El aliento del invierno vuela sobre el mar, vuela y barre la costa. Helado el viento es un cuchillo, una daga gigante que pasa al ras sobre la arena de los medanos, que los recorta, los dibuja, hasta perderse en el telón gris que cuelga en el fondo del caserío.
En un opaco silencio esa noche comenzó a caer ceniza, un fino polvo le dibujó coronas brillantes a los focos del alumbrado en las calles. Un presagio satánico, se escuchó decir en voz baja - a si misma - mientras se persignaba.
La anciana al caer las hojas de los árboles -como en un ritual que se repite en las últimas décadas- comienza a ver la gente sin cabeza. Ve a su vecino decapitado arreglar el jardín, ir y venir con la cortadora de pasto. Ahí es cuando la brisa helada del sur le perfora el tejido de su ropa y la siente en la piel. En su piel muy blanca -de vieja-, casi transparente, que se seca y se arruga, y se desconoce al mirarse.
Siente la brisa y sabe que el invierno cubre la costa.
La piel se lo dice.
Temprano se apaga la luz de la tarde y a esa hora los loros – en parejas o en grandes grupos- se amontonan en los cables, esperan inquietos que la noche cubra el cielo, luego se callan y duermen. Las bandadas de mistos como aparecidos que le brotan al aire crecen de la nada, vuelan zigzagueando y se zambullen en los aromos del frente para desaparecer entre las hojas.
-Hora de la pastillita blanca- piensa y busca en el primer cajón, las uñas raspan el papel que cubre el fondo, los dedos exploran con un ruido familiar. Desordenan.
Entonces aparece la fotografía mustia y le queda dentro de la mano al buscar el medicamento. La sostiene con los dedos sin definir de quienes se trata solo distingue imágenes borrosas -¿dónde puse los anteojos?- dice para ella y se revisa los bolsillos.
El ruido de las alas de los pájaros golpeando contra los alambres de la jaula distrae la escena. Sabe que son muchos animales para esa jaulita, tendría que conseguir otra, un poco más grande.
Los cubre con la lona sin soltar la foto que aprieta entre pulgar e índice, haciendo un movimiento que siente familiar. Las aves, al taparles la luz, quedan en silencio.
En la imagen de la fotografía no hay decapitados, una pareja joven toma el mango de un cuchillo entrelazando las manos. Apoyan el filo sobre una torta blanca, enorme, de varios pisos, de la que cuelgan cintillas y donde otra pareja -pero de muñequitos-, el novio vestido de negro y ella de largo traje blanco posan en el piso superior. Un grupo de gente que sonríe los rodea mirando a la cámara.
La anciana acomoda los anteojos sobre el puente de su nariz y parpadea.
Tía Negra a un costado y algo tapada por Albertito -no parece ella-, su obesa figura se destaca dentro del vestido brillante de satén y en la cara le afloran todas las molestias de la faja que la aprieta, pero igual sonríe.
Esa noche sonreír le era inevitable, y su felicidad inmensa: se casa su pequeña, la luz de sus ojos.
El nuevo yerno, Tolosa, es muy buen mozo y ella lo llama doctor sin ocultar la vanidad que ello le produce.
Tolosa que en realidad se esconde en un raro corte de cabello, no es tan buen mozo, Albertito dice que se parece a Lando Buzzanca e ingresó hace cuatro años a la facultad de veterinaria. Nadie sabe cual es su avance académico y él evita hablar del tema.
Proviene de una familia antigua en el pueblo y tía Negra cree que tiene el futuro asegurado trabajando en los campos de la zona. Los padres lo ayudarán a instalarse y lo más importante de todo, mi prima Pirucha lo adora.
Yo no estoy en la foto, esa noche la pasé en la cocina dando los últimos retoques a las tortas en su decorado. Mamá sí está junto a su hermana, mejor dicho detrás de ella –cubriendo su cuerpo de un primer plano asesino- tiene un peinado alto, un rodete afirmado sobre su cabeza por hebillas invisibles y spray.
Ella, Mamá, me decía que iba a ser repostera.
Un misto -que solo Dios sabe por dónde entró a la casa- se para sobre la pajarera tapada por la lona, sin hacer ruido. La mujer al verlo -como un fantasmita entre las sombras que se van formando cerca del techo- estira su brazo y en el movimiento aleja el plato con restos de torta del lugar donde continua observando la fotografía.
