Desde la Almena
El trabajo de Jonás era emocionante y divertido. Era guardia en la Muralla. Cuando un pingüino, un pato, o cualquier otro animal de vivos colores salía de la espesura y se acercaba a la Muralla, Jon le lanzaba un objeto y si acertaba recibía unos puntos que subían hasta su menú con un gratificante chasquido. Era un buen trabajo, los animales tenían un valor según su dificultad o exotismo y existía la opción de obtener puntos extra si se ahorraban recursos. Un caso extremo sería espantar un elefante con tan sólo una pelota de golf. Pero también perdía puntos si derrochaba medios o utilizaba herramientas inadecuadas. Esto ocurría si llamaba, por ejemplo, a una libélula para espantar a una manada de asustadizos erizos con los que habría bastado hacer sonar la bocina. En el menú de trabajo de Jonás no sólo había distintos objetos para lanzar, o sirenas, también tenía animales voladores que le apoyaban, sobre todo en el caso de que los animales vienieran en bandadas.
Jonás acumulaba los puntos o los gastaba en su menú de ocio. La Muralla era tan alta que se alzaba entre las nubes, y aun así, a veces los animales curiosos salían de su selva y había que espantarlos con ruidos o lanzandoles objetos. Incluso podía ocurrir -a Jonás eso no le había ocurrido nunca, pero era una posibilidad que existía en las reglas- que todos los animales de la selva intentaran a la vez subir a la Muralla, lo que se llamaba marabunta. Contra eso no bastaba la ayuda aérea. Existía un golpe maestro que consistía en iluminar la muralla con una luz tan intensa, que todos los animalillos salían espantados y cegados, chocando ridículamente unos con otros. Ese golpe daba un montón de puntos, tantos como para ganarse unas vacaciones enteras. Pero si lo dabas gratuitamente y la marabunta resultaba ser en realidad una mera bandada, se incurría en una penalización, y si los puntos llegaban a ser negativos, uno se endeudaba, y si la deuda era muy alta se podía perder gran parte de las opciones del menú de ocio, y si la situación persistía, podía llegar a perder trabajo, y con el trabajo, su correspondiente ocio. Y eso para la gente como Jon equivalía a perderlo todo.
Como su menú de trabajo no estaba desplegado, Jon había quedado con Marta en el Cruise, una yogurtería donde la mascota de los Juegos Olímpicos te servía un magnífico café vienés. Salió a colación el tema de moda, un famoso cantante, famoso por su éxito con las chicas, un auténtico sex-symbol, había cambiado de sexo para sorpresa de todos. Mar y Jon pagaron para quedar con “el” ahora “la” cantante, que estuvo contándoles su experiencia, la gratificante experiencia de ser mujer, y el desafío de ser uno mismo. Incluso quisieron entre las dos convencer a Jon para que cambiara de sexo, excusándose éste en el enorme precio del cambio para terminar confesando, entre risas, que le gustaban las reuniones en el club de puros, para ver el fútbol con sus amigos. Y haciendo tal cosa no se veía siendo mujer. Acabaron hablando de cambios de verdad raros, como los que se convertían en icono, como era el caso del camarero. ¿Lo habría hecho por admiración al deporte? ¿Por identificación con los equipos o la sede de los juegos? ¿o por atraer clientes a su local? Casi quedaron de acuerdo, en que probablemente le habría movido una mezcla de todo eso. Cuando Marta y la cantante hablaban de zapatos, Jon casi agradeció que se desplegara su menú de trabajo. Pagó para despedirse amablemente, con un “bueno chicas, hay algún animalillo revoltoso que quiere jugar conmigo, nos vemos” podría haberse despedido con un beso, pero prefirió no derrochar puntos. Los besos a la cantante habían triplicado su precio desde sus últimos cambios, y besar a Marta y no a la cantante estaba penalizado, sobre todo ahora que ésta era una chica.
Pensando en ello entró en el trabajo y vio la causa del despliegue de su menú: unos cerdos corrían con absoluta determinación hacia la Muralla, mostrándose nada esquivos, un blanco más bien fácil. Cuando desplegó las herramientas para decidir con qué arrearles -un zapato parecía una buena idea- vio que de la espesura salían, con igual fijación fanática, un montón de gallinas, perritos, dogos, culebras, monos, caballos, lagartos, tortugas, arañas, conejos, rinocerontes, incluso muchos animales que no había visto nunca, como jirafas y ornitorrincos. Llamó a todas las libélulas y demás recursos aéreos y como no venían y los segundos pasaban -cosa que por cierto, restaba puntos al premio- desplegó del menú la herramienta de luz. Esperaba el espectáculo de la muralla iluminada, con la consiguiente huida cómica que figuraba en las reglas, pero eso no pasó. Algún destello, pero nada más, y los animales subían en masa, apoyándose unos en otros. Disparó los dardos, y varias pelotas de ping pong que dieron a la fuga a un lirón, dos gatitos y un pavo. Pero un ratón se le coló en el traje y Jonás desplegó el menú de ocio para cambiar la escena que se le había ido de las manos tan inexplicablemente.
