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Inicio / Cuenteros Locales / Mariette / Brisingamen, el Futuro del Pasado: Capítulo 26.

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Capítulo 26: “La Posada de los Muertos”.
Nota de Autora: Primero que nada, lean el capítulo escuchando una de las canciones de Mägo de Oz: “La Posada de los Muertos”.
Al fin salí del campamento. El término estuvo genial. Toqué “El Minueto nº 1”, de Bach, en flauta dulce; y, “Despedida”, un tema mío, “The Entertainer”, de Scott Joplin, y “He’s a Pirate”, de Klaus Badelt, en saxofón tenor.
Me estafaron en relación al taller de escritura al que asistí, pues no era de escritura periodística, sino de narrativa. Aún así, estuvo muy bueno y me fue bastante útil. Y… ¡Me entrevistarán en un Semanario por ser la asistente más joven! ¡Yupi!
Días después, muchos días después… ¡Buah! El computador estuvo enfermito (si saben a qué me refiero, claro) y hoy, después de cuatro días, puedo volver a escribir… Disculpen la tardanza…
Además, eso me mostró lo dependientes que podemos llegar a ser los seres humanos de un objeto tecnológico como lo es la computadora. ¡Dios nos libre de semejante estupidez!
Sin más preámbulos, con ustedes, el capítulo.

-¡No tienes derecho a encerrarnos aquí!-gritó Esperanza estando en la segunda planta.
Tras que ella dijese eso, golpeando a su captor con los pies, el capitán Garreau se dignó a soltarla. Sin pensarlo mayormente, ella pensó en resistirse, como lo había estado haciendo todo el trayecto escaleras arriba e intentó salir huyendo por las escaleras hacia la primera planta.
Adivinando rápidamente los pensamientos de la capitana Rodríguez, el pirata haitiano y su contramaestre se plantaron frente a la escala, formando una especie de barrera humana, impidiéndole el paso.
La muchacha bufó fastidiada y miró a su alrededor. Las paredes eran pobres, de madera desvencijada y pintura inexistente. Las puertas estaban en un estado similar. La tenue luz de los candelabros iluminaba aquel pasillo que daba a unas diez puertas como mínimo y a otros tres o cuatro corredores.
-¿Qué es ésto?-preguntó furiosa y sorprendida a sus captores.
-Las habitaciones-contestó el nativo-. Ingresa a cualquiera, no les cobraremos.
-Monetariamente, claro. ¡Díganme! ¿Qué es lo que quieren de nosotros?-preguntó ella.
Los disparos volvieron a resonar y con más fuerza aún. Los gritos se intensificaron. Esa no sería una noche cualquiera, esa llevaría en su negro seno estrellado el germen de una matanza.
-No estamos de tiempo para preguntas ni desconfianzas-indicó Garreau.
Y, dicho al hecho, cogió a la muchacha del brazo, aguardando pacientemente a que Southampton consiguiese dar con la llave correcta y abriese una puerta. Sin más dilación la arrojó dentro sin ceremonias y cerró la entrada, como si allí nada hubiese sucedido.
A su vez miró a Arturo severamente…
-Tú eres capaz de dar tu vida por tu capitana-afirmó, mirando el especial destello de valentía en los asustados ojos del muchacho.
-Así es-contestó el chico. Aún así habiendo tenido oportunidad de salvarse, prefería morir protegiéndola.
-Cuida de que ella no busque una manera de escapar y que nadie trate de acercarse a ella-ordenó el capitán.
-Así será, señor-confirmó Arturo infundiéndose valor a sí mismo.
Los gritos volvieron a resonar en el aire, con la fuerza de un huracán. Garreau y Southampton supieron de inmediato, por la intensidad de éstos, que se trataba de una mutilación, pero ¿para quién era aquella horrible muerte en vida?
A volandas, ambos hombres bajaron las escaleras que crujían a cada paso y amenazaban con derrumbarse en el acto para enfrentarse a la batalla, dejando a solas al atribulado muchacho con la escopeta en la mano, sentado en el suelo, aguardando para la acción que interiormente anhelaba que jamás llegase.
