Pudo escuchar las risas y el tintineo de los cubiertos provenientes del comedor. Todo estaba saliendo tal y como lo había previsto. Ni su madrastra, ni sus hermanastras parecían haberse dado cuenta de ninguno de los pequeños cambios y detalles repartidos por la mansión; como el par de briznas de paja entre los leños apagados de la chimenea, el tono oscurecido las cortinas, fruto de capas de aceite aromatizado, las dos alabardas sueltas en las manos de las armaduras de la entrada o la pequeña y extraña botella de adorno sobre la cómoda del reloj, situada junto a uno de los candelabros que iluminaban la estancia.
Terminó de recorrer el pasillo que la traía desde las cocinas y penetró en la habitación donde transcurría la velada envuelta en una tensa hipocresía. Falsos cumplidos, sonrisas vacías y frases sin fundamento cruzaban la mesa de un comensal a otro mientras ella iba sirviendo poco a poco la sopa que el cocinero de palacio le había entregado.
A pesar de mentalizarse durante los últimos tres años sobre aquella noche, no pudo reprimir un estremecimiento cuando el príncipe susurró un leve "gracias" después de que sirviese su plato. Un escalofrío recorrió su espalda como un latigazo, haciendo que estuviese a punto de derramar un poco de comida sobre el consejero real.
A pesar de que no sucedió nada más allá del sobresalto, se despidió musitando una disculpa y salió del comedor.
-Lamento que la torpeza de mi sirvienta pudiera haberle ocasionado algún problema, señor consejero. -escuchó que decía su madrastra arrastrando las palabras- Si lo preferís, puedo ordenar que se retire a sus aposentos antes de que provoque alguna desgracia.
Contuvo el aliento al escuchar estas palabras. Permaneció inmóvil a la espera de una respuesta. Aquella orden de retirarse a sus aposentos significaba, en realidad, quedarse encerrada bajo llave en su buhardilla esperando la paliza correspondiente, y aquello supondría que su plan, preparado meticulosamente durante los últimos meses, no habría servido para nada.
-No será necesario -respondió la voz profunda del consejero- Sólo ha sido un pequeño susto. Bueno, no nos distraigamos. Continúe contándome esa historia tan divertida sobre la noche del baile...
Un profundo alivio invadió su interior al tiempo que el corazón le latía frenéticamente en el pecho. Había faltado poco para echarlo todo a perder por un descuido. No podía permitirse volver a fallar. Sería mejor adelantar el plan antes de ponerlo de nuevo en peligro.
Caminó apresuradamente hasta las cocinas, donde dejó la sopera vacía y se excusó un momento alegando que tenía necesidades femeninas que atender con urgencia.
Corrió hasta su buhardilla, cerró la puerta con cuidado de no hacer ruido y se arrodilló junto a la cama. Metió las manos bajo esta y tanteó hasta dar con un saco de lino, el cual extrajo con cuidado. Suspiró sintiendo como los nervios comenzaban a hacer acto de presencia. Era ahora o nunca.
* * *
-...y desde entonces no ha vuelto -se excusó el camarero real ante los comensales.
-¡Esta niña es una indisciplinada! -exclamó la madrastra- ¡Vuelve a las cocinas, por si está allí y dile que se presente ante mí de inmediato!
-Sí, señora
-No creo que sea necesario una reprimenda en este momento -intervino el consejero- Cuando estemos en palacio podremos ponerla en lavandería con un ama que...
-¡Aun no estamos en palacio y me corresponde a mi imponer su castigo! -vociferó olvidando el protocolo y la compostura- ¡Cenicienta! ¡CENICIENTA!
-¿Llamabais, madre? -contestó una voz desde la otra entrada del comedor.
Al volverse, los comensales palidecieron. Cenicienta permanecía en pie al otro lado de la estancia, cubierta por lo que, en su origen, debió ser un precioso vestido de noche blanco y ahora no era más que un vago recuerdo del mismo, ennegrecido por el polvo y semi-roído por las ratas. El pelo estaba recogido en un moño similar al de la noche más mágica de su vida y, en uno de sus pies, calzaba un tosco zapato hecho con el vidrio de una botella vacía.