Recuerda la marcha nupcial, los aplausos y las manos enormes, huesudas de Tolosa apretando las de su prima que se deja llevar por la música y por él que la mira a los ojos. Albertito también dice que tiene ojos de degenerado. Giran y sus bocas están muy cerca, a muy pocos centímetros, y el cuello de ella se alarga para que sus labios se acerquen más. Recuerda los gritos, vivan los novios.
Recuerda los besos.
Alguna parte profunda -secreta-, de su piel actual, conserva la memoria de esas manos sobre ella y que en la imagen sostienen el cuchillo que va a cortar la torta y cubren las de su prima posando junto a familiares e invitados.
Una sombra cruza la poca luz que ingresa por el ventanal y el pequeño pájaro aparece parado en el borde del plato. Luego con cierta prudencia se entrega a picotear miguitas. Gira la cabeza para mirar con un ojo y luego con el otro.
-No sé por qué seguí con él cuando eligió a mi prima-, dice. Y el ave deja de picotear y observa a la anciana.
Con el título en las manos nos iríamos del pueblo, lejos, donde nadie nos conociera a comenzar lo nuestro. A borrar nuestro secreto.
Hasta ese día maldito -ese día que aún la golpea como un empujón al infierno-, en que nadie dejo de hablar del embarazo de mi prima y fue el tema más importante del pueblo durante meses.
No volví a ver a Tolosa, ni a dejar mi ventana abierta para él. Ni para nadie.
Se nota su panza en esa foto, a pesar del vestido y de la torta que la oculta.
En los ojos de él puedo ver aún que me mira a mí. Y sonríe.
El misto con pequeños saltos se acerca al brazo inmóvil de la mujer que sostiene la foto y se posa sobre él. Se limpia el pico en el tejido de lana y la mira sin miedo.
Un hombre sin cabeza camina lentamente desde una punta a la otra de la ventana llevando un rastrillo sobre el hombro y una pala en la otra mano, luego desaparece entre los eucaliptos.
Los novios bailan con los invitados prolongando el vals en varias repeticiones y todos ríen cuando la púa cae nuevamente sobre el disco y reinicia los primeros acordes. Me agrego a la fila de mujeres que pretenden bailar con el novio. Llega mi turno y siento mis muslos apretados contra él, siento su brazo y su mano enorme que me atenaza contra su cuerpo. Y giramos con el vals.
-Te espero en mi dormitorio-, le digo y lo dejo en brazos de tía Marta que era la próxima en la cola. Sus ojos no se sorprenden, pero aprieta los labios y mueve levemente la cabeza para un lado y para otro. Paso por el baño atestado de mujeres y lo espero en mi alcoba. Interminables minutos espero en las sombras -no viene- me escucho decir; y desgarro el cubrecama con mis uñas al cerrar las manos con fuerza.
Entra como una sombra y después de poner llave a la puerta, me abraza y me besa con violencia. Un beso interminable, perfecto, después baja a los pechos libres del corpiño, mientras yo le muerdo el cuello. Le alboroto el cabello y vuelve a besarme. Le muerdo la lengua que introduce en mi boca y un hilillo de sangre asoma en los labios mezclados con carmín.
Me alza en vilo, me gira en la cama y rompe todo lo que le impide llegar a mí. Ese frenesí dura unos minutos.
Después, quedamos respirando. Agitados y mirando el techo.
Se acomoda el pelo y la ropa, se observa acercándose al espejo. -Sos la mina que más me calienta-, le dice a su imagen reflejada y se pierde en el hueco de la puerta.
-No me importa Tolosa-, digo. –Uno no sabe lo que es la vida hasta que un hombre la desnuda por primera vez.
Vuelvo a la fiesta que sigue en un trencito divertido por el patio, Pirucha ya entregó las ligas que se fundían en sus muslos regordetes.
Paso frente a la torta y descubro la pareja de muñequitos durmiendo en un plato de cartón entre restos de cobertura y perdigones de confites plateados. Me los llevo apretados en la mano hasta el oscuro banco del fondo del jardín; estaban hechos de mazapán y azúcar, luego pintados con gran esmero.
-Allí decidí decapitarlos-, dice la anciana y el misto sorprendido por la voz vuela hasta el techo de la jaula.
-Me comí las dos cabezas.
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