Esperanza, por su parte, sintió aquella escueta conversación y de pronto el silencio gutural, sólo quebrado por los disparos y los horribles alaridos provenientes de la planta baja de la casa.
-¡Abran la puerta! ¡Abran la puerta, maldita sea!-gritó desesperada, golpeando aquel trozo de madera que la separaba del mundo exterior, donde ella sentía que realmente sería útil.
Al cabo de unos segundos de escuchar atentamente y no obtener respuesta la desilusión hizo mella en su ser. Había decidido abrirse y la habían traicionado. Hasta Arturo la había abandonado a su suerte y, peor aún, se había confabulado en su contra.
¿En qué momento había decidido confiar tanto en alguien? Eso no lo sabía, ni siquiera sabía por qué había actuado así, ¡eso estaba totalmente en contra de su personalidad! De seguro que no había estado en sus cabales y la necesidad le había pillado volando bajo.

Ahora tenía que pagar por haberse atrevido a confiar en quién no debía, en la única persona que había fingido ser merecedor de su confianza.
Un grito lleno de rabia salió desde lo más profundo de su garganta reseca, pero, más allá de ello, salió desde los confines de su herido corazón.
Se acercó hasta los candelabros, gritando, llena de furia, y los arrojó contra el suelo. Afortunadamente, estaban apagadas aquellas velas, sino se hubiese incendiado la habitación y ella hubiese muerto quemada. El fuego no hubiese tardado mucho en avanzar y, tarde o temprano, habría consumido a toda la estancia.
Miró enrabiada la diminuta araña barroca que, a mal traer, pendía desde el techo y oscilaba cada tanto, regalando un potente claroscuro a quien quisiera mirar aquella procesión de sombras.
Caminó, más aletargada que en un comienzo, hacia la puerta y se sentó en el suelo sin ceremonias, apoyando su espalda en el maltrecho trozo de madera.
Arturo, al sentir del otro lado de la puerta, aquel agitado griterío desgarrador y luego el silencio gutural, sólo quebrado con los disparos y gritos de la gente que estaba en la primera planta de la casa, sintió como su atribulada alma se partía en mil pedazos, comprendiendo el dolor de la joven.
Una lágrima corrió por su mejilla y, tratando de buscar el perdón en el rencoroso corazón de la muchacha, dijo:
-Esperanza, discúlpame, por favor. No quise nunca hacerte daño, pero si dañarte conlleva protegerte de un daño aún mayor, estoy dispuesto a hacerlo-dijo el muchacho-. No te dejes llevar por la ira, por favor.
-Es imposible disculparte por lo que has hecho, pues tiene un nombre muy feo, ¿sabías? Traición-contestó ella, furiosa.
-Por favor-musitó el chico.
Por única respuesta, obtuvo el silencio proveniente del otro lado de la puerta. Su intuición no estuvo errada, pues sintió desde lo más profundo de su dolido corazón a Esperanza alejarse de aquel trozo de madera, tratando de hacer oídos sordos a sus palabras de desesperada súplica.
La chica caminó aún más furiosa hacia la cama y, deshaciéndola de un manotón, se arrojó en las livianas colchas.
Nunca supo cómo se quedó dormida tan rápido, quizás su atribulada alma necesitaba un poco de descanso, necesitaba huir del mundo real, del mundo conocido, del mundo cruel. Sin embargo, su deseo estaba muy lejos de poder cumplirse, por lo menos esa noche.

Seis de la mañana…
Un fuerte ruido de cristales rotos trajo a Esperanza de vuelta al mundo real. Abrió los ojos con fuerza y se incorporó con celeridad en la cama.
A pesar de todo, no consiguió ver absolutamente nada. En toda la habitación la única reina era la penumbra.
Miró hacia el techo, como pidiendo una explicación a la maltrecha araña barroca que, más que mal, algo de luz regalaba, muy tenue, pero era capaz de hacer que algo se viese.
