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A sus cincuenta años, Eduardo tenía esposa (Mary) y amante (Vicky). Saberse amado o cuando menos necesitado por ambas, no le causaba la menor ansiedad, más bien le otorgaba una evidente seguridad ante sí mismo y los demás. Él era un triunfador, un arquitecto de moda y con abundantes clientes, su negocio era tan bueno que ya se manejaba solo. Tenía multitud de planos, elaborados por él mismo, que se podían adaptar a cualquier construcción, y esto lo hacían los arquitectos jóvenes (incluido su hijo Lalo) que empleaba en su Despacho de Arquitectura. Eduardo daba el visto bueno solamente.
En la ciudad de México, que entre más lastima a sus habitantes más la quieren, es donde transcurre nuestra historia. Eduardo, que durante las últimas semanas había sentido alivio de sus constantes migrañas y estaba consciente de que se debía esta mejoría a los medicamentes recetados por el neurólogo más famoso de la ciudad, su amigo Carlos, y no sólo su médico sino también antiguo compañero de la preparatoria.
En la primera consulta le había pedido a Carlos que en honor a su amistad le dijera toda la verdad de su diagnóstico. Desde luego con la ilusión de ser liberado de su angustia. El médico frunció el ceño y le había consagrado más de una hora de su acosado tiempo para examinarlo y reexaminarlo, pidió ayuda a un oftalmólogo para que revisara junto con él, el fondo de ojo. Al terminar ambos médicos su exploración, Carlos, con los ojos invariablemente húmedos tras los cristales, procedió con voz no muy firme a decirle que eran necesarios una serie de estudios para afinar el diagnóstico, y dado que quería en nombre de su amistad la verdad y que fuera absolutamente sincero con él, por las dudas… Y se había detenido. “Por las dudas, ¿qué?”, preguntó Eduardo tratando de aparentar indiferencia. En ese momento se movió el tapete de su vida: “Es necesario que te prepares para lo peor”.

Comprendió que el peor de los tormentos es la duda, la duda. Solo en su casa (Mary había salido con sus amigas al café y su único hijo, Lalo, aún no había llegado) lloró como un niño. Esperanza, esperanzas, así en singular o plural, era lo que débilmente lo sostenía en ese momento. Pensó con desconsuelo que de nada valía en ese momento su riqueza. ¿Qué había pasado con su vida? Siempre apurado, siempre ocupado, tratando de compensar su vida de trabajo con fiestas, amantes de ocasión, amigos con quienes gastaba noches de bohemia, vino y guitarras. ¿Y su creencia en la divinidad? No sabía a ciencia cierta cuando dejó de creer y como tantos acudía a los servicios religiosos cuando eran motivos sociales. Mary y Vicky. Vicky y Mary. No decidía cuál era la preferida. Mary, su esposa, madre de su único hijo, orgullo de su padre pues fue el más joven de su generación de recibirse de arquitecto y sería su relevo. Mary era la comprensión pero también el presente repetido, la rutina, el saberse de memoria, pero también era la calidez de su vida. Vicky lo prohibido, la sorpresa que se iba convirtiendo en hábito, el pleito por no acceder a divorciarse, las reconciliaciones que le daban nuevo fuego a la pasión. Mary o Vicky, o las dos, no sabía y en ese momento adivinó por intuición de que no tenía la decisión ninguna importancia. Eduardo Jr., su hijo Lalo, siempre tan distante, apegado a su madre, quizá porque sabía de la doble vida del padre o tal vez por vivir su vida independiente de joven. No sabía, ¿y que importaba su mujer, su hijo, los negocios, su amante en ese conflicto existencial de su vida? Había que ser honesto, todo y todos tenían vida independiente, cuando él faltara como un rio que fluye sería la vida que dejaría, cada quién seguiría su propio camino, todos lo olvidarían, acaso, y era una esperancita ¿sólo una persona no lo olvidaría? Así que quedarse sin ellos. Sin ellos, bah, sin nada, sin nadie. ¿Qué importaba cuando se enfrentaba a la nada? No quiso contestarse. Intuyó que no extrañaba a las personas, sino a su rutina, la bendita, aburrida, pero al fin y al cabo su rutina, su vida, respirar, sus libros, el alcohol como benevolente bisagra en la amistad. Su vida sin dolor físico. Se dio cuenta que era cobarde, cobardía que había disfrazado con machismo.

