La Arena
Al fondo,
en el desierto de hormigón y asfalto,
las luces de neón atraen mis pasos
hacia la selva azul,
poblada de bellas fieras de lejanos continentes.
A modo de zoo, cada especie,
las gacelas colombianas, los fríos huskyes,
pasean su altivez,
entre música latina y aromas franceses.
Otras, auténticas figuras de la comedia griega,
ríen y beben los dulces jugos del bosque tropical,
juegan su papel de amor,
y escuchan las torpes historias
de los caminantes que allí llegan,
maestras en psique y placer.
Una dulce geisha rodea mi estancia,
abro mi puerta con deseo y nostalgia,
hablamos con los gestos aprendidos,
y mi cuerpo,
apoyado en la fuente de drogas y alcohol,
parece salir al encuentro de la grácil doncella,
mas sigo sentado.
Élla,
con un gesto desganado de reproche,
se gira y lleva su escenario húngaro
a otro rincón del bosque.
Un trago más y todo vuelve a su lugar,
las, otrora, livianas y vaporosas panteras colombianas,
ahora suspiran entre bostezos,
esperando al siguiente incauto,
para volver a sus troncos
y mostrar su plumaje brillante y carnoso.
Ya solo percibo, entre copas y hombres,
culos negros de arroz con pollo,
manejando máquinas tintineantes,
que mantienen mis ojos abiertos,
con sus luces al fondo de la serpenteante barra.
Más tarde,
cansado de buscar lo que no se encuentra,
salgo, titubeante,
a la húmeda oscuridad de la ciudad,
sucia y silenciosa como mi vida.
Mañana quizás vuelva,
para contar mis tristes historias,
a las que siempre esperan
un puñado de monedas,
y aguantar la triste realidad de la vida,
sin música y sin Amor.
Aguilagris |