EL LOCO DE LOS LIBROS
Desde la ventana de mi dormitorio podía ver perfectamente lo que ocurría en la vereda de enfrente, especialmente en ese negocio:”LIBRERÍA J. R”. Yo sabía que su propietario había comenzado desde abajo, como quiosco de diarios y revistas, hasta llegar a lo que es todavía ahora, una librería con nexo a una editorial pequeña, pero muy reconocida. Lo que ocurrió en su vereda me tuvo pegada a la ventana por un tiempo. Un pordiosero había elegido precisamente ese lugar, muy cerca de la entrada del negocio, para instalarse y pedir limosna a quien pasara. Con la clásica ropa, sucia, gruesa y harapienta en pleno verano, un sombrero hasta los ojos y una espesa barba ocultaba su rostro y edad. Ofrecía sin diferenciar peatones de clientes, por algunas monedas, unas pobres tarjetas de cartulina con, seguramente; dichos, aforismos, poesías que el mismo, yo veía, escribia en el momento… En principio el comerciante habría visto con buenos ojos esta ocurrencia como algo simpático y hasta emotivo, pero con el paso de los días noté su creciente disgusto ante su imperturbable presencia, nada elegante por cierto frente a su comercio. Y fui testigo también de sus esfuerzos por lograr que este hombre se fuera y no volviera nunca más. Fuertes discusiones, insultos y empellones le sucedieron, hasta que la misma policía debió actuar en esta disputa, aunque fue inútil porque ese tipo siempre regresaba… Entonces yo vi con estos ojos cuando el librero le ofreció un billete de cincuenta pesos, y que enseguida los aceptó y que se fue. Para volver la semana siguiente... Esta vez trayendo otra novedad, algo más para ofrecer; Desde mi lugar de observación parecía ser un libro o algo así. ¡ -Lo que faltaba!- me dije, ¡ Era el colmo del caradura!..Siguió ofreciendo sus consabidas tarjetas, pero ahora como señuelo, cosa que algunos, como al pasar se detuvieran a hojear el libro. Y le preguntaran algo sobre él...
No pude resistir mi curiosidad, salí y crucé a ver de qué se trataba esto nuevo. Y revisé lo que a una distancia parecía ser un libro hecho y derecho. Pero en mis manos no era más que un rústico ejemplar de una novela sin titular. Manuscrita en un simple cuaderno con sus tapas reforzadas con esa misma cartulina las tarjetas. Y le pregunté su precio;
-Cien pesos- me dijo ¡Ahora, al recordar, me explico porqué lo llamaron el loco de los libros! ¡Pretender vender un impresentable cuaderno mal escrito a ése precio, y justamente frente a una librería! Volví enseguida a mi puesto de observación para ver la trifulca que se venía. Efectivamente, el librero salió furioso. De un empujón y manotazos le arrebató ese “ libro”, y con una sola patada las tarjetas volaron por el aire. Volvió a su negocio entrando como una tromba sin dejar de maldecir de arriba abajo a este extraño y empecinado sujeto. Quien sin inmutarse recogió sus tarjetas y continuó ofreciéndolas como si nada hubiese pasado recién…
Y al día siguiente volvió con otro libro. Cuando esperaba una pelea mayor, para mi sorpresa no fue así. El comerciante se le acercó con una actitud menos agresiva, conciliadora, más dispuesto a dialogar que a discutir. Durante una hora estuvieron conversando en la vereda como casi dos personas de negocios. Finalmente vi que el editor tomó el libro nuevo, pagó los cien pesos que pedía y se despidieron dándose las manos como sellando un acuerdo entre caballeros.
Durante tres semanas sucesivas se repitió la misma escena; cada libro reciente que exponía aquel “loco”, inmediatamente lo compraba el comerciante. Yo no podía dormir tratando de develar ese misterioso tratado, hasta que llegué a la siguiente conclusión: El librero, después que haber leído algunos de sus escritos los consideró muy interesantes y dignos de ser editados como un buen negocio. Y por esto estaría pagando ese alto costo. Digamos que sin saberlo, había estado echando de su local a un talentoso escritor oculto bajo las mugrientas ropas de un pordiosero, cuya única intención no irían más allá de pretender sobrevivir con este impuesto artilugio suyo. Tanto así sería que al día siguiente, siempre atenta a los acontecimientos, lo veo llegar con paso lento cargando una desmedida bolsa en su espalda.
Y que frente a la mismíma vidriera, parsimoniosamente uno a uno fue apilando nuevos libros sobre su dintel (unos doce o quince) y sobre ellos pegó un cartel: “OFERTA 10 $ c/u”. Sin dudar crucé la calle corriendo dispuesta a comprar a ese precio el último testimonio de esta insólita historia que me había atrapado, y que guardaría como recuerdo. pero vaya mi sorpresa. Al hojear el primero enseguida noté que se trataba de la novela sin título que ya conocía, y que los demás eran simples fotocopias de la misma. Pagué los diez pesos, tomé el libro, y al oír apresurados pasos tras de mí, imaginé lo que podría llegar. Rápidamente lo oculté bajo mi chaqueta y con los brazos cruzados sobre el pecho caminé y me detuve en el cordón de la vereda para escuchar :
-¡ Esto es lo último que me podés hacer! -la voz del librero, mientras arrancaba de un tirón el afiche de oferta.
-¡Vamos a terminar esto de una vez por todas! ¡ Traé todos esos libros de mierda que tenés y vamos a conversar acá al lado, en la editorial!
Esperé allí donde estaba, hasta que vi salir al mendigo. Su rostro había cambiado la expresión Pude notar que entre su espesa barba había esta vez una sonrisa de satisfacción, y en sus manos una caja de cartón que apresuradamente metió bajo su pesado ropaje. Luego de esto me miró como despidiéndose, y se alejó con paso ágil y vivaz de aquel campo de la discordia. Yo me quedé observando cómo se iba, casi sin creer que nunca más lo vería aparecer otra vez por allí...
Pero de aquella irresuelta historia, me había quedado ese manuscrito por leer...
Ciertamente se trataba de un cuento o novela corta de escritura muy simple con un final incierto. Narraba las peripecias pasadas por un importador de maquinas impresoras tratando de cobrarse lo adeudado a un inescrupuloso comerciante que lo había estafado ( a un tal José Robledo, nombrado como J . R en toda la novela).En su final abierto jura que recuperaría lo que restaba de cualquier manera; billete sobre billete, o moneda sobre moneda como un pordiosero…
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