Él había deambulado varias cuadras aledañas sin atreverse a llegar al funcional y elegante Centro Médico donde tenía el consultorio su amigo. Estaba citado para ver el resultado de la serie de análisis, radiografías, etc. Había aguantado los pinchazos y las propias desnudeces con una entereza de la que no se creía capaz. Ahora se enfrentaba con la verdad. Al llegar al Centro Médico se sintió desfallecer por lo que se sentó en un cómodo sillón del vestíbulo, el dolor de cabeza volvió sumiéndolo en la desesperación hasta tocar fondo, y, paradójicamente, eso mismo le permitió rehacerse. Se puso de pie, comprobó que las piernas lo sostenían, y se dirigió al elevador, subió hasta un noveno piso y oprimió el botón del timbre junto a un letrero: Dr. Carlos Rammstein, neurólogo.

— ¿Cuánto tiempo me queda?
—Dado que la cirugía está contraindicada por la cercanía del tumor con el bulbo raquídeo —dijo un atribulado neurólogo, tratando de evadir una respuesta directa—, será necesario quimioterapia primero y según evoluciones seguiremos con radioterapia. Depende del resultado de los tratamientos la esperanza de vida.
—Sin tratamiento ¿cuánto tiempo sería?
—Cuando mucho un mes —contestó el médico con algo de disgusto en la voz provocado por la insistencia de su amigo.
—Unas preguntas más ¿con la quimioterapia se sufre mucho? ¿Y qué me dices de la radioterapia?
—Te soy sincero. Son procedimientos muy molestos, aunque hay remedios para aminorar los achaques que… —siguió el médico explicándole los pormenores de lo que vendría con los tratamientos.
Carlos le explicó larga, calmosamente, recurrió sin duda a su mejor repertorio en materia de consuelo y confortación. Eduardo lo escuchó en silencio, incluso con una sonrisa estable, pero sintió que se desdoblaba en dos, exteriormente tranquilo oyendo al facultativo y muy dentro de su entendimiento, al principio pequeña, la duda se iba estableciendo, la terrible, la espantosa duda ¿qué decisión tomar? Eduardo sintió de pronto una urgencia implacable en abandonar el consultorio. A punto de que la voz se le quebrara y de soltar el llanto, hizo un esfuerzo sobrehumano y dijo:
—Gracias, déjame pensarlo y te comunicaré mi resolución.
—De acuerdo.

Desde que salió del ascensor y vio nuevamente la calle, la preciosa avenida Reforma, con sus bulevares franceses, amplias arboledas, camellones y glorietas, el Ángel de la Independencia y la Diana Cazadora. Su estado de ánimo no le permitió admirar la belleza del lugar. Empezó a caminar sin rumbo fijo. Llegó a la conclusión de que realmente no temía el fin, sino el deterioro que la enfermedad le provocaría, perder la sensibilidad y los movimientos y antes del fallecimiento cada vez sería peor, el uso de silla de ruedas, la dependencia de otras personas para que lo limpiaran, bañaran, le dieran de comer y lo más vergonzoso, tendría que usar pañales para adulto. Todo lo anterior le pasó por la mente como un relámpago, la explicación tan prolija que le había dado Carlos se clavaba en su mente como un puñal que le taladraba el cráneo, desde luego él había sido quien le pidió al medico la explicación y es más le exigió que le contara todo lo que podría suceder. Su amigo muy renuente accedió a sus deseos y ahora sabía la verdad.
Lo deslumbraron los fanales de los carros, se dio cuenta que era de noche. Tuvo la sensación de que no valía la pena afrontar lo que le esperaba. Caminó como sonámbulo, se reflejaban en sus pupilas las luces de los automóviles, terminó encandilado por ellas y después…

Un comprensivo y escéptico médico esbozó una sonrisa irónica que iluminó su rostro cuando supo del fin de su amigo. La verdad. No fue una sorpresa para él.
Eduardo, el joven arquitecto, fue a la morgue a reclamar el cuerpo de su padre, fallecido en un accidente. Al leer el reporte de la policía y saber las últimas palabras de su progenitor antes de morir: “No me olvides”, así, en singular, por más que pensaba no atinaba a quién se había referido. Sin embargo, esta duda fue rápidamente olvidada. La juventud no se complica la existencia.

Texto agregado el 27-01-2013, y leído por 279 visitantes. (3 votos)


Lectores Opinan
24-05-2013 cuanta realidad hay en esta narracion. jaeltete
13-04-2013 CLARO, FUERTE CONCISO, GRACIAS ¡ trito
27-01-2013 Prolijo relato hermano, lleno de aristas; a cual más de interesante... Por ello vivo la vida solo día a día con la mayor intensidad posible; si mañana me lleva "patas de cabra"... ¿que más da?. Un abrazo!!!!! cinco aullidos actuales yar
 
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