Capítulo 30: “Al Borde del Cadalso”.
Nota de Autora: Favor leer el capítulo escuchando la canción “Mejor Morir en Pié”, de la banda española Tierra Santa.
Cada vez quedan menos capítulos, de hecho el título de éste dice demasiado…
¡¡¡Disfrútenlo!!!
Un dolor intenso y desgarrador en las muñecas despertó a Esperanza de golpe y porrazo.
Abrió los ojos de golpe y lo que se encontró consiguió lo que supuestamente nada en el mundo lograba: desconcertarla.
Es que la situación en que estaba no era para nada normal, ¿estaba segura de que eso no era un mal sueño?
La realidad llegó a atormentarla y la hizo saber que lamentablemente todo aquello era de verdad.
Ir a Francia había resultado ser el mayor error de su vida al parecer, porque de lo contrario no estaría en aquel estado tan deplorable. ¡¿Cómo había sido tan tonta como para no darse cuenta de que si iba a Francia tendría que enfrentar también sus propios delitos?!
Pero ahí estaba. Colgada al techo por los brazos, específicamente de sus muñecas, con unas cadenas de fierro, a juzgar por el ruido que proferían cada vez que se movía.
Aguzó la vista para tratar de ver más de su propia situación, pero sólo conseguía observar la negrura del lugar.
Poco a poco, consiguió alejar la penumbra de su mirar y pudo ver algo más.
Estaba a más de un metro y medio de altura del suelo. Las cadenas metálicas, efectivamente, se unían al techo de aquel lugar, por lo que debía tener mucho cuidado para no moverse más de la cuenta y caer.
El espacio era amplio, bastante a decir verdad. Tenía la forma de un cajón de cuatro metros de largo y un metro de ancho. Mientras que de altura tenía aproximadamente tres metros.
Una puerta blindada delimitaba el frontis y no se veía ventana alguna en los muros de piedra rústica entre que rojiza y café.
La iluminación no era precaria, sino que era inexistente, pues la única lámpara que se veía colgar del techo estaba apagada.
Cuando se perdía en sus observaciones, la puerta blindada de color gris que tenía frente suyo se abrió y la luz entró a raudales, encegueciéndola.
De ahí entraron dos policías del cuerpo policial nacional de Francia, quienes cerraron la puerta tras de sí.
Portaban una escalera. De un lado, uno de los policías subió para soltar a Esperanza de los grilletes que la ataban a la parte superior de la habitación y hacerla bajar por el lado opuesto.
Cuando ambos estuvieron abajo, el policía cerró y aseguró la escalera, mientras que el otro engrilletó a Esperanza de las dolidas muñecas con unas esposas plateadas.
Cuando la prisionera estuvo bien asegurada y tuvieron la confianza de que no iba a intentar huir, y de que al cabo lo conseguiría de proponérselo, abrieron la puerta y la hicieron pasar por una seguidilla de pasillos blancos, plagados de barrotes y celdas.
Cuando lograron salir de aquella parte de la cárcel, llegaron a un pasillo ubicado en el frontis, el cual estaba lleno de puertas de madera y ventanitas que con persianas cortaban la vista hacia el interior, teniendo placas metálicas que indicaban quien era el dueño de la mencionada oficina.
Cuando salieron, la subieron en la parte posterior de un vehículo el cual de inmediato echó a andar por las calles francesas.
A esa misma hora…
Arturo se despertó suavemente, en medio de abrigadas colchas de lana y polar, con una mullida almohada bajo su cabeza y sobre un blando colchón.
Abrió los ojos despacio, creyendo aún que se encontraba en el acogedor hotel de las Islas Canarias, pero grande fue su desconcierto al darse cuenta de que no estaba ahí.
Estaba en una habitación que contenía tres camas, contando la suya, forradas en un cubrecama azul. Al lado derecho e izquierdo había dos amplias ventanas cubiertas con una persiana blanca desde las cuales se veía el límpido cielo azul.
Las otras dos camas ya estaban vacías. La luz entraba a raudales por las persianas, y las paredes amarillas se veían más luminosas que lo que ya eran. Los armarios de madera estaban bien cerrados.
Estaba completamente solo.