Cuando entró en el ocio y entró en el local, lo encontró, por primera vez, vacío. De hecho, cayó en la cuenta Jon que nunca había estado en un sitio vacío, salvo la Muralla, y eso no se podía considerar vacío, pues siempre había animalillos acechando. Conmocionado por la pifia en el trabajo, confuso por encontrarse sólo, no sabía qué hacer. ¿Hola? ¿Hola?
Se alegró de escuchar voces, pero no eran las acostumbradas voces amistosas de dentro, estaban fuera de la sala, y no se entendían, eran los gritos de una multitud que golpeaba la puerta, se acercó hasta ella tratando de mantenerla cerrada, pero el ruido de fuera era horrible y Jon se asustó. Nunca había sentido nada al otro lado, hasta entonces no existía un “afuera” y paralizado por esa idea, la puerta cedió dándole en la cara y la sangre corrió por primera vez sintiendo su sabor muy fuerte. Cuando cayó no había suelo, pero tampoco se podría decir que caía un agujero, era más bien un espacio sin nada debajo. “He debido perder el trabajo” -pensó Jon- “y me fastidia haber perdido el ocio”. Pero se sorprendió sintiéndose bien, como si se hubiera quitado un peso de encima.
Desde la Franja
Se habían sucedido noche tras noche las auroras sobre las chabolas. Ese signo servía a la esperanza tanto como al desánimo. “Desde que derribaron los minaretes Dios nos ha olvidado” decían unos. Pero la mayoría veían las auroras con ilusión. ¿Acabará la sequía?
Los pozos que no se habían secado empezaban a contaminarse, la debilidad y el calor extendían las epidemias. Hacía meses que los que partían hacia los invernaderos no volvían.
El Sol estaba en su máxima actividad y era un secreto a voces que algo importante iba a suceder, aun así muchos habían perdido la esperanza.. Familias enteras se acercaban al Muro para morir acribillados junto a sus antepasados, cosa que ponía frenéticos a los Imanes.
Esa noche la aurora no fue mayor que las anteriores, pero sí más hermosa. Muchos vieron una cruz en el cielo, otros una estrella, y un silencio se apoderó de todo cuando los niños empezaron a llorar. Algunos de los que observaban desde los tejados de chatarra repararon en que los aviones habían parado sus zumbidos, escudriñaron en la oscuridad y los vieron caer como lágrimas de leche en la noche, sin vida. Estallando en cada caída y provocando con cada relámpago un incendio en la favela.
A muchos les movió esos segundos de silencio, los primeros en generaciones. A otros el incendio o las señales del cielo, el miedo o la rabia. Algunos se quedaron en las casas con sus hijos, hasta que les consumió el fuego.
No había agua para apagarlo y la multitud corrió como un río, como un apéndice de otra cosa hacia el Muro atravesando primero la pequeña fosa sembrada de los huesos de sus ancestros para correr en el claro sobre las cenizas de otros como ellos, ya olvidados, levantando un polvo gris, una niebla en la noche que tiñó su piel de gris.
Empezaron a llover las explosiones desde lo alto de la Muralla de más de cincuenta metros. Los primeros que tocaron el muro se dieron cuenta que su superficie no era lisa y reluciente, como se observaba desde lejos, sino que estaba lleno de grietas y desniveles que hacían fácil el ascenso.
Conforme subían se iluminaban por la franja incendiada y el brillo de fósforo de las explosiones. En la franja no se permitía ninguna estructura superior a unos pocos metros y nadie conocía la experiencia de un lugar en las alturas salvo por los cuentos y los mitos. Muchos cayeron presa de los disparos, pero la mayoría lo hicieron por culpa del vértigo, o de pura fascinación.
Arriba sólo había un enemigo, su armadura de metal les hizo pensar que era una máquina, como los drones que castigaban la población ante cualquier movimiento sospechoso. Pero los que trataron de romper la máscara de ese cuerpo ya inerte, descubrieron don terror una cara blanca y cadavérica que era sin duda la de alguien. Un niño se dio cuenta que murmuraba, vio que se movían los cables hincados en su garganta, igual que otros cables se clavaban en sus ojos rojizos que no habían recibido nunca la luz del Sol.
La multitud lo arrojó al vacío del otro lado del Muro con tal naturalidad que a los ojos del niño pareció mecido por el viento. La oscuridad envolvió en su caída hasta el último brillo metálico, y cuando el niño de piel de ceniza alzó la mirada hacia el horizonte vio que al otro lado de la franja incendiada había otra franja, también incendiada, y que los muros se sucedían, igual que las favelas en llamas, como surcos en un campo de fuego. |