e hizo un ademán como para sollozar. En ese instante la mujer, rápidamente comenzó a moverlo suavemente y a mascullarle algunas palabras indescifrables, con las cuales el niño inmediatamente dejó de llorar y desplegó una placentera sonrisa que le iluminó la cara.
Durante algunos instantes madre e hijo quedaron, mágicamente, con las miradas entrecruzadas. En esos momentos, sin necesidad alguna de palabras o gestos innecesarios ambos se entendieron perfectamente. Comprendiendo los dos, entonces, que la auténtica y verdadera felicidad solo existe en esas pequeñas y simples ocasiones, en las que nos parece que el mundo hubiera sido creado solo para que nosotros las viviéramos.
Al cabo de unos segundos el bebé volvió a dormirse. Y la mujer, sigilosamente, lo dejó de nuevo en la cunita y lo tapó en absoluto silencio.
Pasarán los años, y ya adulto, seguramente algún dia volverá a recordar esa mirada, que quedará para siempre impresa en su alma, y que quizás, luego de haberla perdido en la memoria volverá a él, en sus momentos mas difíciles, como un bálsamo espiritual que calmará su angustia y sosegará su espíritu.
Tal vez tenga una vida feliz, sea virtuoso, respetado y bueno, o tal vez esté atormentado por sus problemas, marginado por sus semejantes y humillado por quienes estarán por sobre él. Quizás la vida se le presente hermosa y llena de ilusiones, o quizás deba sortear innumerables adversidades para lograr la felicidad.
El tiempo despejará todas las dudas, y hará realidad o destruirá las actuales ilusiones. Pero todo eso, por ahora, no tiene importancia. Ya habrá tiempo, en algunos años, de sufrir por los fracasos y de disfrutar los triunfos. De ilusionarse, decepcionarse, y ver nacer nuevas y mejores esperanzas.
Por ahora él duerme, ignorándolo todo, en un estado de pureza total. Su madre lo vigila, tiernamente, y vela por él. Ante un leve indicio de volver a despertarse, se inclina ante su cuna, lo besa dulcemente y vuelve a su sillón, dichosa, con lágrimas en los ojos. Y al lado de esta apacible escena, todo lo demás resulta superfluo.

Texto agregado el 04-02-2013, y leído por 83 visitantes. (0 votos)


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