Siempre soñó escribir una historia maravillosa. En su imaginación la tejía, con todos los elementos necesarios para que fuera un éxito de librería, pero cuando se disponía a llevarlo a cabo las ideas se escapaban sin remedio. Era inútil, tenía la cabeza llena con una novela genial pero no podía llevarla al papel, simplemente se borraba al tomar el lápiz.
Dentro de su cerebro, los protagonistas le hacían muecas burlonas. Los veía riéndose de él, jactándose de su impotencia.
Una mañana se instaló con decisión, dispuesto a volcarlos. De la frente salió la campesina, con su largo vestido, el delantal, el pelo trenzado y los brazos en jarras, malhumorada, vociferante. Esto último lo suponía porque no emitía ningún sonido. Más atrás, el marido, hacha en mano, decidido a cortar la madera para el fuego.
Se quedó estupefacto cuando vio que sus cabellos alzados eran árboles erectos que desaparecían al vaivén de aquella herramienta filosa. En un santiamén quedó totalmente calvo y el hombre seguía blandiendo el arma aupado por la iracunda mujer silente.
Cuando la sangre comenzó a brotar, soltó el lápiz, resignado. Jamás lograría escribirlo.
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