El señor camina con cierta dificultad y el mimo aparece a su lado imitando cada uno de sus gestos con esa precisión ociosa de los que tienen toda la jornada para perfeccionarse. La gente se ha sentado de tal forma que la plaza parece una larga platea y desde allí, cada uno de los circunstantes aplaude y ríe con las ocurrencias de aquel tipo de rostro enharinado y bigotito a lo Chaplin.

La tarde transcurre lenta en este verano citadino. Los paseantes caminan con cierto desgano y los que tienen la ocurrencia de pasar delante del mimo, caen rápidamente en sus garras. La señora que se cimbra, el tipo que arrastra un maletín con ruedas y el viejo que avanza haciendo morisquetas, todos ellos y muchos más, son remedados por el fotográfico talento del muchacho. La gente ríe y aplaude sus imitaciones y más de alguna moneda cae en forma de recompensa para el talento del mimo.

La noche ha caído y la gente comienza a mermar. Pronto, la plaza queda solitaria. Entonces, el mimo entra a un baño, se limpia la cara con minucioso afán y sale convertido en cualquiera.

Ya en su humilde pieza, se mira al espejo y comienza a hacer gestos que uno pensaría que los realiza para no perder la costumbre. Pero no, el tipo se ha quedado estático, mirándose con fijeza. Acostumbrado a remedar a los demás, es ahora un verdadero maestro que imita a la perfección ese rostro apenado y esas lágrimas que ruedan por las mejillas del que está al otro lado del espejo…