Capítulo 29: “Islas Canarias: Al Otro Lado del Mar”.
Nota de Autora: Primero que nada, les pido que lean mientras escuchan una canción genialísima de mi banda favorita: “Mägo de Oz”. El nombre del tema musical es “Runa Llena”.
Ahora, por fin, Espe y Arturo llegaron a las Islas Canarias. Veremos cómo se les da la vida en Europa, a un paso de conseguir su gran aventura.
Corrían los mediados del mes de octubre y el mal humor hacía mella en la tripulación. Habían sufrido una seguidilla de veces los crueles embistes de la naturaleza mediante huracanes y marejadas, por sólo mencionar algunas de las cosas que habían tenido que tolerar.
El casco estaba roto en varias partes. Por pura buena suerte no habían naufragado por el agua que entraba a diario en la galera de la nave y las velas estaban completamente rasgadas, así que el viento hacía lo que se le daba en gusto y gana con el curso de la nave.
El ser humano es así, suele fijarse en el lado negativo de la situación y no en el positivo. Podrían haberse dado por afortunados de tan sólo haber visto que el timón estaba en buen estado y que rebosaban en víveres gracias a sus incursiones en su honesto oficio…
Pero claro, preferían sólo ver que jamás llegaban a las Islas Canarias y que los enanos con sus peticiones reiteradas de víveres les habían retrasado meses en la travesía.
Ese era un atardecer como todos, pero nada es lo que aparenta y nuestros protagonistas lo sabían bastante bien, lo habían aprendido hace bastante tiempo…
El cielo estaba arrebolado a pesar de que aquel día no había habido una gran nubosidad, de hecho con suerte había dos nubes pequeñas a gran altura que se veían tan finas como una línea blanquísima.
El sol trataba de esconderse en el rojo horizonte que quería purgar las almas de los piratas que tanta sangre habían derramado en el Caribe que recién acababan de dejar.
De pronto la corriente comenzó a volverse más fría y les impedía el paso, tratando de hacerles correr en dirección al oeste.
Esperanza levantó la vista desde el timón, del cual hacía tiempo no quitaba la mirada y susurró para sí:
-Corriente de las Canarias-con una sonrisa pícara en los labios.
Y ahí estaba el helado, puro y límpido mar azul moviéndose en contra de ellos y en contra de las rocas.
Ahí, con sus múltiples islotes pequeñitos y sus acantilados de roca volcánica, apareció al noreste una de las siete islas que componían el archipiélago español de Canarias: la mítica Isla del Hierro.
La brisa fría le confirmó a Esperanza el lugar en que estaban y la duda asaltó a varios de sus tripulantes menos experimentados.
El señor Wells, abogando por toda la tripulación y por su curiosidad y eternas dudas, subió en volandas al puente de mando a encarar a su capitana.
-Capitana, es sólo mi idea o hemos llegado a…-dijo el señor Wells sin poder concluir su frase.
-La Isla del Hierro-lo interrumpió su capitana, confirmándole todas las sospechas.
Entonces Wells se volvió hacia la tripulación que estaba o trabajando en los aparejos o vagando por las barandas del navío.
-Hemos llegado a las Islas Canarias-gritó eufórico.
-¡Sí!-contestó la tripulación igualmente eufórica, alzando sus puños al aire, abrazándose entre ellos.
Por fin habían llegado al destino que habían estado buscando durante meses y que tanto se habían negado a entregarse a ellos para volver a embarcarse en una aventura completamente diferente. Entonces dejaron de manejar las velas y se volcaron raudos hacia babor.
Y no se había ido, seguía ahí la tierra que tanto habían buscado: Las Islas Canarias, la Isla del Hierro, la mítica y famosa Isla del Hierro.
Aún así, el hermoso Rosa Oscura no se detuvo en los acantilados pintados con su perenne y natural verde musgo incrustado en las rocas volcánicas que hace miles de años habían hecho a la isla emerger desde el fondo del océano Atlántico de la mano del volcán que reinaba en aquel pedazo de rocas.
Sino que siguió andando con su grácil rosa café a la cabeza por el océano, bordeando la isla hasta dar con las costas del lado septentrional.
Y allí apareció tres horas después, ante sus ojos, el Valle del Golfo.
La noche no les permitía apreciar la isla y su natural belleza por completo, pero a la luz de las estrellas emergieron algunos rasgos que jamás se borrarían de su memoria.
