Capítulo 28: “Submare: El Inframundo”.
Nota de Autora: Primero que nada, por favor lean el capítulo escuchando la canción “Fiesta Pagana” de Mägo de Oz. Si prueban la experiencia verán que le viene como anillo al dedo.
La idea principal acerca de quiénes viven en el Triángulo de las Bermudas y por qué es tan peligroso es cortesía de mi mamá, así que el capítulo va dedicado a ella como agradecimiento por transmitirme aquello.
Sin más dilación, espero que les guste este capítulo, pues me esforcé mucho estudiando geografía para darle un sentido lógico a las locaciones.
Era mediodía, pero las nubes cubrían el cielo haciendo dudar si es que había un sol sobre ellas. Sólo faltaban las estrellas para completar aquel tétrico y terrorífico aire nocturno que reinaba por aquellos lugares.
La tripulación trataba de mantener el manejo del velamen que parecía rebelarse contra ellos y sólo conseguían estrujar aquellas telas obteniendo litros y litros de agua salada.
Los baldes se hacían pocos en los esfuerzos de los tripulantes de eliminar el agua de la cubierta del Rosa Oscura y de las bodegas, donde si entraba un litro más, la nave zozobraría.
Algunos ya habían comenzado a rezar por sus almas como locos, pues pensaban que aquel era su fin, que ahí acababa el mapa de sus vidas.
Otros rogaban por la ilusoria calma del ojo del huracán en el cual estaban inmersos.
Era demasiado terrible, demasiado cansador, tener que resistir el huracán en alta mar, pero les consolaba saber que eso era mil veces mejor que sobrevivirlo en tierra.
La única que permanecía medianamente estoica era la Capitana Esperanza Rodríguez. De pié llevaba casi un día completo frente al timón, pero eso no importaba mientras su querido navío se mantuviese a flote y la tripulación siguiese con vida. Nada importaba mientras pudiese repartir su furia como de costumbre mientras mascullaba las más horrendas maldiciones.
-Capitana, debes ordenar que arríen las velas-dijo la impetuosa Antonelle, tras haber subido a duras penas las escalerillas que conducían al puente.
-Tú no eres nadie como para obligarme a nada-dijo la siempre soberbia Esperanza, sobreviviendo estoica como siempre al fortísimo vendaval que llevaba el velamen y por ende al navío en cualquier rumbo existente en aquel lugar.
-Es la única salida-dijo Antonelle sosteniéndose como podía en pié, pues el viento ya estaba esforzándose en hacerla caer como a toda la tripulación.
-Seguiremos atrapados aquí. Debemos navegar así. Además, dentro de cuatro horas debemos registrar si amaina o no, así podremos tomar una buena decisión-indicó Esperanza.
La verdad es que navegar en aquel lugar era algo medianamente imposible. Ya habían ingresado en la fortísima y temida Corriente del Golfo, eso quería decir que estaban en medio del Triángulo de las Bermudas, el cual para mantener la costumbre presentaba sus nada amigables huracanes.
Era imposible navegar por ahí. Era como estar en medio de un ancho y torrentoso río en medio del bravo mar, sobreviviendo a un fuerte huracán, con la corriente arrastrándote, con la lluvia empapándote, con el océano alimentándose de ti para nunca más hacerte volver a la superficie, para que olvidases de donde venías y que aquel lugar se olvidase de ti.
No era nada placentero.
Esperanza aún conseguía torcer los rumbos equívocos con un golpe de timón propinado con el triple de sus fuerzas, afirmándose fuertemente en aquella rueda para no caer.
La tripulación se balanceaba de un lado a otro de la cubierta, sujetándose de las jarcias para no salir volando del barco y caer en el bravío mar.
Aún así, seguían todos en cubierta, esforzándose por darle un rumbo a la nave y salir con vida. Aún así, todos se negaban a morir. Aún así, todos querían, anhelaban, deseaban en lo más profundo de su corazón, salir vivos de aquella gran aventura.
Llevaban casi 24 horas sin dormir. Todos los tripulantes en cubierta. No habían comido casi nada, por no decir nada en la mayoría de los casos. Algunos hacían carreritas cortas con rumbo a la tercera sub cubierta para poder inspeccionar que todo estaba en orden y que el agua no seguía filtrándose.
