Al terminar la clase, me quedé unos minutos sentado, en parte recogiendo sonrisas de aprobación entre mis compañeros, ordenando los papeles y cuadernos donde había tomado apuntes, y esperando al profesor.

Así, sin estirar vocales, sin decirle profesooor, porque eso de que yo llegara a leer lo que él había leído –y entendido- era tarea mayor.

Sentí que él, al verme sentado, también estiró, no las vocales sino el tiempo para guardar sus apuntes y papeles y hablar a solas.

—Profe. ¿De la bibliografía que nos entregó, qué debo leer primero? Y él, que metía papeles y libros en su ajado maletín de cuero se interrumpió –o hizo como que lo hacía- y comenzó a sacar libros y armar una torre literaria mayor que mi tiempo en primer año en la facultad. Ninguno de los títulos que exhibía estaba en la bibliografía. A lo más uno, de la página 36 a la 51.

—Rubén. Supongo que ya leyó la Biblia.

—Sí. También a Julio Verne, a Salgari, Poe, Dickens, etc. Y dije etcétera porque supuse que tenía ganado el punto.

—Bien, pero no mezcle títulos con autores. La Biblia es sólo el nombre de un libro. Entonces, escoja textos de los autores a quienes ha leído, y me dice que hay en común entre ellos y… La Biblia.

Ante ese desafío y antes de pestañear comencé a recordar títulos de libros leídos que tuvieran algo que ver con la Biblia. Sabía que ni el rincondelvago.com me salvaba de esa tarea. Sólo me atreví a ahondar mi atrevimiento y preguntar.

—Profesooor ¿Y de los etcéteras, qué me sugiere profundizar para avanzar en el curso?

—Lea todo lo que desee, pero parta por desear leer, no por avanzar. O parta por desear. ¿Qué desea usted?

—Una cerveza, una ducha, pasar el curso, titularme de periodista y escribir.
Ahí conocí su risa. Una risa que te invita, no a reírte con él, sino a adivinar de qué se ríe, ¿de uno o de lo que él ya sabe?

—Dejemos la cerveza para otro día.- me dijo. — Para el resto hay tiempo y trabajo.- Tuvo una pausa en que yo intuyo, escogió palabras, el menor daño para mí… Me dijo:

—No se frustre, lea. Lea y aprenda nuevamente a leer, que cuando aprendió usted tenía 5 años y creo que ha cambiado. Lea, y sólo escriba cuando valga la pena que alguien le corrija. Porque uno escribe para los demás, no para uno mismo, sino bastaría con algo tan íntimo como pensar.

—Tengo cuadernos llenos de lo que escribo, incluso tengo un blog en Internet. Tengo….- y le mostré en un intento de salvarme los apuntes de su clase.

—Seguro que sabe poner letras y palabras en línea sobre un papel, y admito que tiene buena caligrafía. Seguro que con la seguridad que exhibe, escribe cartas de amor. Pero el objetivo de este curso es descubrir El Secreto de Escribir (esta vez las mayúsculas fueron de él) Y transcribir no es escribir, repetir no es escribir, hay que leer a otros para descubrir la voz propia, el timbre, la sonoridad o el sentido que ante los otros usted quiera ser.

—Si entiendo.- Dije rápidamente tratando de salvarme- Es el idiolecto del que habla Ferdinand de Saussure y… los semióticos. (pronunciación perfecta del nombre…punto para mí)

—No es bueno leer a los semióticos sin tener antes un lenguaje propio, o al menos algo que decir. ¿Qué escribe usted Rubén?
Y el supuesto punto se me diluyó tan rápido como la sonrisa. Esa pregunta de mierda todavía me desarma. Es como que te digan qué eres, o cuánto vales, ¿Dónde escribes? ¿Cuánto ganas o cuánto tienes? Y periodismo no fue buena elección. Los periodistas nunca escriben lo que quieren, al menos en los medios, a lo más sueñan con jubilarse y escribir. Y escriben póstumo, porque aunque esté vivo cuando se publica, ya no es noticia, las crónicas y personajes ya duermen el sueño eterno, o el de la farándula. Pero esa vez ante la pregunta escondí mi blog, porque seguro luego me iba a pedir la dirección en Internet y enlace.
Para mí, la poesía es desnudarse, mostrar la historia y sentimientos propios. Los cuentos en cambio, es trasvestirse de historias ajenas, Y ante el profe no quería ser ni exhibicionista en mi blog, ni travesti. Me limité a decirle.

—Escribo cartas. Es que no soy de acá.

De la torre de libros en su escritorio que esperaban volver al maletín –porque los libros esperan y eligen a quienes los lean- el profe tomó sólo uno, el menor, con tapas de cartón y no de empaste ni letras doradas.

—Nadie es de acá. Todos somos de otro lado, y los lados tienen espacio y tiempo. Mientras me lo decía me entregaba el libro y leyó. “Cartas escogidas” Editorial Black Point. Ciudad de México. 1969.

Y sí, tomé el libro para salvarme del profe o de mí. Pensé decirle que él seguía pegado en 30 ó 40 años atrás, y que rumiaba y masticaba lo mismo, pero ya había dicho lo de los pájaros y no había compañeros que celebraran mi chiste.

Me despedí del profe, sabiendo que leerme la Biblia nuevamente era demasiada tarea, leerla y conectarla con Poe, Dickens, Verne y etc., etc. era una tarea que debería esperar. Ahora iba a leer cartas ajenas como cartero voyerista. Pero eso de que todos somos de otro lado, o espacio y tiempo me sonó a Einstein.

Hojeando el libro vi que había cartas o fragmentos de cartas de Ibsen, Stendhal. Kafka, Frida Khalo, Napoleón, Joyce, Proust, Goethe, Sartre, Beethoven, Listz, Chopín. Cartas de Reyes y Reinas, bufones y artistas. Pensar que mis cartas a Susana fueran publicadas fue lo único que me liberó del profesor, pero no de la tarea pendiente.