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La torre maldita

Es el corazón de Tombuctú un puerto de infinitos deseos. Lugar de transeúntes que paran en su seno a descansar sus pies fatigados. Para zafar del hechizo de sus ojos brillantes, caen rendidos a sus pies. Multitudes de peces hambrientos se sumergen en el río de la esperanza vespertina. Leía yo sobre el sagrado actuar de los peloponesos, cuando me di cuenta que la noche es perfectamente cruel con la desesperación de un hombre atrapado entre la lujuria y la perversión.

Veía que sus ojos derramaban el jugo del santo grial, y mis manos sucias y cansadas fueron purificadas bajo su mirada redentora. Condenado al exilio del alma, así me sentía en el lúgubre y oscuro rincón del castillo espectral de mis sueños más prohibidos. No deseaba yo estar allí, con la conciencia abatida por el suelo de los dolorosos días, de un pasado triste que arrastran los hombres sin buena fe hasta el presente. Necesitaba sentir la gracia de los impíos y desgraciados hombres que auto-engañados encuentran respuestas suficientes a las preguntas básicas de lo concreto de sus monótonas y pueriles existencias, pero fue en vano insistir una y otra vez en querer erradicar el sufrimiento y la confusión de mi vida. Sufrimiento natural que no padecen aquellos hombres que piensan en el bien común como propio y el mal ajeno lo ven ajeno a sus impolutas vidas y la confusión de los trastornados.

Usted no puede saciar el hambre de las ratas con una ración de queso, ni caminar por la vida esperando el milagro de una suerte de cambio de rumbo que encamine a la humanidad a exaltar los ideales básicos. Encaminados a la exaltación de la vida, el amor, y la muerte con plena aceptación del pesimismo que conlleva el sólo hecho de vivir y estar vivos. Creer que el monstruo que habita en el interior de todos nosotros es enemigo, cuando no es más que un monstruo amigo que pide a gritos estrangular nuestra propia conciencia para expiarla y dejarla en calma. El monstruo está a un paso de salir por la boca. El monstruo quiere expresar lo que siente. Ya no quiere estar dentro de mí. Quiere gritarle al mundo lo que piensa. A veces lo hará con la calma de un sabio, otras se dejará llevar por su ímpetu y carácter fuerte.
-Mire usted, las cosas han cambiado, mi amigo, actualmente puedes usar un arma para matar, o en el mejor de los casos, para matarte. Eso fue lo que hizo Ludo, días atrás, cansado de su horrenda vida. El creía en la realidad, para el nada era más importante que vivir día a día con sus convicciones materialistas y su cadena de eventos causales derivados de su voluntad y su entorno, ahora es un espíritu errante, antes no pensaba en eso, la gente no pensaba en eso, había si dos o tres suicidios ocasionales, hechos aislados. Aunque yo me mantengo escéptico a tales creencias, en el fondo de mí, sé, pienso, que pudo haber reencarnado, es difícil de saber. No lo he vuelto a ver desde entonces. Si perdió la memoria o la recuperó, no sé. Mire usted, después de morir… por supuesto, hay una excepción. Le contaré, se trata de la inmortalidad del alma que pregonaba Aristóteles en sus enseñanzas, pero tan lejos estamos de aquellos tiempos, que si perdiste el alma, aún puedes mantener la fe de creer en ella, y sin embargo, ¿dónde está el alma?, ni siquiera ella sabe dónde está. La excepción, mi amigo, es el hecho de que en realidad nadie muere, sino que todos, somos estrellas inmortales que jamás perdemos la memoria, aún después de muertos, regresamos con pedacitos de nuestra memoria pasada, los más memoriosos recordaremos más de nuestra vida pasada. Somos estrellas condenadas a renacer. Por supuesto, puede decirme que si somos inmortales, y no morimos, no pasamos por la odiosa experiencia de la muerte y la respuesta es que nuestro cuerpo sí, pero nuestra brillante estrella interior no muere. La muerte es una amante difícil de complacer. Es el espíritu de la duda el que hay que apartar, porque él confunde nuestros pensamientos. Mire usted, ahora está usted en cuerpo y alma aquí conmigo escuchándome y yo, sé lo que le digo mi amigo, si puede abra la ventana de la torre y arrójese por ella a vivir la vida que hay del otro lado. Creo que para mí, ya es tarde, llevo siglos aquí dentro, tal vez exagero, lo cierto es que ya perdí la cuenta de los días y las noches, y me acostumbré a este apacible lugar de sombras.