-Prepárense para el desembarco y que la mejor de las suertes les acompañe en tierra-dijo Esperanza cuando se sintió capaz de decir algo, sosteniendo el timón entre sus manos, como para no derrumbarse ahí mismo.
Ahí, bajo la luz de la luna menguante que brillaba blanca en el cielo con toda su fuerza, demostrando su presencia en todos los lugares del mundo, vieron el Valle del Golfo.
Ese era el lugar que daba nombre a la isla por completo. Visto desde lejos, o en altura desde el volcán de la isla, era similar a una herradura y como las herraduras son de hierro, el trozo de tierra flotante recibió el nombre de “El Hierro”.
Enclavadas, en las rocas revestidas de verdes pastos, se encontraban las casas del pequeño pueblo de Sabina, el cual no sobrepasaba los trescientos diez habitantes.
Las casas tenían la fachada blanca. Las ventanas, como en pocos lugares del mundo, no estaban recubiertas con protecciones de fierro para cuidarse de los ladrones. Los tejados eran de color rojo colonial. La mayoría era de dos pisos y estaban esparcidas en el extraño trazado de piedra bolón del pueblo, el cual era delimitado por espesos bosques de sabinas.
A pesar de ser mediados de octubre recién preparaban la gran celebración de san Simón, su santo patrono local.
El Rosa Oscura echó amarras en una zona cercana al poblado, pero por razones obvias al nivel del mar. Se cubría con uno de los muchos acantilados de roca que se formaban en los cerros que daban forma a la isla.
La tripulación se fue dispersando. Algunos se despidieron educadamente y otros olvidaron todas las reglas de la buena educación y echaron a andar como si nadie conociese a nadie, haciéndose acompañar de dos o tres compañeros de navío.
Muchos se fueron con rumbo al Hotel del Pozo de la Salud, una de las construcciones más importantes y célebres entre los isleños y turistas que abundaban en aquel lugar.
Esperanza echó a andar, seguida como de costumbre por Arturo, quien no la dejaba sola ni a sol ni a sombra.
Se internaron por los roqueríos de la playa hasta que consiguieron llegar al célebre Pozo de la Salud.
Junto a un gran murallón de roca, recubierta en arena y algunos pastos que se movían al son del frío viento consiguieron divisar un suelo de piedras volcánicas que juntas hacían la forma de una cuadrícula gris y natural.
Una escalinata de dos o tres peldaños, también de piedra, conducía a las aguas termales que, según la cultura local, tenía la capacidad de dar una juventud y salud excepcionales a quien se bañase y bebiese diariamente de ellas.
Era una suerte de piscina muy pequeña y poco profunda de la cual emergía una noria sujeta por unos maltrechos tres palos de madera y una polea de la cual colgaba un balde para dar de beber aquellas aguas.
Hacia su izquierda podían ver la edificación café chocolate de tres o cuatro pisos que recibía el nombre de Hotel del Pozo de la Salud, el cual tenía una piscina alimentada con las mismas aguas termales al igual que las duchas del interior.
Ambos se acercaron, en completo silencio a contemplar las límpidas aguas. Esperanza se arrodilló a pasar una de sus manos en el agua. Juntó sus manos y se dispuso a beber.
A los ojos de Arturo, ella parecía ser la muchacha más increíble, bella y valiente que había conocido jamás.
La muchacha se dispuso a quitarse las botas para mojarse los pies, cuando una idea azotó su mente.
-No, por favor, no te desnudes aquí-pidió Arturo adivinando los pensamientos de la joven.
Ya estaba cansado de tener que luchar contra sus sentimientos, estaba aburrido de tener que privilegiar sus pensamientos siempre, ya estaba hasta más arriba de la coronilla de la batalla campal que su mente y su corazón armaban en tan sólo segundos con sólo verla.
-No pensaba desnudarme aquí, contigo. Eres hombre al fin y al cabo-dijo, siendo completamente honesta, pues eso había pensado desde un comienzo.
Unos pasos se sintieron en la roca. Esperanza, haciendo un gesto de silencio a Arturo se colocó las botas de nueva cuenta y en un santiamén desenvainó la espada. Ambos se quedaron en las sombras.
-Vaya… ¿No creéis que sois muy jóvenes para andar hablando de esas cosas?-se escuchó la socarrona voz de una mujer que, a juzgar por su acento, era española.
Y el sonido de las botas siguió acercándose hacia el lugar en que ellos estaban escondidos en un recodo del cerro.
-Pero aún así os escondéis de mi…-continuó cuando los descubrió.