Con el propósito de saber por qué estaba ahí, tras caer en la cuenta de que estaba en Francia y por qué estaba en el mencionado país, saltó de la cama.
Pero sus sorpresas no se detuvieron ahí. Estaba debidamente vestido con ropas de dormir. No recordaba para nada haberse puesto pijama, no recordaba cómo había llegado a esa habitación, no recordaba nada.
Odiándose a sí mismo por estar intruseando indebidamente en el armario, buscó sus ropas, las cuales para la mayor de sus desesperaciones no encontró.
Se colocó la pesada bata que encontró a los pies de la cama y salió de la habitación.
En el pasillo se encontró a una mujer que pretendía bajar las escaleras hacia el segundo piso, pues la edificación tenía cuatro, quien al verle le sonrió y, con un dudoso acento, trató de hacerse entender por el hispanohablante.
-Ya despertaste-le dijo en un tono amoroso.
-Así es, señora. Primero que nada, buenos días. Necesito saber dónde estoy, por favor-preguntó.
-En Boulogne-sur-mer-contestó la mujer que sobrepasaba ya los cuarenta años de edad.
-Eso ya lo sé, señora, pero…-dijo el chico, tratando de indagar más.
De pronto, sin que se lo esperase, la mujer francesa se acercó a él y le dio un cariñoso abrazo, largando un suspiro.
-Tranquilo, ya nada malo te va a volver a pasar. Estás en el Hogar Municipal de Menores-le dijo la mujer, mirándolo a los ojos.
-¿Por qué?-preguntó el chico.
-Tranquilo, tu secuestradora ya está en la cárcel-le “consoló” la mujer.
-¿Secuestradora?-preguntó el chico, completamente escéptico.
-Ya no trates de disimular que ella te secuestró… Ella pronto va a pagar por lo que te hizo-trató de confortarle.
-Señora-sugirió Arturo, tratando de no mentirle-, ¿me permite salir de aquí a recorrer la ciudad?
-Por supuesto, pero ten cuidado-le dijo, acariciándole maternalmente la barbilla-. Y trata de volver a la hora del almuerzo, pues a esa hora tendremos noticias del Gobierno de Chile para que te devuelvan al Seminario que es tu casa tras esta horrible pesadilla-sugirió para bajar la escalera.
-¡Ah!, por poco lo olvido. Espérame en tu habitación. De inmediato te llevo ropa-dijo la mujer con una sonrisa, volteándose en el primer escalón de la escalera.
El chico regresó a su habitación, rogando para sus adentros que le llevasen junto a la ropa su morral y que dentro de éste estuviese su verdadera vestimenta, que sólo podía ser atravesada por las lanzas de los Jothuns.
Tras rezar una y otra vez para que Dios le concediese aquel favor, la mujer ingresó a su cuarto.
Cuando ella se retiró del mencionado lugar, su alegría fue infinita: se le había cumplido el deseo.
Una hora más tarde…
Esperanza y la jueza se miraron atentamente a los ojos, como esperando algo la una de la otra, como tratando de hacer un acuerdo mutuo con tan sólo su mirada.
Efectivamente, en aquella sala con muros de madera, sillas de madera, piso y cielo de madera, banquillos de madera y todo de madera, flanqueada por dos policías y un abogado estatal, estaba Esperanza.
La estaban enjuiciando por ser una capitana pirata, es decir, por poner en riesgo a multitud de comunidades pertenecientes a las jurisdicciones de variadas naciones. También por asesinato, hurto, robo, estafa, asociación indebida, secuestro, amotinamiento y multitud de delitos que se aplicaban a un delito más extraño y poco usual en el mundo occidental: Piratería.
El abogado, un hombre que no superaba los veintisiete años, se puso de pié sudoroso en el banquillo que junto a ella compartía y se dispuso a defender a la acusada, sin saber si podría sacarla en buenas condiciones de aquella situación.
Estudiando todos y cada uno de sus propios gestos, el hombre de leyes miró por una última vez a la defendida y se le prendió la ampolleta.
Abogando que la chica estaba demente, es decir, que había cometido todos aquellos crímenes y delitos sin el pleno uso de sus facultades mentales. Así que en realidad no era realmente una criminal, sino una joven que necesitaba urgentemente auxilio psiquiátrico.
