Era la madrugada de un miércoles, casi las 4 y mientras en vano intentaba dormir, mis ojos recorrían la habitación iluminada apenas, por una luna en cuarto menguante. Entonces, de pronto, te vi parado en el umbral de la puerta, sonriendo como siempre, alzaste tu mano y me dijiste adiós.

Quedé muda sin poder levantarme, rígido mi cuerpo por la impresión, quería hablarte pero no pude, ahogado en mi garganta un sollozo que hería por salir. Lentamente la calma volvió y tú te disipaste en la penumbra.

La mañana me sorprendió mirando el techo, me duché, me vestí en forma sobria, avisé a mi jefe que no iría y me dirigí al hospital para que me informaran de tu muerte.