I
Elegante y muy erguido en un hermoso corcel, viajaba aquel jinete que aparentaba entre veinticinco y treinta años. En el reino de Bucolia era uno de los varios terratenientes que, aunque de humilde familia, con esfuerzo y mucho sudor había logrado crear una hermosa hacienda con viñedos y algún ganado vacuno. Regresaba en este día desde el cercano pueblo donde había cerrado contratos para las primeras cosechas de los meses agostinos.
El camino lo llevaba al borde del Reinado de Kimeria. No muy lejos y dentro del vecino reino se levantaba un elegante aunque pequeño castillo usado por el Rey Sigfrido III, como un refugio veraniego. Desde hacía quizás unos cuatro o cinco años el jinete había venido observando casualmente a una linda muchachita que empezaba su adolescencia quien se entretenía jugando con aros, con un perrito o con pelotas de trapo al cuidado de su ama. Era ésta más que nodriza, una amiga y consejera era una dama sencilla de bondadosa sonrisa llamada doña Susana.
Con el correr de pocos años la niña se había convertido en una bella jovencita de ojos negros, piel de clara canela y cabellera de azabache. Alguien le dijo a nuestro cabalgante, cuyo nombre era Raymundo, después de que él hiciera discretas pesquisas que el nombre de la muchacha era Amanda. -¿Amanda?- preguntó extrañado -¿No es Amanda la…?- no terminó la pregunta –Si, es ella, la Princesa Amanda, hija única del Rey Sigfrido III de Kimeria.-
Sin hacer su presencia obvia, Raymundo comenzó a interesarse en ella y a observarla en silencio desde cierta distancia. Así un día, cuando caía la tarde, la princesa salió a un balcón del castillo entonando una cancioncita mientras desde el interior se escuchaba siendo acompañada con una lira, o quizás era un arpa tañidas por su nodriza. La jovencita cantaba con una voz entonada, agradable y alegre:
-Soy niña y enamorada
de lo bello de la vida,
gozo de la alborada
y mi perrita querida
de pájaro y flores gozo,
de música y poesía
y del baile el alborozo.-
Raymundo no pudo más, quedó al instante flechado por la encantadora moza. Aunque él no era cantante, era aficionado a recitar con rica y modulada voz, odas y pequeños poemas que le había enseñado el viejo labriego, su padre, y decidió que esa noche le llevaría serenata al compás de una laúd, muy popular en esos días. Cuando notó que la luz brillaba en aquella recámara, comenzó a tocar el instrumento para llamar la atención de la princesa y después de unos instantes así le recitaba:
-Asoma tu rostro, niña,
acércate a tu balcón,
los luceros de tus ojos
iluminen mi canción.
Regálame una sonrisa
u obséquiame una rosa
que con mirada sumisa
he de adorarte, preciosa.-
La princesa sorprendida y curiosa, salió pronto a la ventana y notó que el caballero desde abajo la admiraba. Este se puso feliz por lo bueno de su fortuna.
-Buenas tardes, bella niña
me tenéis a vuestros pies
¿Pudierais decirme, hermosa
vuestro nombre por ventura?-
La moza le respondió:
-Sois osado, caballero,
me agrada vuestra poesía
yo soy la Princesa Amanda
la hija del Rey Sigfrido
¿Tenéis vos nombre, señor?-
-Mi nombre es el de Raymundo
vuestro humilde servidor.-
-¿Sois acaso de Kimeria?-
-No, señora, de Bucolia
de Kimeria el vecino.-
-¿Vuestro título de nobleza?-
-Simplemente soy Raymundo,
no soy noble, soy plebeyo
cegado por vuestra belleza.-
-¡No, no señor, no digáis eso
No os llaméis un ‘plebeyo’
sois perfecto caballero.-
Las visitas al balcón así continuaron, hasta que una tarde ella, decidió bajar al jardín y ver de cercas a Raymundo. Al cabo de pocos días ambos descubrieron estar perdidamente enamorados una del otro. Raymundo la invitó a salir una noche, pasaría con su coche a cenar a una posada, pero para lograrlo tuvo que ser aprobado por la dama, doña Susana, a quien le pareció digno de su confianza. Lo hicieron así un atardecer. El llegó en pequeño pero lujoso carruaje jalado por dos tordillos y vigilados por un guardia del castillo quien los seguía en su montura. Hasta llegar a la Posada del Halcón Negro donde ya los esperaban, los colocaron en una mesa, como pedido, discreta en una esquina. Ella pudo ver ahora, compartiendo sabrosas viandas y fino vino, que el plebeyo tenía excelentes modales, educación y a la luz de una vela ser en verdad muy apuesto.
Ella era una muñequita, ojos dulces, brillante sonrisa. El tomó sus diminutas manos entre las suyas que aunque limpias, eran algo toscas por el trabajo del campo. Esto a ella no le importó. Entrando ya la noche la regresó a su castillo pero antes de descender, atrevido quiso robarle un beso que ella pronto se lo concedió.
Feliz así la pareja, decidieron salir dos noches después para poder repetir lo que para ambos había sido una noche inolvidable.
Como acordado, llegose él al castillo y cerca de las puertas del jardín en su coche, de súbito se vio rodeado por cinco hombres armados. Sacó presto su espada para defenderse del ataque. En la inesperada lid logró herir a un agresor en el brazo y a otro en el hombro e iba a atravesar al tercero cuando sintió fuerte golpe en el cráneo, todo se le oscureció quedando tendido en el suelo, perdido el conocimiento.
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(En total cinco capítulos ¿Creen ustedes amigos cuenteros que valga la pena continuar?) |