La tormenta caía sobre sus hombros de una forma agobiante, el viento los zarandeaba con todas sus fuerzas, el mar hacía todos sus esfuerzos por llevarles hasta el fondo de sí.
Ya contaban con varias averías, pero aún así el Rosa Oscuro seguía a flote, moviéndose como un simple y ligero barquito de papel ante aquel huracán que el vasto mar ofrecía, en aquel vil espectáculo aún no le había dado por zozobrar. Seguía a flote contra todas las predicciones.
De pronto, de la nada, surgió en medio de la corriente un abismo redondo, completamente similar a una cascada.
No fueron pocos los que tuvieron que pestañear en reiteradas ocasiones para repetirse a sí mismos, para convencerse a pesar de que no creyesen en sus propias palabras, de que estaban en alta mar y no en cualquiera de los muchos lugares que la corriente del Río Amazonas atravesaba en su caudal.
Pero ahí estaba, frente a ellos, traicionando la poca cordura que les quedaba en esa situación tan contraria a la normalidad.
No podían creerlo, pero era completamente cierto. El verde, cristalino y exaltado mar se abría, dejando a su paso un profundo precipicio en el cual caía el agua con toda su naturalidad.
Y eso no era lo más terrible ni asombroso de la situación. La corriente les estaba arrastrando en dirección a aquel abismo circular. Y, tratándose de la Corriente del Golfo, era muy difícil que lograsen torcer el rumbo.
-¡Capitana, vira a babor!-gritó frenética Antonelle desde el velamen, tratando de hacer todo lo posible porque éste no se descontrolase.
-¡Es todo lo que se puede!-replicó Esperanza moviendo como podía el timón que al parecer estaba traicionándola, dejándola a su suerte, condenándole a una horrible muerte.
-¡Dios se apiade de nuestras almas!-gritó Arturo, mientras se persignaba, siendo secundado por la mayoría de la tripulación.
-Capitana, permiso para lanzar los cañones por la borda-solicitó el señor Wells para aligerar el peso de la nave.
-Concedido, señor Wells-indicó Esperanza.
Pero todos los esfuerzos de ayudar a la nave a seguir un curso normal fueron en vano, pues, contra todos sus deseos, se vieron al borde del precipicio.
Cuando estuvieron en el borde un torbellino les engulló dentro y de ahí el barco se fue hacia el fondo del mar con tripulación y todo.
La caída fue profunda y desesperante. Sus buenos trescientos metros se vieron descender por el aire cercado por los torrentosos muros de agua salada mientras gritaban como locos por el miedo atroz que sentían.
Cuando consiguieron tocar con el barco el fondo del mar, estando afirmados de cualquier cosa fija para no caer, el abismo se cubrió con las aguas, quedando todo tan normal que, si no hubiese existido una corriente demasiado fuerte, hubiesen dudado de su propia cordura.
Lo que más les extrañaba era que no se sentían ahogados, que el agua no entraba en sus pulmones. Quizá eso era un sueño, un simple sueño. Pero, por si las dudas, preferían mantener la boca cerrada.
Esperanza, seguida por toda su tripulación, bajó las escalerillas y puso los pies en la arena llena de sedimentos.
Haciendo como si sus manos fuesen unos plumeros, sacudió la arena de unos cuerpos sólidos que había en el fondo del mar y lo que descubrió le heló la sangre tanto a ella como a la tripulación.
Allí había unas cuantas prendas de vestir al estilo de los antiguos griegos, unas cuantas tejas, unos extraños artilugios principalmente de cocina y una sólida escalera de piedra.
Antes allí había existido una ciudad a toda regla. Habían descubierto la famosísima Atlantis.
-Me pregunto quiénes serán estos jóvenes, especialmente la señorita capitana-pensó el anciano señor Wells, quien era tan supersticioso como Esperanza y se moría de miedo igual que ella.
Entonces Espe volteó, tratando de encontrar los ojos comprensivos de alguien, pero sólo consiguió ver miradas de reproche y rostros amoratados: su tripulación estaba ahogándose.
Tenía que encontrar el modo de volver a la superficie, no podían morir así.
Entonces, cuando ella sentía ya que el aire comenzaba a faltarle poco a poco caminó dos pasos y tropezó.
Si no hubiese estado casi ahogándose hubiese maldecido de buena gana, pero prefirió sacudir la arena del artilugio con que había tropezado y lo que descubrió la dejó en estado de semi coma: una portezuela estaba allí, esperando a ser abierta.