En sus palabras encontré la expresión de un sentimiento profundo, más del que podía esperar aquella noche en la torre. Dichas por un hombre con un tono de voz grave, no tanto como para desafinar la cordialidad de la conversación. Supe yo que las palabras de Keay reflejaban la honestidad de un preso arrepentido de su crueldad y triste vida. Había algo en él, además de su suerte de monólogo, que no me resultaba del todo desagradable, quizá era su expresión, su rostro, o sus fecundas lágrimas que me convencían de ser testigo de la bondad del mundo que me rodeaba.

-Mire, escuche, se aproxima la tormenta más endemoniada que pueda haber, no es como las demás esta trae malos augurios, esta noche en particular los muertos se levantan de sus tumbas y los demonios nos visitarán ansiosos de llevarnos.- dijo con voz quebrada.

Pensé que Keay estaba sugestionado, después de todo, vivir tanto tiempo solo le afecto sobremanera. Yo sospechaba que padecía locura, de todos modos, no tenía yo de que preocuparme, me sentía seguro conversando con él, era amistoso. Yo sentí el mismo efecto apenas entré, y no hacía más de tres horas que estaba allí. Luego de que me llamara por teléfono, decidí ir a visitarlo, hacía diez años no sabía nada de él, y era un viejo amigo, ya empezaba a preocuparme por él. A decir verdad, existía un asunto que me intrigaba, y escapaba de mi comprensión. La torre está situada lejos de la civilización, en una remota isla, aunque cabe la posibilidad de que me haya perdido, o desorientado, lo dudo mucho. Para llegar tuve que subir a un barco, mi viaje duró tres días y cerca de la torre hay un pequeño pueblo, “son gentes amigables”, así me lo hizo saber una almacenera y un señor que caminaba por la calle principal, finalmente había llegado yo a Tombuctú.

Irene, la almacenera, me contó la leyenda del lugar y precisamente me advirtió de la torre. Se cree que antiguamente allí murió un hombre, y que sus restos están enterrados en ella. Las causas de la muerte del hombre así como su nombre y quien era realmente, permanecen en el absoluto misterio. Hay quien dice que era un negociante del pueblo que se metió en la torre y nunca salió con vida. Algunos creen que su cuerpo fue puesto dentro de un añejo ataúd que está escondido en la torre. Un habitante del pueblo se encargó de esconderlo por razones que se desconocen. Los rumores abundan. Esas fueron las palabras de Irene, y yo no veía motivos para no creerle. Nada mejor que preguntarle a Keay al respecto, entonces eso hice.
-Sí, y él está aquí, vive conmigo, hace tiempo, una noche, supe por un hecho yo diría casual, cuando mi soledad nocturna se vio atormentada por su espectral aparición, no recuerdo bien la fecha. Permítame empezar por el principio. Cuando me mudé aquí, hace ya más de cincuenta años, escuchaba yo alaridos y gemidos indescriptibles. El horror que me provocaban sólo podría compararlo a la experiencia de vivir en un manicomio o estar en la guerra, y yo fui soldado de joven. Sé lo que estoy diciendo. Esos alaridos salidos del averno, eran proferidos por él. Me enteré la maldita fría noche que fui en busca de mi botella de licor preferida a la bodega, y cada vez escuchaba más y más las cacofonías endiabladas, muy cercas de mí, hasta que de repente un relámpago iluminó la habitación del primer piso y subí corriendo las escaleras preso del espanto.

Minutos después una noche como ésta, lo vi. Su rostro reflejaba la maldad del universo, como si la cara del diablo se dibujara uniendo con una línea varias estrellas, y junto a él había dos monstruos salidos de la imaginación de un demente. De algún modo se las arreglaron para pasar a través del portal que une su mundo con el nuestro. Un mundo lleno de atrocidades, y las peores calamidades que un espíritu realista como yo puede imaginar, allí son reales.
Si bien creí que sus palabras carecían de fundamentos y me parecían incoherentes al sentido común, le pregunté por el ataúd, que según la información que yo mismo había averiguado se encontraba en la torre.