Mal que le pesara, las velas de la araña barroca estaban completamente apagadas. Probablemente el viento proveniente del exterior había ingresado con toda su violencia junto con la quebrazón de vidrios y las velas se habían apagado.
Pero, ¿qué había causado que los vidrios se quebraran? Lo único que le contestó fue el ruido de la feral batalla que se libraba en la planta baja de la taberna.
Decidida a que si no actuaba rápido y no descubría con qué peligro estaba conviviendo, no sabría en un futuro cercano cómo defenderse, se aseguró de tener la espada y la pistola en el cinto. Tras eso, cogiendo toda clase de precauciones, se levantó de la cama, tan sigilosa como un gato y se dispuso a caminar en círculos por toda la habitación hasta que finalmente descubriese cuál era el mal que la acechaba.
No alcanzó a andar mucho por la mullida alfombra que cubría el antiguo suelo de madera, cuando se topó con algo, contra lo cual se golpeó cómicamente.
No tardó mucho en reponerse del golpe y, mascullando su vergüenza para sus adentros, a causa de que hablar no le convenía para nada, dirigió su vista hacia el frente.
Lo único que vio fue negrura. Maldiciendo mentalmente, dirigió su vista instintivamente hacia arriba y, tras avanzar con los ojos hasta casi el techo del habitáculo, descubrió un rostro humanoide que le observaba dirigiéndole una sonrisa sardónica, feral y belicosa.
Retrocedió por instinto unos pasos y, a la luz de la luna, pudo ver a un hombre vestido a la usanza de los campesinos de la Edad Media, con camisa verde, pantalones marrón y botas cortas de cuero negro. De una corpulencia y una estatura que resultaban asombrosas, con un machete al cinto y una extraña lanza fuertemente afirmada con la mano derecha. Una sonrisa irónica y bastante cruel se perfilaba en sus labios. Era de tez clara y tenía el cabello castaño claro.
“Un Jothun”, eso fue lo que pensó Esperanza cuando pudo apreciar por completo al ser que tenía delante suyo y contra el cual había chocado vergonzosamente.
Inmediatamente tuvo que corregir la afirmación al plural de ésta. A la luz de la inmensa luna llena que denotaba su presencia por los ventanales rotos, aparecieron seis hombres de exactas características a las que poseía el que ella tenía al frente.
Entre todos esos Jothuns comenzaron a rodearla, dejándola presa entre el ventanal roto y sus cuerpos gigantes.
A la luz de la luna pudo descubrir las dimensiones del enorme peligro al que se enfrentaba, pero, práctica como era, supo de inmediato que tenía cosas más importantes por hacer que lamentar la situación en que estaba y, en su retorcida y estratega mente, se comenzó a forjar un plan de acción: tenía que descubrir cuánto antes qué era lo que podía dejar fuera de combate a aquellos monstruos, era una obligación, no una sugerencia, quitarlos de su camino, sino, ellos la quitarían a ella del suyo y el Ragnarök sería una realidad.
Sin previo aviso, uno de aquellos seres gigantes le descargó un golpe de machete, el cual ella pudo evitar no sin muchos problemas, corriéndose progresivamente del alcance del arma.
El Jothun, viéndose agraviado en lo más profundo de su honor guerrero, que al cabo era para lo que vivía, descargó un golpe con el doble de fuerza que el anterior, el cual Esperanza pudo parar justo a tiempo con su Haenger.
Aquel ser no pudo darse por más que sorprendido: una chica de apenas trece años se estaba defendiendo bravamente de él y de sus compañeros que le soltaban una que otra estocada y, no sólo eso, lo desafiaba a más con aquella fuerte mirada ambarina que tenía.
Mientras el gigante la miraba lleno de sorpresa, fue ella quien contraatacó esta vez, descargándole un espadazo en diagonal que amenazaba con tajearle el rostro y rebanarle el corazón en dos.