Era de metal, probablemente de estaño. Tenía tallados unos extraños símbolos y lo que la hacía más curiosa era que carecía de algo que la cerrase, ya fuese un pestillo, un candado, una cadena, una cerradura, lo que fuese. Sólo tenía un tirador, nada más.
Jaló con todas sus fuerzas del tirador y la puerta se abrió despidiendo de sí montones de arena. Y hacia abajo había una escalera de piedra, muy similar a la escalerilla del Rosa Oscura.
Y allí ingresaron los tripulantes uno a uno.
Cuando el último entró en aquella extraña estancia cerró la portezuela. Cuando todos estuvieron juntos, volvieron a respirar. Y cuando abrieron los ojos de nueva cuenta, el mundo fue completamente diferente.
La pared que estaba detrás de la escalinata, a ambos lados, había dos antorchas encendidas. Los peldaños de la escalera eran altos y con suerte llegaban a ser cinco, estaban algo derruidos por el paso del tiempo.
Las murallas eran de ladrillo y sostenían múltiples atriles de estaño en los cuales estaban ensartadas cuantiosas antorchas encendidas.
El suelo era de piedra cuadriculada y había multitud de mesas pequeñitas.
La altura de aquella sala era de aproximadamente un metro y medio. Y era bastante amplia. Al final de ella había una puerta desde la que provenían unos ruidos.
Si no hubiese sido por aquellos ruidos, nuestros protagonistas habrían pensado que se encontraban en la mítica ciudad hundida de Atlantis, la cual se encontraba abandonada por razones bastante obvias.
Pero no, ahí estaban aquellos extraños sonidos que demostraban a una ciudad que bullía de vida y eso no hacía otra cosa sino preocuparles, atemorizarles y alarmarlos.
Esperanza y Antonelle, intrépidas como eran, se pusieron a la cabeza del grupo y abrieron la puerta haciendo uso de la fuerza de ambas.
Lo que vieron les extrañó aún más de lo que podría decirse normal. Había una multitud de pasillos que se dirigían a la derecha, la izquierda, el frente y hacia abajo.
Antonelle hizo amago de abrir una de las portezuelas que se dirigían hacia abajo, pero Esperanza se encargó de detenerla oportunamente.
-No, no sabemos que hay ahí abajo-le dijo elocuentemente, a lo que la tripulante no pudo negarse.
Siguieron caminando y tomaron uno de los caminos que, al llegar al fondo del hall, que era igual que la habitación que hacía de antesala pero sin las mesas, con una luz roja resplandeciente que chocaba en la piel de cada una de las personas que estaba ahí, se bifurcaba hacia la derecha.
Todos no pudieron evitar asimilar aquel extraño lugar con un hormiguero.
De ahí, doblaron en dirección a la izquierda y se encontraron con una fundición de metales. Entre los materiales destinados a fundirse estaban aros de oro, monedas de todas las nacionalidades, trozos de barcos blindados, entre muchas otras cosas.
Las ollas eran gigantes y estaban predispuestas a fuego directo. Sobre escaleras, a los bordes de éstas, había unos seres diminutos siguiendo las reglas del trabajo artesanal.
Esperanza apenas les vio supo que eran enanos. Había variados motivos para saberlo: su estatura, sus características físicas en general, eran aficionados a la tecnología (aunque no fuese ni parecida a la tecnología ocupada por los seres humanos), les encantaban los metales. Era a prueba de tontos.
De pronto se dispuso a salir de la sala de la fundición uno de los enanos, no medía más de un metro veinte.
Al verles no pudo disimular su cara de sorpresa, pero supo reponerse de inmediato al reconocer a la viajera.
-Acompáñenme-pidió, saliendo muy ufano de la estancia, como si pedirle a seres completamente diferentes a él que le acompañasen fuese lo más normal del mundo.
Esperanza salió de la habitación, seguida por los pocos marineros que habían alcanzado a entrar y, una vez que estuvo fuera, alzó la voz:
-De aquí no me muevo-indicó.
El enano se dio vuelta, pues ya había asumido que le seguirían y había comenzado a caminar con rumbo a su destino.
-Como usted guste, señorita-dijo hincándose ante ella.