Esperanza alzó su espada y se acercó amenazante a la mujer.
-Somos libres de estar donde queramos y no tenemos nada que hablar contigo-dijo, sabiendo que lo que decía era completa y honestamente cierto.
Le soltó un mandoble, pero la mujer lo esquivó sutilmente y le dirigió una sonrisa que Espe pudo apreciar a la luz de la luna.
-No os pongáis así, chica-le dijo.
Era una mujer que rayaba en los treinta años de edad. Tenía el pelo negro. Era de tez clara y ojos marrón. Vestía completamente de negro. Llevaba pantalones y chaqueta de cuero, al igual que sus botas altas.
Esa respuesta tan delicada sólo consiguió desatar más furia en Esperanza, quien le soltó otro mandoble a ver si con ese se quedaba callada y se alejaba de ahí.
Pero Arturo consiguió sujetarle el brazo y decirle al oído las siguientes palabras:
-No, por favor-con un tono de súplica.
La chica bajó el sable, pero aún así no lo envainó.
-¿Qué quiere de nosotros?-preguntó con un tono seco y frío.
-Esperanza, Esperanza, Esperanza, no seáis tan fría-dijo con tono entre que irónico y dulce.
-¿Qué desea?-repitió la chica.
-Mejor venid vosotros conmigo a mi cabaña en el bosque, no queda muy lejos y podré deciros lo que necesito que sepáis-dijo la mítica mujer.
-¿Con una desconocida? No somos la clase de personas con las que ese juego le funcionará. Además, ni siquiera nos conoce-replicó Esperanza.
-Os conozco mejor de lo que creéis y he olvidado cuán desconfiada podéis llegar a ser, Esperanza Rodríguez. Así que mejor os propongo ir a conversar al Hotel, ¿qué os parece?-replanteó.
-No nos conoce, así que no puede tener nada de qué hablar con nosotros-dijo Esperanza, manteniéndose firme en su postura.
-En el Hotel no podré haceros nada malo-trató de convencerle la mujer.
-Podría al igual que en cualquier otro lugar-replicó Esperanza.
-Podría, claro que sí, pero no debería en vista y paciencia de todo el mundo. Os propongo hablar en el Comedor-dijo la mujer.
Al ver que la situación era viable, pues involucraba comida gratis y multitud de cosas buenas, además de seguridad, la difícil Esperanza aceptó por fin la invitación.
El recepcionista del Hotel les indicó las habitaciones que ocuparían ambos, mientras que saludó cortésmente a la herrereña, pues ella al igual que todos en el lugar era conocida.
Tras eso les señaló el camino hacia el comedor del establecimiento.
Era un fino lugar con las paredes color amarillo vainilla y las mesas esparcidas por doquier con las patas de madera talladas. Uno que otro sillón era posible hallar a los costados y la fuerte iluminación estaba a cargo de unos candelabros eléctricos.
El garzón no tardó en llegar y, por cuenta de la canaria, comieron gofio integrado a un caldo de mariscos originarios de la zona. En el plato de fondo se sirvieron quesos con potaje. Todo lo acompañaron con vinos propios de la isla, que eran de bastante buena calidad y de postre hubo bienmesabe.
Pero no todo fue jolgorio y llenarse como quisieran, sino que la curiosidad empezó a hacer mella en Esperanza y quiso saber más de esa desconocida, para saber a su vez si debía huir o si estaba medianamente fuera de peligro.
Resultó que aquella mujer era una célebre pitonisa del lugar, lo cual le erizó los cabellos tanto como a Esperanza como a Arturo, llevándoles a preguntarse si debían seguir ahí o no y cómo habían llegado a aquella situación tan peligrosa.
Pero ella no se dedicaba a predecir el futuro y nada más como sus congéneres, sino que tenía manejo de las artes del seid y los Jothuns le perseguían como a ninguna otra.
Cuando comentó eso, Esperanza puso atención con redoblado interés, pues había encontrado al fin el punto que les unía a ambas.
La española se había enterado años atrás de la leyenda de que una chica de trece años, acompañada de un muchacho de su misma edad, tendrían que encontrar el Brisingamen para evitar que los Jothuns pidieran el deseo de destruir el Árbol de la Vida.
Desde aquel momento ideó unas pulseras que ayudarían a ambos jóvenes a saber en quién debían confiar y en quién no. Pues, en el último trayecto de su viaje, no serían pocas las personas que tratarían de traicionarles y llevarles por el camino equívoco para causar su perdición y facilitar el Ragnarök. Y ellos, de buenas a primeras, no sabrían quién era del buen lado y quién no.