Lamentablemente, para nuestra protagonista, el Jothun detuvo el golpe de espada con su brazo y, con una fuerza descomunal, devolvió el sable a su sitio, es decir, bien abajo, con la punta casi en el suelo.
Esperanza no se dio tiempo para asombrarse. Muy por el contrario, se obligó a sí misma a ver los nefastos resultados de su esfuerzo: el cuero, pues no podía llamársele piel, del brazo de aquel gigante corría un hilo de sangre, que era donde había impactado la espada. Era un miserable rasguño, nada más. Entonces, si ella no iba a hacerle daño con el sable, ¿para qué se protegía el corazón? Algo debía de esconder.
Mientras aquellos se dedicaban a reír con todas sus fuerzas acerca de la estupidez y la desgracia de la muchacha, ella decidió hacer algo más productivo.
Tomando completamente desprevenido a uno de los Jothuns más joven, le enterró en cosa de segundos el Haenger en el pecho, donde debía de estar el corazón de éste.
Grandísima fue su sorpresa cuando el aludido, con toda la calma que es precisa ver en un hombre que toma tranquilamente un té, se quitó la espada del pecho. Pero eso no fue todo, del arma no pendía ni siquiera una miserable gota de sangre, nada, simplemente nada. En la tela del pecho se entreveía una pequeña mancha de sangre, pero era diminuta. No era nada comparada con la que debía tener en esos momentos. ¡Esa estocada debía de haberle causado la muerte! Pero nada, el Jothun seguía ahí, seguía vivo.
El hombre gigante lanzó el Haenger lejos, con todas sus fuerzas, mientras que sus compañeros comenzaban a carcajearse de la muchacha, desconcertándola.
Ella trató de correr hacia un espacio libre, siempre cerca de las ventanas, para coger algo con qué defenderse, pero, para su desagrado, uno de aquellos seres la cogió en vilo y, los otros seis se aproximaron a ella amenazantes, esgrimiendo sus lanzas.
Cuando uno de aquellos iba a enterrarle la lanza en lo más profundo del pecho, ella se deshizo de las gruesas manos de su captor escupiéndole a los ojos.
El captor de Esperanza se llevó desesperado las manos a los ojos y, al agresor de la chica, los segundos, el tiempo y los reflejos le fallaron, pues, antes de que pudiese darse cuenta, le había dado de lleno en el corazón a su compañero, quién segundos antes había estado sujetando a la muchacha para que ésta no huyese de su destino final.
El Jothun agredido puso los ojos en blanco, sintiendo cómo cada milímetro, de los muchos milímetros que habían en su cuerpo, comenzaba a congelarse. Se desplomó en el suelo, el cual nunca nadie supo cómo se las arregló para hundirse y no romperse ante la caída del gigante. Y tras caer, comenzó a murmurar en germano antiguo sus últimas palabras. Una profunda herida convertía su pecho en una masa sanguinolenta y, tras convulsionar su enorme cuerpo unas cuantas veces, entregó el alma.
Sus compañeros hicieron un círculo a su alrededor, honrando al fallecido, que había tenido la mala fortuna de morir de aquella manera, haciendo a un lado la misión que tenían: capturar a Esperanza, quien seguía ahí, después de todo.
La mente de Esperanza avanzó rápido por cada segundo de aquel extraño suceso. Sus ojos se abrieron como timones. ¡Por fin había descubierto qué podía matar a esos seres inmunes a todas las armas, incluyendo a su Haenger! Sólo podían morir a manos de una de sus propias lanzas, por eso que eran tan longevos y era tan grande el ejército que se disponía a tomar por asalto el Asgard. Y ella, no sabía cuán cerca estaba de la realidad, de la mágica y extraña realidad.
Rápida como sólo ella sabía serlo, sabiendo que el tiempo en una acción como esa valía oro, se acercó corriendo al cadáver y extrajo de éste la lanza que por accidente su compañero le había enterrado.
