Escucho las voces de mis hijos, murmuran secretos. Voy a mi habitación. Necesito la soledad como una vieja amiga. Abro la ventana, las cortinas de tela son espectros que acarician mi sonrisa de nostalgia. Abrigo mis brazos con mi blusa vieja, la que él me regaló en los días de antaño. Él ya no está en mi vida, se marchó. Tuvo el valor de decir lo que yo no pude.
Recuerdo sus huellas de hombre fuerte y engreído sobre el camino, aplastando los pies en la húmeda y blanda tierra. Su silueta desvaneciéndose a través del follaje, llevándose consigo una pesada mochila de vagas y crueles tormentas.
Todo lo que ofrecí, lo que le entregué, jamás podrá devolvérselo nadie. Una mujer que ha amado demasiado, sabe dejar huella en el corazón de un hombre. Creyó estar preparado para partir, dejándonos solitarios y ermitaños en este viejo caserón. Besó con fuerza las mejillas de nuestros dos hijos, cerró fuerte los ojos como si le hubiese entrado gotas de ácido. Después se acarició el pecho, dándoles como despedida la imagen de un padre que renunció a su corazón.
Cada día crucifico el calendario porque sé que volverá. Empiezo a convertirme en una anciana que teje con hilos de besos secos la ropa de sus hijos. Ellos saben que esta sonrisa llena de tristeza esconde un sentimiento. Van haciéndose mayores, y esta casa pronto encerrará un silencio que no sabré como afrontar. Observo los pinos que bailan con la brisa del verano, el cielo traza líneas blancas. Recuerdo los días de mi juventud. ¡Qué tanto nos quisimos! ¡Qué tanto amé la vida desde entonces!
Antes de que las lágrimas acudan a mis mejillas, froto mis sienes, obligándome a ser fuerte. Escucho pisadas traviesas subiendo las escaleras, y siento en mi espalda, una fuerte unión de cuatro brazos que me recuerdan lo mucho que me necesitan.
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