El sol da con toda su intensidad siempre que me propongo visitar su tumba. Quema. Hierve. Y a mí me encuentra otra vez en un ómnibus de la línea 64, la misma línea de aquel otro ómnibus, o tal vez fue este mismo, que hace ya ni sé cuántos años acabó con la vida de Claudia y destrozó la mía.
Y en lo que es ya mi rutina de todo 25 de noviembre, me detengo en cada rostro, en cada gota de sudor, en cada asiento y en cada barral oxidado. El olor del óxido es tan ácido que hábilmente se mezcla con el de goma caliente de los asientos, generando esa atmósfera nauseabunda, peculiar fragancia de la línea 64. La orquesta de cacharros, de tornillos flojos, frenos que agonizan y puertas que no cierran, musicalizan el averno, coronada por el cuchicheo de decenas de pasajeros que tanto ignoran, que poco saben de lo corta que es la vida y de lo inmensamente grande que pueden ser el sufrimiento y el amor.
Al volante: Leviatán. O uno de sus secuaces, poco importa. Amo y señor de nuestras vidas, con sus varias extremidades delimita nuestro destino. Corta un boleto y autoriza el ingreso. Pisa con fuerza y marca el ritmo. Quizás las más peligrosas sujetan el timón, con ellas se hace incluso de vidas que no pertenecen a su reino, tal como hizo con la de Claudia, que andaba nomás cruzando calles del cielo.
Llegando al cementerio el calor se torna insoportable, los sonidos me atormentan y los olores me descomponen. Me sujeto de un caño para levantarme y siento despegarse la goma de mi espalda. Atravieso corderos ingenuos que al verme trastabillando me ofrecen una ayuda que desprecio, y casi de rodillas alcanzo en un último aliento el timbre de la puerta.
Al frente, esa aguda mirada enmarcada en el fileteado del espejo retrovisor me obliga a incorporarme. Me obliga a enfrentarla. Y respondo con la misma agudeza, con el odio contenido, con el sufrimiento de años y con el amor de la eternidad. La puerta se abre y me libera. |