-¡Aquel que se atreva a acercarse a mí, será hecho trizas! Déjenme en paz y les devolveré la lanza en alta mar-dijo Esperanza, sabiendo que sus propias palabras eran un gran peligro para sí misma.
Los Jothuns podrían haber aceptado el trato y haberla capturado en alta mar para darle una muerte más que segura, pero, como los orgullosos guerreros que eran, negaron toda posibilidad de realizar semejante convenio.
Por el contrario, se acercaron amenazantes a la muchacha que blandía valientemente aquella lanza.
El primero en encararla fue uno más bien anciano, que denotaba tener muchísima experiencia en todos los ámbitos de la vida.
La atacó, pero ella detuvo la estocada. Él, haciendo uso de su descomunal fuerza, apartó la lanza de sí. Y, mientras la lanza que Esperanza esgrimía caía, ella aprovechó para hacer un rápido movimiento y clavarle el arma en el pecho.
Sabiendo lo que vendría, se alejó del lado del vejete y lo dejó caer en el maltratado suelo de madera.
La muerte de éste fue más rápida que la del anterior. Y ella se dio toda la libertad de coger la lanza que aquel había esgrimido en vida con el propósito de poder lanzarla al vacío, pues era tan grande que entorpecía sus movimientos y sus estocadas se volvían más débiles.
Los Jothuns se acercaron a honrar al segundo caído en batalla. No era posible que una simple muchachita lograse derrotarles, pero lo estaba logrando.
Esperanza corrió hacia la ventana para cumplir su propósito, pero sus oponentes la acorralaron y, entre varios lograron reducirla.
Lo último que ella vio fue su espada que se esgrimía con toda su fuerza en su cuerpo.
Los Jothuns, tras esto, se marcharon, llevando consigo todo rastro de su presencia en el lugar, inclusive a la chica herida.

Tres horas después…
Arturo golpeó la puerta de la habitación en la que había estado Esperanza. Por supuesto que él jamás había tenido ni la más mínima y remota idea de la cruenta batalla que un par de horas atrás se había librado.
La pelea en la planta baja había durado hasta las seis y media de la madrugada. Hora en la cual los beligrantes estuvieron lo suficientemente ahogados de borrachos como para que la tabernera pudiese echarles del local.
Acto seguido, el capitán Garreau y el contramaestre Southampton le habían ido a buscar para llevarlo a ducharse y luego para desayunar.
A pesar de que el cansancio hacía mella en los tres, ahí estaban, con la alegría de que Esperanza hubiese tenido una mejor noche que ellos.
-Capitana, vamos a ingresar-dijo el muchacho educadamente golpeando otra vez la puerta.
En cosa de nada, el capitán haitiano extrajo de su bolsillo derecho un grueso manojo de llaves y giró la enmohecida cerradura. La puerta, con un quejido, se abrió, dando paso a los tres varones.
La escena con que se dieron de lleno era desoladora.
La araña barroca yacía en el suelo, la cama estaba completamente deshecha, las sábanas y los muros estaban completamente manchados en sangre, había dos enormes hendiduras en el suelo de madera que amenazaban con ceder en cualquier momento con el peso del cuerpo de quien fuese el desafortunado que se parase allí. Los vidrios estaban completamente quebrados, haciendo que no hubiese una división clara entre el exterior y el interior.
Pero lo peor no era el deplorable estado en que se encontraba la habitación, sino que la persona a la que habían venido a “soltar”, previniéndose de su furia, claro, no estaba.
-Esperanza-musitó Arturo, precipitándose en la cama.
-Se la han llevado-dijo luego, como recién asimilando la ausencia de la muchacha, quien no hubiese hecho semejante desastre para huir, además jamás hubiese dejado su espada ahí, abandonada.
Al mirar al suelo, algo dentro de su ser se conectó y supo de inmediato los causantes de aquella tragedia.
-Los Jothuns-dijo, más para sí que para los demás-. Se la han llevado los Jothuns-repitió.
