| UN ELEFANTITO DE MARFIL                          .                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                      Un hombre  grandote, activo y de buena salud como era  Don Ernesto a su edad, no merecía ese destino. Su hermano menor con el que había convivido siempre, cuando decidió irse a otro pueblo en  busca de un trabajo mejor, vendió la casa y  a él lo dejó internado en un  geriátrico. No lo merecía  pero tampoco el se resignó. No soportaría  vivir  como un viejo decrépito en un sitio tan penoso. Muy lúcido el hombre no  esperó  mucho para gestionar y llenar los requisitos de una vacante de encargado en el único museo local que hacía un largo tiempo estaba cerrado. Recibiría un sueldo mínimo y tendría un cuarto donde  habitar, suficiente para él  –“Me gusta este  lugar, me gusta... espero  poder quedarme todo el tiempo posible” – Comentó  feliz apenas de  acomodarse al lugar. Y disfrutando siempre, fuera en limpiar, ordenar y hasta restaurar algunas piezas deterioradas por el abandono mismo. Realmente se sentía así por el simple hecho de saber que todavía  lo consideraban útil para algo. Que le hubieran confiado  el resguardo de aquellos testimonios del pasado, y otras tantas obras de arte muy valiosas, lo habían  puesto en importante y  orgulloso de su nuevo trabajo. Si cuántas veces algún visitante lo había  escuchado decir  por lo bajo, mientras quitaba el polvo con inusitado esmero, algo como: - “Siempre debería haber alguien que se ocupe de lo viejo, de  lo antiguo…Siempre alguno…Porque cuanto más vieja es una cosa, Y alguien más por ahí, reconociéndole esa voluntad suya le preguntó si  le  gustaba  ese tipo de  tareas tan de cuidados.-“Mire, señora, yo me esmero en todo como si estuviera en mi propia casa, y yo creo que moriré en este mismo lugar si me dejan”                                                   …                                                                                                                                                                                                                              Y sí. Se acostumbró a vivir  en ese particular recinto  como en el hogar que nunca tuvo.  Aunque estuviera solo allí, se sentía como en familia con  esa multitud de  historias que lo rodeaban. Vestigios de vidas ajenas. Donaciones  de tanta gente que había pasado por el pueblo y dejaban algo para que las recordaran al menos por esta curiosidad. Todo eso era un mundo exclusivo para él, Hasta tomó a  su pieza preferida  como  mascota de compañía: Un elefantito de marfil. Originario de la India, atención de la embajada. Concretamente del templo sagrado de Dilwara decía el cartelito. Confeccionado con notable minuciosidad en todos sus detalles. Una verdadera reliquia, a la que desde  entonces cuidó con mística vocación…tanto que llegado el caso, cuando un nuevo visitante se acercaba demasiado para observarlo mejor, él siempre se quedaba próximo observando su seguridad. Y a la par disimulando con esta  pregunta ya preparada: “¿Sabe Ud. que los elefantes son los únicos  animales que eligen  un mismo  lugar donde morir”.  Como  haciendo alarde de un  pretendido conocimiento de zoología, cuando en  realidad solo por ese  interés personal que gozaba, había leído algo desde que allí estaba.                              .                                …Algunos  años habían transcurridos sin sobresaltos de destacar, pero cuando algunas arrugas más  hacían historia en el rostro original de nuestro querido Don Ernesto, ocurrió lo impensado:          Su mascota desapareció.                        .                   .                                                                                                                          Ese elefantito de marfil ya no estaba en su venerado pedestal, sobre la mesa más destacada. Desesperadamente Don Ernesto no dejó rincón ni recoveco sin revisar, pero nada. Inútilmente; No cabían dudas; había sido robado. Sin consuelo encubrió su falta  colocando otro objeto en ese mismo sitio, y cargó  sobre su espalda toda la culpa por largo tiempo sin denunciar nunca lo ocurrido.                                     .                                                                                                                                 No obstante ser un  hombre corpulento, Don  Ernesto no pudo soportar tanto pesar y una angustia  prolongada bajó sus defensas, enfermó de tuberculosis, su cuerpo decrepitó, su piel  se puso dura y plegada sobre sí como con cien años de antigüedad, su corazón se puso blando para resistir, y por final  la muerte lo encontró postrado en aquel despreciado geriátrico.                    .             .                   Ahora otra vez, sin nadie a cargo de confianza, este museo estaría cerrado hasta nuevo aviso. Puntualmente, hasta que regresara  al pueblo esa persona que en cierta ocasión había firmado con entusiasmo una solicitud de trabajo en el registro comunal. A un tal Ricardo. Precisando, el hermano mismo de Don Ernesto. Que menos grande y menos amable, pero ya dado por enterado, había presentado la  renuncia a su ahora  empobrecido empleo actual.                                                    Así las cosas,  levantadas las persianas de un nuevo día, y a la luz de un flamante inventario sale a relucir la ausencia de aquella  reliquia esfumada, y se toma debida nota del asunto.
 Con la casa en orden así, este promisorio encargado tomaría su puesto al  día siguiente…              Llegado ya, y quizá ocultando algún remordimiento o una lógica consternación, este  Ricardo entró en compañía  del secretario de cultura y sus colaboradores, sumisa y calladamente. No obstante apenas transpuesta la entrada, decididamente se adelantó al reducido grupo, cruzó el pequeño recibidor, dobló un recodo del recinto grande y abruptamente se quedó parado frente a una solemne  vitrina abierta  a la cultura  Indú. Los que lo siguieron no pudieron salir del asombro cuando llegaron a su lado. Este hombre, sin conocer la sala siquiera, había descubierto al elefantito perdido como por arte de magia. Tras un patético retrato de Ghandi, como escondido y esperando, ahí estaba. Nadie quiso, o pudo, hacer un comentario al respecto. Y ante todos esos  ojos que miraban absortos, este hombre, muy desentendido de su propio hallazgo, pero con delicadeza extrema lo retiró del lugar e instintivamente pasó  la palma de su mano sobre ese lomo áspero, como quien mima una mascota propia. No hubo pregunta ni respuesta alguna, todos quedaron en un silencio de cementerio. Al minuto nomás, uno tras otro, los funcionarios se fueron retirando del museo tal como habían entrado, extrañadamente sigilosos.                       .                                     Hasta el día de hoy estos testigos de ocasión se preguntan en silencio cómo pudo haber ocurrido  una cosa así, sin una explicación lógica. Menos Ricardo. Él ignorará siempre que aquellas  insensibles manos, inescrupulosas manos suyas habían rozado otras tantas arrugas de elefante más, así de talladas como las que pudieron agregarse en su improbable paso al extravío. Seguramente un centenar. Como la edad  aproximada en que ellos buscan ese lugar elegido donde la muerte los juntará  a todos algún día, a todos por igual...
 
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