Como siempre y un día más, se llevó a casa rostros que en efervescencia terminarían migrando su expectativa en desconsuelo.
Se sentaba religiosamente en el mismo lugar hacía ya tantas tardes y cumplía acostumbrado con su ritual de vermut.
La pequeña libretita marrón salía del bolsillo izquierdo de su despercudido y raido bléiser. A continuación el gesto incómodo de soltarse un poco el nudo insoportable de la corbata que apretaba las lonjas de su cuello enrojecido por la navaja oxidada.
Miraba y no encontraba miradas; se estiraba sobre su asiento y empezaba extasiado con la anotación.
Pasadas las horas, tres, cuatro, seis…caminaba por la rotonda del parquecito y ofertaba alterado sus “cuentos” improvisados.
Su aspecto esquizofrénico no hacía más que causar repudio en los transeúntes, quienes sobresaltados e incómodos lo evitaban zigzagueando.
Niños, adultos, perros, gatos; todos parecían ignorarlo. Alzó la mirada hacia el infinito, soltó un suspiro desencantado, guardó la libretita y abrochándose finalmente el botón del cuello de la camisa, regresaba a su destino cabizbajo, mientras su figura se difuminaba entre las sombras de los árboles y la luz de las farolas que alumbraban artificialmente el estrecho caminito de piedra.