De más está decir que Esperanza deseó tener su Haenger ahí para poder matarlo de una vez. ¡Ese hombre decía cada barbaridad! De hecho ella no sabía si la estaba defendiendo o la estaba acusando de más cosas. Pero, sabiendo que matarlo empeoraría las cosas y que, a la larga, le servía pasar por loca, se tragó su rabia con muchos esfuerzos.
La jueza, completamente escéptica ante aquel argumento, que consideró extremadamente trillado, solicitó una prueba al abogado.
Entonces, el defensor público le mostró como una prueba que saltaba a la vista la vestimenta de la muchacha. Nadie, en su sano juicio, usaría como su indumentaria común y silvestre aquella ropa antigua de pirata.
La jueza abogó, aún así, que esa no era una prueba concluyente.
Como Esperanza era menor de edad, condenarla a lo que se merecía sería algo muy doloroso y sería señalada con el dedo por toda su vida, sin mencionar que la gente se polarizaría con el punto de vista del abogado.
-Esta pregunta va directamente para la acusada-anunció, mientras que Espe se puso de pié-. Usted está condenada a la pena capital, pero en vista y considerando de su edad y su condición mental, le puedo ofrecer la cadena perpetua-propuso.
-Mejor morir en pié-contestó secamente la joven, para la desesperación del abogado.
-Entonces, se encuentra sentenciada a morir en la silla eléctrica hoy a las dos de la tarde en la plaza principal de Boulogne-sur-mer-indicó la mujer, golpeando con el martillo, dando fin a la sesión.
Los dos policías levantaron a la engrilletada Esperanza y se la llevaron hasta el vehículo con rumbo a la cárcel para que esperase hasta la fatídica hora en que llegase su final.
A la misma hora…
Arturo salió presuroso, sin levantar sospechas, desde el Hogar de Menores, sabiendo que era cosa del tiempo que Esperanza fuese condenada a quizás qué cosa.
Grande fue su sorpresa cuando descubrió que un gran número de gente caminaba a tropel por la mitad de las calles y de los numerosos Boulevard que había en la ciudad.
También un numeroso grupo de gente bajaba de los verdes cerros que daban forma y cerco a aquella hermosa ciudad portuaria.
Algunos salían de las casas blancas y amarillas de tres o cuatro pisos en las que vivían subiendo a sus automóviles de última generación, tomando un rumbo similar por las intrincadas calles.
Antes no era así, él estaba completamente consciente de eso. Sólo cuando había comenzado a caminar un par de minutos más había tenido el dudoso placer de observar el tráfico que comenzaba a formarse con la llegada del mediodía.
Las palomas volaban desde los rojos, café y anaranjados techos de las casas con un rumbo desconocido.
Las autoridades salían de los edificios romanos y neogóticos para subir a sus elegantes autos con el mismo destino, todos.
Arturo se acercó a una de las personas que conformaban una de las caravanas que iban de a pié y trató de comunicarse con aquel hombre en un precario francés.
-Señor, disculpe-trató de hablarle.
-¿Qué pasa, muchacho?-preguntó el osco hombre, mirándole.
-¿Qué sucede? ¿Por qué van todos juntos hacia allá?-preguntó señalando una dirección fija.
-Vamos hacia allá, porque van a ejecutar a Esperanza Rodríguez, ¿acaso no escuchas la radio ni ves la televisión, muchacho?-replicó el hombre.
-¿Dónde la tienen ahora?-preguntó tratando de no parecer preocupado.
-Pues, ¿dónde crees? En la cárcel. No van a tener a esa criminal en la mitad de la plaza principal, mientras llegamos nosotros a ver cómo muere-dijo el hombre como si fuese lo más obvio del mundo.
-¿A qué hora será la ejecución?-preguntó, como fingiendo que tenía todo el interés del mundo en ir a ver cómo moría una persona.
El hombre miró la hora y lanzó un silbido.
-Si de verdad quieres ir a ver la ejecución tienes que apurarte, pues es dentro de hora y media-le dijo.
-Gracias, señor, pero cuento con tiempo aún-dijo el chico.
