Ácido
Su madre no llevaba ni dos días muerta y él, lucía tranquilo, casi solemne. Se preparó el desayuno que más le gustaba; unas tostadas que comía con una paila de, generalmente, tres huevos revueltos. No podía faltar el café con sucralosa y malicia, la barra de cereal integral. Lo que si faltaba en ocasiones- pero no en esta ocasión- era alguna fruta, no porque le faltaran sino porque a veces se le antojaba y a veces no. De todos modos era un desayuno abundante. Cuando comió, se empeñó antojadizamente en disfrutar plenamente cada uno de los sabores en su boca. Apenas culminó su desayuno prendió un cigarro, el cual no disfrutó y consumió casi con desesperación, como si si padeciera de una gran dependencia a la nicotina y llevara días sin probar cigarrillo, cosa que podría ser cierta pero justo antes del desayuno, cuando esperaba que se hirviera el agua anuló esta tesis, utilizando dos cigarrillos como fuente de paciencia ante la lentitud del hervidor. Cuando terminó de exhalar el grisáceo humo pensó que todo iba perfecto, bueno, salvo lo de su mamá, pero eso no detenía el momento de perfecto placer al que se sometía mansamente.
De momento algo llamó su atención en la frutera, la que notó a lo lejos en la cocina, arriba del freezer. Lo que lo atrajo a la pirámide de distintas frutas fue lo mismo que años atrás, cuando era niño, lo llevó a quedarse pegado en un supermercado mirando una papa. En realidad fue distinto; cuando estaba en el supermercado logró ver en un tubérculo de mediano tamaño la cara radiante de Elvis Presley. Tan impresionado quedó que, inmediatamente empezó a buscar a John Lennon o a Michael Jackson toda la sección de verduras. No tuvo éxito. Ahora, en cambio, se quedó mirando un limón, que de todas maneras no se parecía en nada a Elvis o a Lennon, sino que sólo se veía como lo que era: un limón. Sintió deseos de partir la fruta en mitades y luego en cuartos, cubrirlos de sal (en este caso, sal baja en sodio) y comérselos de una mordida. Se le hizo agua la boca. Se acercó a la frutera y tomó el limón, sacó un cuchillo y, cuando se disponía a rajar el limón con violencia para que las gotas del cítrico saltaran como jugando, su mente se llenó de imágenes de su madre, imágenes que se transformaron en películas, en recuerdos, en regaños. En regaños. Su madre (que en paz descanse) lo reprendía cada vez que se escondía para comer limón con sal, pero esas llamadas de atención nunca pesaron en su conciencia, es más, fueron innumerables las veces en las que comía a escondidas sólo para contrariarla, sólo para hacerla enojar. Gozaba con su enojo, no porque la odiara ni mucho menos, sólo le gustaba ver su expresión de tomate asesino tratando de atrapar a su presa. Por un instante pensó en desistir a la idea de comerse el apetitoso limón. Se rió de la idea, o sea, no se rió de pensar en desistir, se burló de las razones por las que desistiría, por los argumentos de su madre que llegaban a su memoria con una voz parodiada: “te puede dar anemia”, “se te va a hacer agua la sangre” “no lo hagas porque soy tu madre y te lo ordeno”. Finalmente tomó el cuchillo y trozó su ácido antojo. Sacó la sal desde un mueble alto, que no era la despensa, sino un mueble nuevo del que todavía no hacía uso, ni tenía aun planes para él. La sal la había dejado ahí el día anterior por mera equivocación, o tal vez porque necesitaba ocupar un espacio de esa buena pieza de carpintería que había comprado hace poco más de un mes y que, todavía, no ocupaba. Ya con el pocillo de sal en su diestra se sintió en mareado, probablemente de golpe le reapareció la resaca, obtenida en una juerga de proporciones colosales la noche pasada, de la que se había repuesto con el desayuno. También puede ser que sólo se haya sentido mal, de la nada. A fin de cuentas, producto de ese mareo su cuerpo se desestabilizó y dejó caer la sal al piso. La primera impresión que tuvo fue la de su madre aireada gritándole por el hecho de comer limón con sal, luego se burló de si mismo; pensar tal irracionalidad, se dijo. El pocillo yacía en el piso; no se había roto porque era de plástico, por otra parte, la sal se desparramó por las cerámicas azules de la cocina. Tras recomponerse del mareo barrió la sal y dejó el pocillo en el lavaplatos. Ahora sí fue a la despensa y abrió una bolsa con sal, se la echó a los pedazos de limón y, con la horrenda expresión ácida de su rostro se deleitó en su rebeldía. Apenas tiró las cáscaras del limón al basurero se cortó la luz. No se alarmó por el apagón, pero inmediatamente después se cerró muy fuerte la puerta de la cocina. Se inquietó aun más cuando los platos se comenzaron a mover, a crujir, a caerse. Volvió a sus recuerdos, a una oscuridad quizás mayor que la de su cocina cerrada, iluminada levemente por los pocos rayos solares que ese día nublado dejaban entrar en la ventanita del lugar. Pensó que no podría dejar nunca a su madre, que de nada le serviría ahora ser rebelde, que ya era demasiado tarde, que nunca le pidió perdón por los diferentes males que le causó. Se sacó la dureza y rompió en llanto. Musitó una especie de Réquiem por su orgullo, una oración que dictaba de luces y sombras, de antagonistas que a la vez son amantes, de rupturas y de independencia. Más que cualquier otra cosa, ese Réquiem hablaba desde el dolor de un alma arrepentida y liberada, y su asunto principal era homenajear a aquella que no lo podía escuchar.
Días después encontró la explicación racional para todos los sucesos que lo atormentaron esa mañana. Sin embargo, su vida no volvió a ser la misma.
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