Hablar sin tener nada especial que decir, hablar sin decir nada, como dos desconocidos en un ascensor, hablar delante de una taza de café, dejando pasar la tarde, esperando la noche, minuto a minuto, segundo a segundo, palabra a palabra.
Susurrarte al oído después de hacer el amor, resolver la ecuación que me plantea tu cuerpo intentando despejar el misterio de esa “y” que ha dado lugar a tan milagrosa “x”, deletrear tu nombre, escribirlo cien veces en la pizarra desnuda de tu espalda, hacerte rabiar y esperar... desear un nuevo castigo.
Hablar de ti, de mí, hablar de los demás para no hacerlo de nosotros, querer hablarte y encontrar silencio (maldecir tu ausencia), tenerte a mi lado y callar (maldecir la mía), observar el sillón que colocaste una mañana al lado de la ventana, dónde tanto te gusta sentarte a leer, y no cruzarme con tu mirada, y tu sonrisa después.
Hablar sin mirarte a los ojos perdiendo la oportunidad de volver a verlos, odiarme, odiarte y en realidad no hacerlo... gritar de rabia, rabia por esa pequeña duda que se no me va a dejar en paz, planear un pretexto para marcar tu número, pero no encontrarlo, desear que fuera ayer, cuando no había pretextos o cualquiera era bueno, pero creo que hoy ya es mañana.
Mentir, desear no hacerlo, pero mentir, mentiras piadosas, premeditadas, protectoras, mentirijillas que se le dicen a un niño, mentiras al fin y al cabo, arrepentirme de cada palabra antes de decirla buscando excusas de funambulista, haciendo equilibrios sobre el horizonte donde brotan tus lágrimas.
Hablar sin querer... querer sin hablar, leerte un libro la tarde de un domingo lluvioso sin nada más que hacer, sin querer hacer nada más, sin necesitar hacer nada más... que hablar y no parar.
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