Tras haber dicho esto, salió corriendo con las pasmadas miradas de Southampton y su capitán. Salió para hacer la única cosa lógica que había hecho en su vida, experimentando la sensación del más puro arrepentimiento, una mínima esperanza (la que trataba de alimentar) y el sentirse atrapado por el tiempo.
-Trata de pensar como pensaría Esperanza-se repetía a sí mismo una y otra vez mientras bajaba las destruidas escaleras de madera.
Abajo el panorama no era más alentador que en la habitación de Esperanza. Por el contrario, el joven se atrevió a pensar que era una y mil veces peor. Las botellas de ron se encontraban quebradas y esparcidas por el suelo, las mesas y sillas estaban rotas, había muertos por doquier. Era horrible.
Un grupo de piratas degustaban toda clase de buenas bebidas y alimentos en una de las pocas mesas que estaban en buen estado. Y otros pocos ayudaban a la tabernera y a las meseras a poner todo en orden para la noche. Al parecer en ese local era normal tener que ponerse de pié en cosa de horas y fingir cuando la luna saliese que ahí nada había pasado.
Los ojos del muchacho se abrieron y una sonrisa pícara surgió en sus labios, tanto así que se asustó del parecido que él y Espe guardaban.
-Tabernera-dijo, con lo poco que sabía de creole, gracias a Espe.
La mujer se volteó hacia él, mientras que el chico se le acercaba a la barra.
-No tengo tiempo de hablar con muchachitos curiosos-respondió la tabernera.
-Disculpe si le molesto, pero, por favor, ¿me dejaría usted ocupar el micrófono para hacer un anuncio?-preguntó el chico.
-Es tu día de suerte, se salvó. Tarda poco, que tenemos mucho trabajo que hacer-dijo la mujer, indicando un escenario que se había convertido en campo de batalla la noche anterior, sobre el cual se sostenía a duras penas un atril con un micrófono.
El muchacho subió a aquel trozo de madera en elevación y dirigiéndose al “público”, dijo:
-Anoche desapareció mi capitana y desearía pedirles a ustedes que me acompañen a rescatarla, pues intuyo que la han secuestrado. A cambio podrán navegar con nosotros, pues carecemos de tripulación-dijo el muchacho, sintiendo por una vez que hacía lo correcto.
Uno de los piratas que estaban bebiendo en la mesa se puso de pié y gritó:
-Aquellos que no tengan navío y deseen navegar, únanse al muchacho, alcen su mano, que ésta es su oportunidad-dijo, alzando a su vez su mano derecha.
La respuesta recibida fue mejor de la que Arturo hubiese pensado obtener en su vida completa. Todos los piratas bebedores cogieron sus armas y, gritando frenéticamente, alzaron sus manos dando su consentimiento.
Para desesperación de la tabernera, muchas de las muchachas que la ayudaban ya fuese como cocineras, encargadas del aseo o meseras, alzaron sus manos y, armadas con cuchillos carniceros y cualquier arma que encontraron a su paso, se unieron a los piratas, sedientas de aventuras y peligro, de emoción en sus monótonas vidas.
Entonces el muchacho procedió a comentarles quienes habían raptado a su capitana.
El entusiasmo de los aventureros fue mayor: ahora se tendrían que enfrentar al máximo de sus fuerzas, al límite de su adrenalina, llegar a la frontera de lo conocido y lo desconocido.
Uno de los más experimentados, al escuchar la descripción que el chico les dio sobre esos seres mágicos, supuso dónde se les podría hallar posiblemente.
Tras eso, con la consternada mirada de la locataria, que veía que ahí se marchaban sus clientes y sus trabajadoras, se pusieron de pié y se marcharon de la mencionada taberna.
Por otra mente pasaban el peligro, por otro cuerpo pasaba el fuego, por otros oídos pasaban las palabras que llevaban al fin, en otro lugar un sacrificio a cabo se iba a llevar.

Texto agregado el 23-01-2013, y leído por 109 visitantes. (0 votos)


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