Luna acude al médico para poder volver a ver. Hace tiempo que su visión empezó a mermar, y en este último tiempo, aquejada por sus angustias, cada vez más nuevas y a la vez tan antiguas, la rapidez con que sus ojos se van derritiendo parece no estancarse. Ella no se detiene, hace culto a esa velocidad con la que le han enseñado a enfrentar la vida. Tenaz, decidida, obstinada, haciéndose cargo de todos y de todo, y sin embargo con ese dejo de tristeza que se le escapa por esas pupilas cada vez más ciegas. La máscara la protege, y sólo cuando llega a su casa se puede descubrir y mostrar su pena, su debilidad, sus miedos que paralizan, la indecisión y el no saber qué hacer con su vida.
El médico promete devolverle la mirada y la esperanza la enceguece aún más, la confunde. Ella misma puede sanarse, tiene que permitirse la libertad. La recuperación de su vista no le permitirá observar el camino por el cual debe escapar.
Podrá ver más, apreciar esta primavera que asoma con más colores...pero seguirá siendo cada vez más y más ciega. Su paulatina ceguera es la manera que su cuerpo eligió para defenderse del tormento al cuál es sometida día tras día. Seguirá siendo ciega de las cadenas que la atan, sin poder ver la cárcel donde se cree libre, sin poder ver cómo el guardiacárcel la somete.
Quizá el problema, y del cual nadie, ni el médico, ni ella misma reparó, es que en realidad nunca pudo hablar, nunca pudo contar su sufrimiento. Ya desde niña su mudez no le permitió contar sus tormentos, y esos golpes, que continuaron (por alguna inconsciente elección), se encargaron de que nunca aprendiera a hablar, y así, escapar de allí.