-No he visto su ataúd, pero posiblemente… de pronto dejó de hablar y su rostro adquirió la palidez de un cadáver.
-Está allí susurró, y luego, Allí!!!! Gritó- con una voz cavernosa que hizo eco en la habitación superior donde nos encontrábamos.

La incesante tormenta no paraba de avisar que la noche sería como era, completamente bestial. El roble frente a la torre, era sacudido como un hombre por una descarga eléctrica, y una de sus horribles ramas golpeaba la vieja ventana con fuerte violencia.

Nuestras siluetas a la luz de la luna y los relámpagos, apenas iluminados por su luz y una vela que Keay colocó sobre una vieja mesa, ya que el suministro eléctrico permanecía cortado por el mal tiempo y el teléfono no funcionaba.

Supuse con cierta razón, que la alucinación de Keay se le había vuelto demasiado real y lo peor era que me atrapaba a mí también entre sus telarañas, no solo él, sino la torre con su influjo maléfico sobre mí. Instantes después de su ensordecedor grito, se acarició la frente sudorosa y dijo: -Ha sido una rata, disculpe usted-. No vaya a creer que estoy loco, por contarle estas cosas.

Todos saben en el pueblo, que lo que aquí ocurrió fue real, y yo sé muy bien que ese espectro aún está aquí, permítame decirle más. No me deja dormir. A pesar de todo me he acostumbrado a su compañía. Todas las noches siento el frío de la muerte junto a su perniciosa presencia. Oh sí. Él está aquí, ahora también, nos está observando. No podría decirle con seguridad cuáles sean sus intenciones. Pero de algo sí estoy seguro, no desea más que hacerme daño, que hacerme sufrir, todo lo que el padeció! Oh sí! Déjeme darle cierta información, porque nadie sabe más que yo. Su nombre era Ernesto, y mire el cielo, pero mire el cielo y verá que allí no hay lugar para un demonio así. Ernesto, era rico, tenía todo lo que quería, fortunas incontables, tesoros por doquier, pero un día unos bandidos como los del viejo oeste, entraron a la torre, se apoderaron de su fortuna y lo mataron salvajemente, utilizaron palos, le dieron puñetazos y muchos golpes y finalmente diez tiros acabaron con su avara vida. Tal era la fortaleza de Ernesto, que les costó matarlo. Pero también había una mujer, su esposa, era muy bonita y vestía elegantemente. Ella fue violada y finalmente la mataron también, de un tiro en la cabeza. Los ladrones asesinos huyeron, cuenta la leyenda que volvieron a recoger parte del botín, y nunca salieron de la torre con vida. Es por esto que le cuento que mi convencimiento y todo esto es real, como mi historia, y que los monstruos que vi junto a Ernesto son sus asesinos, ahora son todos ellos fantasmas atrapados en la torre y sedientos de venganza y con la más temible maldad que el género humano haya conocido.

Si bien no creía todo lo que Keay me estaba contando, no dejé de prestarle atención ni por un segundo. No podía evitar yo al ver su rostro sentir temor, su expresión a la luz de la vela era sombría y sus facciones se asemejaban a las del hombre lobo. Le pregunté una vez más por el ataúd de Ernesto, y finalmente me dijo que conocía la torre como la palma de su mano, y nunca vio un ataúd. Por otra parte, comprendí que era absurda la historia de un ataúd en la torre. ¿Quién se tomaría el trabajo de meterlo en un ataúd? Seguramente los asesinos se deshicieron del cuerpo de otro modo. Pero entonces Keay recordó que existía una puerta de madera cerrada con candados que nunca abrió.

