Fuera seguía lloviendo, el miraba por la ventana pero estaba muy lejos. Lejos de este clima y cerca de su calor.
Recordaba esas noches de temprano verano que había pasado junto a ella. El calor de la habitación, los ventanales abiertos y los cuerpos desnudos. Le encantaba esa sensación; cuando salía al balcón y la brisa enfriaba el sudor erizando el bello de todo su cuerpo. Observaba la ciudad dormida desde la serenidad de la satisfacción, y cuando mas sumido se encontraba en la contemplación del instante llego ellas por detrás, le abrazo fuertemente, apretando los senos contra su espalda a la vez que posaba sus pequeñas manos en su pecho. El hizo el amago de mirar hacia atrás con el fin de percibir su aroma, era dulce y fresco a la vez, tranquilizador y fogoso.
Si, esas primeras noches, el acierto de lo incierto. Sentía que nada podía ir mal, es lo bueno del acierto.
Ella siempre preguntaba, y él buscaba respuestas adecuadas a aquellas preguntas arriesgadas, tratando de maquillar las palabras. -Dices sin decir- exclamaba ella y ambos reían, la besaba y con en el mismo movimiento buscaba su cuello como por instinto. Era un lugar para estar un trocito de cielo, perfecto para posar los labios, provocar sensaciones y escuchar cómo se aceleraba el aliento de su bella. Esto solía ser la introducción al festín, al mecer de los cuerpos, al seísmo del mar de sabanas. Ella se expresaba, con gestos, gritos y palabras. El callaba y observaba con regocijo el efecto de su intención. Tras la tormenta ella siempre se mostraba amorosa y agradecida, con los ojos cerrados buscaba los labios de su amante y en el breve instante entre cada beso le dedicaba palabras de afecto.
Después, cuando ambos estaban satisfechos, él se levantaba de la cama para cerrar los ventanales y acallar la luz del amanecer que empezaba a conquistar el mundo exterior. Volvía, se abrazaba a ella y soltaba amarras para partir hacia los sueños. Ella permanecía un poco mas ahí, disfrutando de la paz y cuidando del joven dormido.