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Acabose la noche, y la luz penetraba mi alma como un veneno, como una mordida de serpiente o un pinchazo de espinas. Se levantaba el calor, florecían los ruidos silvestres; el gorjeo de los pájaros se confundía con el rugido del águila, y el chillido de las chicharras sucumbía ante los pasos del león. Este cuento es un desgarro –pensaba- testimonio de un científico que se adentró en los abismos más selváticos de mis miedos, tierras hostiles donde florecen cunas lapidarias. Cuando húbose apagado la noche, mis sentidos se exiliaron; la luz era un ejército de bárbaros que me querían secuestrar para hacerme daño, sentí náuseas, hube de internarme en una cueva y esperar, esperar y esperar. ¿Cuánto? Quizá días, o años o simplemente vidas, hasta un nuevo nacimiento. Me decía: Oh pero ¿habré de hibernar aquí hasta podrirme? Estaba oscuro, criaturas de lo ignoto me espiaban, el fango se alzó hasta mi cintura y la tormentosa melodía no cesó. Los bárbaros hicieron un asentamiento afuera. Los murciélagos del tiempo se alimentaron de mi alma dejando toda mi esperanza anestesiada. El fango me abrazó hasta la cabeza. Y, de pronto, el remordimiento se hizo agua y el graznido del silencio penetró mis huesos: un escalofrío parecido a un electrochoque helado, escuché las voces; el ensimismamiento de Dios y una paz crepitante, tiránica pero amigable baño la costa de mi angustia. Por lo menos –pensaba- la luz ya no me alcanzaría. Estoy bien aquí, heme salvado. Creceré como un cactus y nadie podrá tocarme, ni volver a herirme.

-No entiendo- dijo Miguelito, mi hermanito de 8 años. -¿Por qué tus historias son tan malas? Las escribes porque quieres que las escuchemos, pero ni a papa si ni a mamá les interesan ¿Para que las escribes?-

Algo me hirió, no se muy bien que fue, quizá el orgullo o algo parecido, quise reprocharlo pero ¿Cómo reprochar a un niño de ocho años?. –Miguelito, si no te gustan mis historias entonces no las oigas, y punto-.

A lo que el niño respondió –Las oigo porque ni papa ni mama le interesan, siempre están muy ocupados trabajando o haciendo otras cosas mas importantes y como yo soy el único que puede escucharlas, te desquitas conmigo-

Esto me dolió aún más, sentí la necesidad de defenderme aunque no hubiese habido ataque alguno. –¿Ah entonces es por lástima que me escuchas? Sabes que Miguelito, no me vuelvas a escuchar ni a hacer caso cuando te invito a que opines mis escritos, niñito necio e hipócrita-

Miguelito estalló en llanto, echando quejidos abrasadores. Tanto así que mis padres, sobresaltados, se levantaron de la cama creyendo que la estufa había explotado y la casa se estaba incendiando. Cuando bajaron a la cocina se enceguecieron, pues mi cabeza, que sonaba como una olla a presión, echaba humo como un tren. Todo el piso estaba cubierto por brumas negras. Miguelito no dejaba de llorar y, tras de eso, todo el piso se había inundado, el agua llegaba hasta la cintura. Mi madre corrió a buscar un balde con agua para apagar el incendio provocado por mi cabeza y mi padre corrió al patio en busca de una motobomba para desinundar el lago provocado por el desbordado llanto de Miguelito. Ni papá encontró la motobomba ni mamá encontró el balde con agua. Supe entonces que el relato había rebosado el límite de la fantasía invadiendo la propia realidad y afectando la vida misma. No no no podía seguir contando esas historias de manera tan abierta, podía causar un daño atroz. (“con la psiquis no se juega”) Con los pies en el agua y la angustia en el fuego, recapacité. Esa fue la ùltima vez que habría de contarle mis más íntimas, preciadas, peligrosas faenas interiores a un niño de 8 años que no le interesa y sin tomar las debidas precauciones.

Texto agregado el 01-02-2013, y leído por 134 visitantes. (0 votos)


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