-¿Nos podría decir dónde estamos, por favor?-pidió tímidamente Arturo.
El enano se le quedó mirando completamente extrañado. Él sabía de la existencia de aquella viajera, pero no recordaba en lo absoluto la presencia de ese muchacho ni de toda esa gente que la acompañaba.
-¿Quiénes son ellos?-preguntó dirigiéndose a Esperanza.
-Eso a usted no le incumbe-respondió secamente ella. ¿Quién demonios se creía aquel enano como para preguntarle aquello? No tenían ningún vínculo, ella había ido a caer en ese agujero por las casualidades y crueldades de la vida.
-Como usted quiera, señorita Esperanza-dijo humildemente el enano.
La chica, cansada de tantos excesos de confianza, cursilerías y cosas latosas que en otras circunstancias hubiesen venido al caso, decidió cortar de una vez por todas el asuntito aquel.
-¿Qué lugar es éste? ¿Dónde estamos?-preguntó secamente.
-¿De verdad quiere usted saberlo, señorita?-preguntó el enano.
-Si no, ¿te preguntaría?-replicó ella irónicamente.
-Estoy seguro de que no le gustará nada saberlo. Usted está en medio del Triángulo de las Bermudas-dijo el enano con una graciosa expresión de seriedad.
-Eso ya lo sé. Lo que quiero saber es: qué es este lugar, cómo se llama, en qué coordenadas está ubicado y, por sobre todas las cosas, qué demonios hacen unos enanos aquí-contestó ella.
-Bien. Hace miles de años hubo una enorme isla con forma de triángulo aquí, en ella habíamos vivido los enanos desde hacía milenios, pues los Jothuns nos habían marginado. Pero una horrible noche se produjo un brutal terremoto en ella y se hundió estrepitosamente. Varios murieron aquella fatídica jornada. Los que sobrevivieron se hallaron a sí mismos en el fondo del océano sin saber cómo volver a la superficie. Entonces decidieron excavar lo más posible antes de morir. Al anochecer se encontraron con que habían trabajado tanto que habían construido una serie de túneles que ocupaban una expansión mayor que la isla y su zona que anteriormente estuvo poblada.
Pero, los problemas no acabaron allí. En un comienzo, hubo víveres, claro, pues recién acabábamos de hacer una vida natural, pero, a los dos meses de encierro en este hormiguero la hambruna comenzó a hacer estragos.
Entonces, varios que conocían el manejo del seid idearon un método para conseguir alimentos y las cosas que necesitábamos para hacer una vida normal, tal como lo hubiésemos hecho en nuestra isla.
Nos dedicaríamos a capturar naves con tempestades, con huracanes, y una vez que estuviesen al alcance de la puerta sus tripulantes ingresarían solos-cuando dijo esto, todos pusieron cara de “¡¿En qué lío me metí?!”-. Buscarían el aire y les intercambiaríamos su vida por víveres y su mano de obra. Ahora bien, si no nos quieren dar sus víveres y su trabajo podría optar a morir y nos apoderaríamos tarde o temprano de sus cosas-dijo el enano.
-Espera, espera, espera. Momento, a ver si entendí. Ustedes detienen barcos con huracanes y les roban hasta el alma para luego esclavizar a sus tripulantes, ¿no es así?-abogó Esperanza por el pensamiento de todos.
-Básicamente es eso, pero con ustedes no tenemos intensión de hacer eso… En Versunkenen Stadt no tenemos la intención de dañar a nadie, pero estando en este encierro obligado, en la mitad del Triángulo de las Bermudas, a veces es necesario matar para vivir-completó el enano, habiendo concluido el relato.
-¿Por qué tienen un destino diferente para nosotros?-preguntó Esperanza para luego añadir:-¿Cuál es el destino que nos prepararon a nosotros?
-Vuestro destino fue diferente desde que cumpliste trece años, Capitana Esperanza Rodríguez, Princesa del Seid, Hija de Freya-dijo el enano, demostrando todo su respeto en la muchacha.
Esperanza lo miró pasmada. Él sabía todo, completamente todo acerca de ella y eso era un arma de doble filo. Sin duda que aquel enano era un ser de completo interés, un ser oscuro, como sus compañeros, que miraba la muerte como un camino más y que se escondía en los confines de la tierra haciéndola mostrar su furia de vez en cuando.