Subimos la escalerita que daba a una especie de ático y allí, precisamente, frente a nosotros, la dichosa puerta. Cuando nos estábamos acercando, de repente, oímos un grito: AHHHHHH!!! OHHHH!! Y ruidos y golpes y de pronto, cesaron. Le pregunte a Keay si tenía alguna llave, entonces tomó una barreta con sus fuertes y grandes manos y con fuerte presión rompió el candado que sujetaba la cadena oxidada. Ya está hecho, dijo. No podemos retroceder ahora. Veremos si el ataúd que usted dice se encuentra detrás de la puerta, dije. Giró el picaporte, la abrió y… un ataúd en posición vertical. Un aire frío sacudió mi cuerpo de pies a cabeza y Keay comenzó a jadear preso del terror, se dio ánimos a sí mismo y abrió el ataúd. -¡Un cadáver, no es más que un cadáver!- razonó. Pero el cráneo del esqueleto se movió, en un reflejo de auto-defensa Keay cerró la tapa del ataúd de madera y corrimos como locos endemoniados.

Volvimos a la habitación donde nos encontrábamos y le dije a Keay que seguramente el responsable fue el viento, o que sin querer uno de nosotros se apoyó en el ataúd moviéndolo. Como sea, me encontraba nervioso, en una situación así, y dentro de una torre más muerta que viva.

Era como si la torre misma fuera el hogar de demonios, fantasmas, y nosotros dos intrusos en su mundo espectral.
-Usted ha visto el cadáver Keay- dije.
-Está muerto, no hay dudas. –vociferó. Pero su fantasma sigue aquí.
-Mire usted Keay, no creo que haya un fantasma.
-No sabe lo que dice, usted no ha vivido aquí el suficiente tiempo, es un extranjero para la torre, y su conocimiento de la misma es nada, pero ese fantasma, sigue aquí atormentándome, que necesita para convencerse, ¿no ha oído acaso los alaridos y gemidos? ¿Y acaso no vio el cráneo del esqueleto moverse frente a sus propios ojos? No fue el viento, ni nosotros, me temo que el fantasma de Ernesto se encontraba en ese preciso momento al lado del ataúd.
-Es posible, dije. ¿Pero cómo explica usted el hecho desde que llegué a la torre solo he oído unos alaridos que quizá fueron animales o las ramas sacudidas por el viento y la tormenta?
-Cada vez que hay tormenta comienzan los alaridos que provienen del inframundo. Pero permítame mostrarle esto, que sin dudas, le convencerán de que no estoy loco.
Entonces se acercó a una mesita situada en el rincón oscuro de la habitación, y volvió con un viejo cuaderno entre sus manos, me lo pasó y leí.

En el cuaderno había anotaciones garabateadas hechas por Ernesto, pero lo raro eran las creencias de Ernesto. En una de las hojas leí: “Rituales para conservar el espíritu vivo después de la muerte física”.
-Esos hombres leyeron el cuaderno.
-¿Qué dice usted Keay, a que se refiere?
-Esos hombres practicaron el ritual con él.
-¿Si los hombres practicaron el ritual con él, quién practico el ritual con ellos, y los convirtió en monstruos fantasmas?
-Mire, mire, me dijo Keay mientras señalaba con su dedo tembloroso una de las páginas.
Leí y decía: “Sacrificar el propio cuerpo y convertirse en fantasma”.
-Usted piensa que se mataron.
-Es usted muy perspicaz dijo Keay. Ellos se mataron y quedaron condenados a vivir en la torre junto a Ernesto y su mujer, quienes fueron sus víctimas.
-¿Por qué ellos querrían sacrificarse?
-Porque estaban locos, no lo sé.
-Quizás el fantasma de Ernesto los mató.
-Es posible.

En ese instante una figura espectral apareció por la puerta, con tres monstruos deformes de escoltas arrastrando cadenas, casi al mismo tiempo, Keay y yo nos arrojamos por la ventana de la torre.

Hoy, tiempo después de haber vivido, lo que viví aquella noche de espanto, no lo vi más a Keay, ni he vuelto a visitar la maldita torre, una sola vez pasé de día frente a ella, y no lo he vuelto hacer. Mi recuerdo de aquella noche en la torre maldita, y por lo vivido allí, actualmente, pienso que la torre está realmente embrujada.


Texto agregado el 30-01-2013, y leído por 273 visitantes. (5 votos)


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