-No hay de qué, muchacho-dijo el hombre.
Tras cruzar aquellas cortas palabras, el francés siguió camino junto a la gente con quien iba y Arturo trató de hacerse un espacio para ir contra la corriente, en dirección opuesta, hacia la cárcel.
Media hora después…
La puerta de la celda de reos peligrosos chirrió con fuerza, la luz entró a raudales.
Esperanza quitó la vista, miró hacia cualquier otro lugar que no fuese hacia los verdugos que la venían a buscar para llevársela a la plaza, pero no precisamente a pasear.
Aún así, no pudo evitar extrañarse de que la viniesen a recoger tan temprano. No podía creer que hubiese llegado su hora final.
Estaba tranquila, pero no podía evitar que le preocupase morir, no ver ninguna salida de aquel asunto, pues simplemente no había escapatoria real aquella vez.
La puerta chirrió de nueva cuenta, cerrándose tras quien ingresaba.
La chica se reacomodó en los grilletes, sintiendo que al menos aquel horrible dolor pronto iba a pasar.
-Capitana, suba sus piernas a mis hombros, ¡rápido!-se escuchó la voz de Arturo.
Esperanza volteó sin poderlo creer. Pensó que jamás volvería a verle, ni a él ni a su tripulación ni a su navío.
Y ahí estaba el muchacho, ofreciéndole sus seguros hombros para que ella se asentase allí.
La chica, obedeciendo por primera vez en su vida, sabiendo que de ello dependía vivir o morir, se acomodó en los hombros del muchacho.
Arturo no quiso mirar la cara de su capitana, sabía que ella sufría y se lo callaba, pero sus ojos jamás mentirían, sólo ocultarían muchas cosas que sólo los interesados podrían saber.
Cuando sintió que ella estaba segura sobre él, le tendió la llave de los grilletes haciendo un suple con el Haenger de la muchacha para alcanzar las manos de ésta que estaban en altura.
Con una habilidad excepcional ella cogió con su aprisionada mano derecha la llave y soltó la mencionada muñeca, pues el otro brazo estaba muy lejano.
Una vez que tuvo la diestra libre, giró sobre su cuerpo y liberó la otra mano. Arturo se agachó, sosteniéndola siempre, y la ayudó a bajar de su espalda.
Una vez abajo se abrazaron con todas sus fuerzas. Entonces el muchacho le entregó la espada, la lanza, la pistola, las vainas y ella se las colocó al cinto rápidamente, también guardaron la llave para que nadie cayese luego en aquel lugar, en aquella horrible antesala de la muerte.
Tras eso largaron a correr a toda velocidad con rumbo al puerto.
Los barcos pesqueros ya habían vuelto hacía multitud de horas a tierra, probablemente a las ocho de la mañana.
Era un puerto extraño: predominaban los veleros por sobre otro tipo de barcos.
Los cascos en su gran mayoría eran blancos y llevaban escrito a estribos su nombre, eran poco profundos.
Tenían tres pequeños mástiles con las velas arriadas y las jarcias en cualquier posición.
La cabina de mando estaba cerrada con llave.
Pero ninguno se igualaba siquiera al maravilloso Rosa Oscura. Con sus velas a medio arriar, su casco resplandeciente al sol, su majestuosidad. Ninguno ni siquiera intentaba compararse a él.
Pero ahí estaba, en mitad del mar. Nadie sabía cómo, pero la Zeven Provinciën se había contentado sólo con remolcarle hacia aquel bello puerto francés la madrugada anterior y abandonarlo a su suerte, tras capturar a toda la tripulación.
La capitana había sido sentenciada a muerte, el contramaestre iba a ser deportado y la tripulación encarcelada. Sin embargo, la capitana seguía viva, el contramaestre seguía en territorio francés y sólo la mitad de la tripulación estaba rumbo a París para ser juzgada.
Así se lo hizo saber Arturo a Espe cuando se alejaban del vacío puerto, sin ninguno de los pescadores, pues se preparaban para ver la ejecución que no podrían ver.
Luego subieron al navío y se alejaron rápidamente de terreno francés, con la fe de que pronto liberarían a la mitad de los suyos, de que pronto les volverían a ver.
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