De entre todos los presentes, Cenicienta centró su mirada en uno de ellos; el príncipe. ¡Su príncipe! Aquel hombre soñado que, durante una noche maravillosa le juró amor eterno. Un amor que desapareció antes del alba, junto con su recuerdo, pues al día siguiente aquel hombre tan increíble había olvidado su nombre, sus besos y hasta su rostro. Un hombre que, como único recuerdo, conservó un fino zapato de cristal que quiso probar a todas y cada una de las damas de la corte, sin pensar siquiera que, tal y como sucedió, le encajaría a la mayoría de las chicas jóvenes.
Pero no terminó ahí su mala fortuna. Quiso el destino que Anastasia mencionase el nombre de la finca en la que residían, con la suerte de que el príncipe recordó aquel detalle de la noche anterior confundiendo a Cenicienta con su hermanastra. ¡Como si pudiesen compararse siquiera!
-Tú... -murmuró el príncipe perplejo- ...sabía que no había elegido bien...
-Os ha costado tres años percibirlo, majestad -respondió con la voz ahogada por contener el llanto- Tres años que he pasado ante vos casi todos los días... pero claro, yo no era más que una vulgar sirvienta.
-¡Ya basta! -vociferó la madrastra- ¡Vete a tus aposentos!
-¡Cállate, bruja! -chilló llorando de rabia- ¡Tú fuiste quien me encerró en el sótano impidiéndome decirle que era yo la mujer que le dejó el zapato! ¡Tú has sido quien me ha recordado todo este tiempo que sabías que era yo quien debía ocupar el lugar que me ha robado tu hija! ¡Tú has sido quien me ha dado motivos para llegar hasta aquí!
-Cenicienta, yo... -dijo el príncipe poniéndose en pie- ¡te he encontrado! ¡Olvidemos lo sucedido! ¡Empecemos de nuevo!
-Ya es tarde, majestad.
-No, no lo es. Ahora sabemos la verdad.
Estando pendientes de Cenicienta, ninguno de los presentes se percató de como la puerta principal se cerraba y atrancaba desde fuera con las dos alabardas sueltas de las armaduras. Un par de mozos de cuadra, disfrazados de miembros la guardia real, y pagados previamente por una cantidad bastante golosa, se encargaron de llevarlo a cabo. Una buena cantidad de dinero sustraído de la bolsa de la madrastra, resultó ser más fuerte que la lealtad a la corona. Aunque juró y perjuró su inocencia, la falta de aquellas monedas le costaron a Cenicienta varias palizas, pero el saber en qué había invertido el dinero le ayudaba a soportarlas.
Después de ver bloqueada la entrada principal, Cenicienta cerró la pequeña puerta que daba al salón del té, por la que había entrado. Echó la llave y se tragó la misma.
-¿Se puede saber qué pretendes? -por primera vez en su vida, Cenicienta no percibió desdén en la voz de su madrastra, sino terror. Verdadero pánico.
-Mostraros el infierno en el que habéis convertido mi vida -susurró.
Ante la mirada atónita de todos, se acercó a la cómoda del reloj y tomó en sus manos aquella botellita tan extraña rellena con un líquido dorado. Con la fuerza adquirida durante años de trabajos forzados, se arrancó la manga izquierda de su vestido, empapó la tela con la botella, introdujo la mitad en su interior y prendió la otra mitad con la vela de uno de los muchos candelabros que había repartidos por la habitación.
Las llamas prendieron rápidamente el paño empapado. Con una carcajada desquiciada, Cenicienta arrojó el frasco contra las cortinas, que prendieron con facilidad gracias al aceite aromático que las empapaba.
No tardó en llenarse la estancia de humo, llamas y gritos. Los montones de paja que había atascado la noche anterior en la chimenea impedían que saliese el humo al exterior y, en muy poco tiempo, respirar sería algo imposible.
Cenicienta lloraba y sonreía a la vez al ver cumplido su pan, mientras bailaba un vals sin música. Los comensales tiraban sillas contra las ventanas en un desesperado intento por escapar del fuego, pero las rejas de hierro forjado impedirían la salida.
Por fin Cenicienta consiguió reunirse con su príncipe. De nuevo en un evento real. De nuevo con su bonito vestido de noche. De nuevo sin estar invitada. Sólo había una diferencia; en aquella ocasión, el baile y el amor serían eternos. |