Eso llevó a Lorena, que ese era el nombre de la pitonisa, a estar en la lista de las personas más buscadas por los Jothuns por atreverse a ocupar el seid que ellos pretendían reservarse para que nadie, como ella, pudiese interferir en sus planes.
Eso la conllevó a tener que refugiarse en la Isla del Hierro, en aquel bosque, a la espera de Esperanza y Arturo.
Y cuando ella predecía su propio futuro hace un par de meses atrás, comenzaron a aparecer en su destino la Capitana Rodríguez y su segundo de abordo. Ella supo de inmediato quiénes eran y cómo eran.
Y, una semana antes de su arribo, supo dónde desembarcarían y la hora exacta en la que tocarían tierra, por eso pudo encontrarles con tanta facilidad.
-¿Cómo sabremos si las pulseras funcionan o si usted nos está boicoteando?-preguntó la siempre suspicaz Esperanza.
-Probad la vuestra-sugirió la pitonisa.
Tras esto, le abrió una mano, la derecha por más señas, y depositó una pulsera de cobre con una lámina de vidrio aplicada sobre la parte del dorso de la mano.
Esperanza abrió su mano y se quedó contemplando aquella bella pieza de cobre tallado para luego instalarla en su brazo izquierdo.
-Bien, ahora mirad fijamente a los ojos a cualquiera de las personas en este cuarto y luego observad vuestra pulsera. Si está de color rojo, significa que debéis alejaros con celeridad de aquella persona, si está de color blanco, podéis confiar sin ningún problema-explicó la mujer.
Esperanza decidió hacer una prueba fácil y que le ayudaría a saber de buenas a primeras si es que aquel mágico artefacto funcionaba como era debido o no.
Miró a Arturo a los ojos por el espacio de unos instantes y luego miró el vidrio de la pulsera, el cual se había tornado de un color blanco.
La chica sonrió para sí. Después de todo, su compañero de travesía no pretendía boicotearla. Pero aquella era una prueba demasiado fácil.
Decidió dar un paso más osado: mirar a los ojos a la pitonisa por cuya cuenta corría la invitación. Y el vidrio siguió estando blanco.
Quizá ella misma, con el uso de sus poderes había adiestrado las pulseras para que no delataran sus malas intenciones.
Decidió probar de una forma completamente diferente.
Justo en esos momentos arribaba hacia la mesa el garzón para entregarle la cuenta a la pitonisa y para recoger los platos sucios del postre.
Esperanza, en una fracción de segundos, miró a los ojos a aquel hombre, quien al detectar su mirada de escrutinio le dirigió una sonrisa pícara.
La chica bajó los ojos hacia el vidrio, el cual se había tornado con un fuerte rojo pasión.
No cabía duda, aquel hombre no era de confianza y esa pulsera funcionaba a la perfección, pues ese mesero jamás le había dado suficientes motivos como para confiar en él.
-¿Y?-preguntó la pitonisa.
-Toma la tuya-le indicó la chica a Arturo-. Funcionan a la perfección.
Arturo recibió la suya, la cual instaló en su brazo izquierdo al igual que su compañera.
Tras eso siguieron conversando de diferentes cosas relativas a los Jothuns y la persecución que mantenían en contra de ellos tres.
Aún así, la natural desconfianza de Esperanza y la, igualmente natural, timidez de Arturo les impidieron llevar una conversación abierta y honesta con la pitonisa.
Al cabo de un rato decidieron ir a dormir y, para no desaprovechar la invitación, ingresaron en sus habitaciones del Hotel.
Por primera vez en mucho tiempo se pudo decir que tuvieron una noche decente.
Arturo se dedicó a dormir tranquilamente, mientras que Esperanza, tras darse una ducha rápida, se dispuso a ver televisión durante toda la noche.
Mediodía, Restorán del Hotel del Pozo de la Salud, Isla Hierro…
Esperanza y Arturo estaban almorzando con gran apetito en el comedor. En todo el día era la primera vez que se encontraban, pues Esperanza había dormido toda la mañana feliz de la vida sin recordar siquiera la presencia del despertador, tras toda una noche de ver películas y series de televisión.
La extraña pitonisa herrereña se había ido sin siquiera despedirse. Quizás volviese a verlos aquella tarde, quizá había desaparecido para siempre de sus vidas dejándoles aquel interesante legado.
