El hombre tenía un talento, tan profundo, para pintar como si vastos paisajes de conocimiento anidaran en su mente y en su corazón. Sólo necesitaba una dosis, muy pequeña, de magia e ilusión para extraer los pensamientos y sentimientos más ocultos desde su interior y, así, plasmarlos en sus lienzos. Tenía la propiedad de captar detalles insignificantes de su entorno, otorgándoles vida en forma de leyendas con sus pinceladas multicolores.
Muchas veces, lo vi pintando en la plaza del barrio y siempre tuve la impresión de que acariciaba recuerdos muy antiguos que quizás su mente quería desterrar, pero que su alma se las ingeniaba para reinventarlos y renovarlos, día a día.
Entre pincelada y pincelada, se distanciaba un poco de sus lienzos, los observaba. Elevando su mirada al horizonte, se quedaba mirando, y su vista seguía algo invisible para mí, pero era como si él contemplara una bandada de pájaros migratorios que venían de otros mundos, y lo envolviera en una borrachera de inspiración. Transcurrido ese momento, retomaba sus pinceles y como si el mundo volara velozmente y se le fuera a escapar de sus manos, se mimetizaba con el lienzo y comenzaba a pintar lo que yo supongo le obsequiaban esas aves.
Un día, el hombre que dibujaba sus ilusiones - en esas telas vírgenes - desapareció de la plaza. Así, pasó un tiempo hasta que lo volví a ver sentado en uno de sus bancos. Me acerqué y le dije:
-¡Buenos días! Hace tiempo que no lo veía. ¿Cuál es su nombre?
Me miró, y descubrí sus ojos negros como la noche e intensos como la pasión; unas enormes pestañas largar y onduladas los enmarcaban. Una sonrisa luminosa adornaba su cara.
-Me llamo Mario, y no, ya no pinto aquí.
Lo seguía observando, esperando que dijera algo más. Enseguida, añadió:
-Antes, me inspiraba en el horizonte, veía figuras que volaban en el cielo, entre las nubes. Sin embargo, un día, fue como si el viento del desastre comenzara a soplar sobre mí, opacando mi imaginación y cegando la capacidad de poder captar lo que antes atrapaba con tanta facilidad. Me sentí desolado, mi interior moría, y mi corazón estaba tan destrozado que lo único que sentía era como si el fuego grabara un dolor muy intenso en todo mi ser. Desesperado ante tanto desconcierto, me entregué a una borrachera sin memoria y, así, pasaron varios meses. Una mañana, desperté como de un letargo; estaba tirado sobre el piso de granito del patio de mi casa. Observé que de éste brotaban figuras que me invitaban a pintarlas. Retomé la pintura cuando tomé consciencia de que un nuevo universo de signos se abría ante mí.
Yo miraba extrañada, mis oídos no daban crédito a lo escuchado. Él, notando mi asombro, añadió:
-Venga a mi casa y le muestro. Vivo cerca de aquí.
Intrigada, lo seguí. En efecto, las paredes del patio de su casa estaban vestidas con elementos multicolores de gran belleza estética. Él notó mi sorpresa y acotó:
-Sabe, le diré algo: durante mucho tiempo pensé que la inspiración - en mí - se originaba de una sola fuente. Luego de lo que me aconteció en la plaza, aprendí a aceptar, a compartir y a agradecer lo que la vida me ofrecía con humildad y cariño.
Volvió a mirarme por unos segundos. Después, dirigió su vista al suelo, tomó un lienzo, lo colocó en el caballete y, ante mi mirada atónita, lanzó pinceladas sobre la tela blanca que esperaba, ansiosamente, ser seducida. Mario plasmó - con facilidad indescriptible - una pintura fascinante. Posteriormente, como si se hubiese acordado de que yo estaba ahí, preguntó:
-¿Le gusta?
-Sí, mucho. –Contesté.
-¿Y a usted, le satisface? –Demandé.
Me contempló con toda la profundidad de sus ojos negros y como meditando cada palabra que iba a pronunciar dijo:
-Buscar la satisfacción es alejarla. Ella es como el horizonte: si pretende aferrarse a ella, se retira a medida que camina. Por el contrario, si se olvida de que existe, llega. Sólo es imprescindible entregarse a alguien o a algo con verdadero amor.
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