Ésas fueron las manos
Recién cuando pasó del garaje al living, él se miró las manos. Las bajó crispadas de su cara, y azorado se las miró. Desconociéndolas, como hurgándolas. . Como si ya no fueran suyas aunque eran las de siempre.
Sólo que ahora, cuestionadas y presas de su propio desconcierto, necesitaba redescubrirlas en otros pasajes de su vida mucho más felices que éste. Como cuando aquella vez, en solemne acto, fieles y convencidas tomaron la de ella, y con un anillo sellaron amor para siempre. Como cuando en la intimidad del matrimonio, apasionadas recorrieron en una sola caricia su cuerpo desnudo, desde la cabeza a los pies. Y habilidosas para levantar ladrillo sobre ladrillo toda una casa, y plantar cada árbol que luego verían crecer juntos. Hasta emocionadas un día, viéndolas temblar sobre su vientre hinchado, por un hijo que pulsaba su llegada... Hasta maternales, trajinando después, cada vez que se necesitó cambiar sus pañales porque su madre se había ausentado sin previo aviso. Siempre fueron esas mismas. Como igual de insistentes últimamente, si pretendía retener a esta mujer en ese prolongado beso acostumbrado. Como tampoco faltaron a la hora de reprimir con un suave toque en los mismos labios, algún agravio que a ella se le escapaba desbocado, como sin darse cuenta decía invariablemente.
Siempre estuvieron disponibles, siempre. Hasta para consigo mismo, desde que necesitó aliviar sus propios dolores de cabeza presionándose las sienes apenas comenzaban a palpitarle más que lo normal de fuerte… Son las mismas. Las que aplaudieron cada monería de su hijo, o que le dieron un chirlo en la cola por haberse portado mal... Y firmaron su libreta de buenas calificaciones, y revuelto su flequillo como espontáneo premio a su notable esfuerzo... Las que agitaban al aire desde la puerta un saludo de los dos, cuando se alejaba el autobús rumbo a la escuela, mientras su madre se quedaba adentro distraída por otras cosas. Cuando esta noche lo arropó en su cama, con un beso en la frente y cerraron estremecidas la puerta de su dormitorio, como despidiéndose de él para siempre. Las mismas, hasta el mismo día de hoy… Hasta que volvió al garaje y miró en el piso a su esposa muerta. Ahí comenzó a cuestionarse que debieron ser otras. Las manos de un asesino extraño pero conocido. Como que yo sé, pero no fui. Quiso delegar a otro el acomodar su cuerpo y cerrar sus ojos para que no lo mirase así. Desligarse, negándole a sus propias manos esa horrible tarea... y recordarlas limpias, sin huellas, inmaculadas de todo pecado. Entonces no se las miraría más. Apagó la luz.
Y marcó en el celular el numero de la policía:
-“ ¿ Sí, con la comisaría?, Por favor vengan a mi casa enseguida, les doy la dirección”...
“Sí, tengo a mi señora muerta, acá..”.
“¿Un accidente? No, no, peor, la asesinaron... El criminal cerró toda la casa y ahora estamos en el garaje... Entren por ahí, va a ser más fácil..”.
“Si, si, yo estoy bien... pero igual traigan una ambulancia y médicos..”.
A tientas reacomodó ese cuerpo inerte próximo a una pared, y se echó a su lado sobre el piso. Del mismo lado que en la cama... Sería la última vez que estaría acostado junto a su mujer...
Y así tan inexplicablemente se tanteó sus propias manos en la oscuridad, como si tuviera la necesidad de no encontrárselas, o como para no responder por ellas desconociéndolas... Por esta sinrazón extendió bien los brazos sobre su cabeza para asegurarse que estuvieran lo más lejos posible de esa mente que lo agobiaba. De su cerebro, donde una locura total golpeaba en puerta. Sin embargo supo esperar así; Tan calmo como sufriente. Como quien espera un mal sueño o la propia muerte.
Al rato sirenas y luces de colores se mezclaron por debajo de la compuerta:
“- Oiga, ahí adentro... Esto no se puede abrir, está clausurado, tiene un candado de afuera”.
“-¡ Ya lo sé... rómpanlo nomás!”
Un fuerte golpe, y el portón levadizo se levantó de golpe. Se plegó arriba, una rara voltereta y la hoja se desplomó estruendosamente como una gigante guillotina sobre el suelo del garaje, y de sus muñecas...
A pesar del consabido accidente, el dueño de esas manos se incorporó enseguida como si nada. Indolente y sin ayuda de nadie, casi tapado por la penumbra y sin agarrarse de nada... Hacía frío, antes se metió los muñones en los bolsillos de la campera y después salió como ileso por el espacio libre, a un costado del portón...
“- ¡Entren por ahí, y apúrense!-“ Les dijo con forzada firmeza y apoyado en la ambulancia mientras se desangraba disimuladamente. “Entren que a un costado en el piso está mi señora... Muerta como les dije... La estranguló un amante, yo lo sé... Fíjense que en el cuello quedó las marcas de las manos... Pero tranquilos que él también ya está muerto. Fue el portón... Ahí debajo lo van a encontrar, ya van a ver lo que les digo...”
Los policías entendiendo poco entraron sólo con las linternas en las manos esperando encontrar un cadáver entero...
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