En el comedor también estaban consumiendo sus almuerzos con un gran apetito gran parte de los antiguos tripulantes del Rosa Oscura, quienes habían viajado con ellos desde Tortuga.
Muchos de ellos ni siquiera habían encontrado un navío en el cual embarcarse, ya fuese mercante o pirata, lo cual los tenía bastante deprimidos.
De pronto, uno de los tantos meseros se acercó a la mesa de Esperanza y Arturo para sugerirles que se sirvieran algo de plato de fondo, pues recién iban en la entrada, la cual nuestra querida capitana acompañaba con algo de ronmiel para disgusto del camarero.
-Señorita, ¿podrías acompañarme después? Tengo que hablar con vos-sugirió tratando de parecer respetuoso y educado.
Esperanza le miró a los ojos durante unos segundos y luego observó el vidrio de su pulsera, el cual estaba peligrosamente rojo.
-¿Por qué no me dice mejor ahora lo que tenga que decirme?-inquirió para cortarle la inspiración sin parecer alarmantemente maleducada.
-Es que es algo demasiado personal, señorita, como para andarlo divulgando en presencia de otras personas-dijo, mirando incómodamente a Arturo.
-Entonces, prefiero no oír lo que tiene que decirme-dijo ella secamente, cortando aquel incómodo asunto de una buena vez.
Entonces, el camarero hizo algo que nadie se hubiese esperado. De un solo jalón levantó a Esperanza del asiento y con fuerza bruta la trasladó hasta la puerta que dividía el comedor del hall, la cual abrió de un puro empellón.
-Te digo que me acompañes-le bramó muy cerca del oído.
A esas horas, aprovechando la momentánea ausencia del recepcionista se dirigió hasta la fina escalera de caoba y estrelló a Esperanza contra la caja escala con todas sus fuerzas.
Esperanza desenvainó su Haenger y se lo colocó en el cuello.
-Ahora que están todos aquí, dime educadamente, si es que puedes, claro, qué es lo que quieres-dijo.
El hombre dio vuelta la cabeza intuitivamente y, efectivamente, allí estaba la mayoría de los turistas que a esas horas almorzaban en el comedor, quienes le habían seguido a tropel.
-Quiero esa pulsera, dadme esa pulsera y os pediré disculpas de rodillas-dijo retomando su seguridad en sí mismo y con un tono de voz más suave que el que había ocupado con anterioridad.
-No. Es mía y no se la doy a nadie-respondió ella con sequedad.
-¡Qué me la des!-le bramó el tipo, sacudiéndola de los hombros como un loco.
-¡Suéltela!-le gritó una voz por detrás.
El hombre se dio vuelta y vio a Arturo, quien le apuntaba con su pistola a la cabeza, secundado por dos personas más.
-¡Cállate! ¡Tú eres el siguiente! ¡Quiero ambas pulseras!-dijo el tipo, soltándole un bofetón que lo dejó despatarrado en el suelo.
-¡Suficiente!-gritó Esperanza, liberándose del yugo del mesero con un certero golpe de su espada en el cuello de éste-. No tendrás ninguna de las dos.
-¿No?-preguntó él burlescamente.
-No-respondió ella con más seriedad, ensartándole la espada en lo más profundo de la mitad del abdomen.
El hombre abrió los ojos como un pescado muerto. De su boca salieron gajos de sangre y, tras convulsionarse un poco, cayó al suelo completamente muerto.
Un grito general de terror sacudió a los elegantes turistas que tuvieron el desagrado de presenciar aquella escena.
Tres policías se acercaron a Esperanza con el más puro interés de apresarla por el asesinato cometido, pero ésta defendió su libertad bravamente con el puño en la espada, ayudada siempre por el puritano Arturo, quien no entendía qué lo movía a apoyarla en semejante pecado, crimen y delito.
Cuando consiguieron salir, corriendo como alma que lleva el diablo, seguidos por la mayoría de la guardia costera del pueblo y de los policías que se salvaron en el Hotel, abordaron el Rosa Oscura, dándose boca de jarro con una interesante sorpresa.
-El rumbo, capitana-pidió Wells, pero al ver el rostro de sorpresa de la joven, continuó-. No íbamos a dejarla sola en una situación-explicó.
-¡Francia!-gritó frenética, reponiéndose como solo ella sabía hacerlo.
-¡Francia!-repitió alegre la tripulación, alzando sus puños y corriendo a sus puestos, dispuestos a vivir esa nueva aventura.
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