-¿Qué debemos hacer? Necesitamos volver a la superficie y con vida-señaló ella, por si las dudas.
-Nadie desea impedirles eso. Son los únicos viajeros que han tenido esta suerte. El destino que tenemos reservado para ustedes es que nos den la libertad. Pero no podemos traicionar nuestros propios intereses, así que si no adivinan el propósito que les tenemos después de que yo les lleve a dar un recorrido por nuestra ciudad, tendrán que ceñirse a los destinos que los otros viajeros han tenido-profetizó.
-¿Todos deben adivinar?-preguntó Arturo completamente asustado.
-Con que uno lo sepa y lo comunique ya basta y sobra para que todos puedan volver con vida a la superficie a bordo de su navío-dijo el enano, sonriendo afablemente al muchacho.
-¿Cómo debemos arreglárnoslas para saber que esto no es una trampa que tiene como fin escondernos dentro de esta ciudad hundida?-preguntó Esperanza.
-No tendría sentido esconderles si queremos obtener la libertad gracias a ustedes-replicó el enano.
Tras eso, aquel hombrecillo comenzó a caminar seguido de Esperanza y su confundida tripulación.
Ingresaban por un pasillo, pero nunca sabían por cual iban a salir. Ese era un completo laberinto similar a un hormiguero.
En algunos pasillos se veían unas portezuelas que daban hacia las pobres habitaciones en las cuales vivían, en un completo hacinamiento, una familia completa de enanos. Su única luz era la que una pobre vela era capaz de darles. Dormían en unos cuantos camastros a mal traer y comían lo que se alcanzaba a robar de los pobres navíos y aviones que iban a caer a esa zona.
Otros pasillos eran como una ruta minera. Se podía ver a enanos picando la piedra, extrayendo vidrio, desde las paredes de los túneles mal alumbrados, llenos de terroríficas sombras.
Los seres humanos se acercaban enflaquecidos, desnutridos, sucios, con ojos que suplicaban ayuda a los recién llegados.
La maquinaria era avanzada considerando el estado de lamentable encierro obligado en que se encontraban, hasta podía decirse que era una prima muy cercana de la tecnología humana del siglo XXI.
-Hace mucho que las naves dejaron de pasar por aquí con regularidad, catalogando la zona de peligrosa, y nos dejaron casi sin víveres. Todavía trabajamos en utilizar lo poco que tenemos para poder llevar una vida decente, pero eso nos ha llevado a esta lamentable miseria. Tenemos tecnología suficiente, pero la tecnología no se come. Somos demasiados, por eso necesitamos de su ayuda-dijo con un tono lúgubre y lleno de emociones, hasta el más fuerte e insensible se hubiese conmovido de sólo oírle.
El enano se detuvo, demostrando así que el paseo había llegado a su fin y que debían cranearse en tan sólo un par de segundos lo que ellos deseaban, sino estarían en la pila de humanos desnutridos y esclavizados que tanto proliferaban por ahí.
-¡Tengo una idea!-anunció Esperanza.
Todos sus compañeros de travesía suspiraron un tanto tranquilos, pues ahora debían darse cuenta si era la idea correcta o tan sólo un volador de luces que les conllevaría a perder la única oportunidad que tenían de volver a la libertad.
-Nosotros, cuando volvamos a la superficie nos dedicaremos a saquear barcos, tres cuartos de lo que consigamos será para ustedes y el resto será provisiones para nosotros-propuso Esperanza, dándose seguridad a sí misma.
Pasaron unos segundos de embarazoso silencio, hasta que a la luz se vio los verdes y profundos ojos del enano, los cuales brillaban con una sonrisa.
-Eso es hablar. El día del Ragnarök contarán con nuestra ayuda. El seid debe ser liberado. Retrasaremos las naves de los Jothuns y, tras la batalla, ésta será su casa y nosotros volveremos a la superficie-dijo el enano.
-¡Eso es hablar!-exclamó Esperanza, confiando sin querer en las palabras del extravagante ser que tenía delante suyo.
Unos minutos después estaban en superficie, como si nada hubiese pasado.
No fueron pocas las veces en que tuvieron que ser succionados por el abismo para entregar sus provisiones a los enanos, cuyas condiciones de vida se mejoraban poco a poco gracias a aquellos piratas que con gusto hacían lo que mejor sabían hacer: robar y saquear por una buena causa.
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