Cosas en que dejé de creer
Dejé de creer en la gente mayor a muy temprana edad cuando oí los ruidos y vi los gestos tan raros que hacían para comunicarse conmigo como si yo fuera un subnormal.
Dejé de creer en las operaciones concretas y en Piaget, a los seis años.
Dejé de creer en los Reyes Magos, a los siete.
Dejé de creer que los niños venían en una cesta de flores, a los doce.
Deje de creer en mi padre, a los dieciséis.
Deje de creer en mis maestros, a los dieciocho.
Dejé de creer en el Santo Prepucio, a los diecinueve.
Dejé de creer en la monarquía, a los veinte.
Dejé de creer en mi patria, a los veintiuno.
Deje de creer en Dios, en la Virgen María y en todos los Santos, a los veintitrés.
Dejé de creer en el dios de Spinoza, a los veinticinco.
Deje de creer en la Dictadura del Proletariado, a los treinta.
Dejé de creer en el positivismo, a los treinta y cuatro.
Dejé de creer en la estadística no paramétrica, a los treinta y siete.
Dejé de creer en las mujeres, a los cuarenta.
Dejé de creer en el tabaco, a los cuarenta y cuatro.
Deje de creer en el alcohol, a los cuarenta y cinco.
Dejé de creer en el arte, a los cincuenta.
Dejé de creer en la nueva cocina, a los cincuenta y dos.
Dejé de creer en los bancos el día que solicité una hipoteca.
Deje de creer en los volátiles del Beato Angélico, a los cincuenta y tres.
Dejé de creer en la medicina oficial el día que leí Historia de la locura.
Dejé de creer en la informática a los sesenta, por sobredosis.
Dejé de creer en el priapismo, a los sesenta y cuatro.
Dejé de creer en la poesía a los sesenta y cinco.
Dejé de creer en la dieta disociada, a los setenta.
Dejé de creer en Borges, a los setenta y tres.
Dejé de creer en mí mismo el día que estiré la pata y lo dejé ipso facto, tú.
Juan Yanes |