El último día
“Hoy es mi último día de labores, al fin me jubilo.” Debí estar feliz, sin embargo tuve una sensación inefable, entre abatido e inservible. Había leído que un gran porcentaje de adultos, en el retiro se deprimen y su salud decae. Mi trabajo me dio grandes satisfacciones que alimentaron mi ego. Pero según mi esposa, Victoria, los halagos y los reconocimientos nunca se correspondieron con los ingresos.
“Son las tres de la tarde, me restan tan sólo dos horas de vida productiva, ninguno de mis viejos compañeros se ha dignado venir a despedirse de mí, ni qué decir de todos esos nuevos empleados, tecnócratas jóvenes con maestrías en el extranjero que piensan que soy un mamón engreído y soberbio en exceso para mi edad. Podrán pensar lo que quieran, me queda el gusto que fueron ellos los que en incontables veces acudieron a mi oficina para aclarar sus dudas, ahora que se chinguen e investiguen por su cuenta.”
Cuántos directores vi pasar en esos treinta años. Los hubo de todo tipo: estúpidos, prepotentes, tolerantes y alguno que otro inteligente. Sin variar, todos me utilizaron. Fui una herramienta para que le dieran luz y brillo a su hoja de vida. Cuántas veces no pedí justicia; un ascenso merecidísimo. La respuesta, con pequeñas variaciones, me la repitieron hasta el hartazgo: “No, Infante, tu siguiente nivel son puestos políticos y tú no perteneces a ningún grupo.” Así es la burocracia.
Me negué a formar parte de un grupo político. No podría ser un lamehuevos como el secretario particular del director Julián Alcántara que se arrastraba hasta la ignominia, no tengo el cuerpo de Norma, la Subdirectora de Planeación para convocar los ánimos del jefe y amortizar sus déficits, tampoco era familiar, como Patricio, un desadaptado que se pasaba el día detrás de la pantalla de la computadora escribiendo poesías en una página literaria.
Asimilé bien el sentido utilitario del recurso humano. No soy servil, tengo dignidad. Dignidad, que por cierto mi esposa desmeritaba porque no daba para comer. ¡Ay!, ¡lo que me espera! Lo que más lamentaba de dejar de trabajar, era pasar todo el día con Victoria, escuchar sin tregua la misma cantaleta todos los días que me restan de vida.
“Podría ir a despedirme de cada uno de mis compañeros a sus oficinas, pero no. No tengo ese temple, no voy a rogar e implorar abrazos. Es tanto como admitir que no soy el que digo ser, que utilizo una fachada de displicencia, y en realidad tengo debilidades, necesito como todos de afecto.” Mientras meditaba en estas cosas, escuché la voz de la secretaria dirigiéndose a mí:
–Ingeniero Infante. El director lo espera en su oficina.
–Ahora voy, Anita –respondí con el último retazo de amabilidad que me quedaba.
“¡Caray!”, me dije, “ya era hora que me festejaran, al menos los jefes se acuerdan que les entregué más de treinta años de eficiencia y calidad a bajo costo.” Qué conveniente tener un Jefe de Departamento especialista en la Industria Petrolera.
De verdad extraño aquel Director General que elevaba mi espíritu. En una ocasión me dijo: “Javier, no creo que el país posea más de cuatro mentes lúcidas que conozcan más que tú las finanzas petroleras”.
“Cinco de la tarde.” Comencé a especular en lo que me aquejaba: “Esto ya se jodió, nadie vino, ni la zorra de Lorena que con tal de conseguir mi ayuda no escatimó en mostrarme lascivamente sus muslos y pechos.” ¿Cómo pude creer que su interés era real? Me manipuló a su gusto e imberbe caí. Tan viejo e ingenuo…
La reunión con el director no fue lo que esperaba. Su insensibilidad no tiene límites. No hizo ningún comentario sobre mi jubilación. Quería mi opinión acerca de una licitación. Por lo menos me sirvió para sentirme útil hasta el último día como lo hice en todos esos años.
Había presumido que me invitarían a tomar unos tragos, ja, me quedé con las ganas. Podría haberle hablado a mi amigo Simón, el inconveniente era que después de tantos años, como habíamos vivido los tres juntos antes de casarme, Victoria le tenía desconfianza; imaginaba que cada vez que nos veíamos, regresábamos a las viejas andadas.
Hice tiempo para evitar algún encuentro inoportuno con los empleados, en el elevador o en la planta baja. Ensayé un ejercicio como anacoreta que se despoja de sus bienes, de desprendimiento del cargo de funcionario, abandonado mi ego en algún archivo del inventario.
Al salir abotoné el saco de mi traje, no tanto por el frío, sino como un desplante más de superioridad. Al instante me acordé que ya no era un funcionario del Gobierno. Opté por desabotonarlo, así me sentía pequeño y sin coraje para enfrentar el bullicio de la calle.
“No quiero llegar a casa”, me decía, “no aún, necesito un trago para enjuagar el sabor amargo que me dejaron esos pendejos desagradecidos. Si yo no les importé, menos ellos a mí. Total, no los voy a volver a ver. Es más, ya montado en este plan valemadrista y procaz, que chinguen a su madre.”
Caminé por las cercanías de la Zona Rosa, atiborrada de bares. Eran las 5:20, tenía tres horas para emborrachar la decepción y no llegar tarde a casa, sabía que mi mujer me esperaría con un drama a causa de ello. ¿En qué momento se convirtió en mi capataz y verdugo? Tan tierna y amorosa que solía ser. La amaba tanto… Bueno, creo que todavía la amo en forma intermitente.
Recorrí con la vista las opciones y elegí entrar al que me pareció, por el nombre, el más llamativo para un bar: Taberna-culo-de-Baco. Me recibió el hedor agrio y húmedo de los prostíbulos. No recuerdo haber entrado a un peor lupanar. Busqué una mesa alejada de la entrada y del baño, odio dar la espalda a esos lugares. Es una manía. Desafortunadamente la alternativa fue un rincón lúgubre. Antes que el mesero, me topé con la sonrisa impura de una puta. Hacía mucho tiempo que no respondía al coqueteo de las prostitutas.
Pedí un Habana Club y me llegó al mismo tiempo que la nalgona que me miró al entrar. Sin mediar autorización se sentó en la silla más cercana a la mía, me abrazó desparpajadamente y me pidió que le invitara con algo, específicamente, un ron con cola. Para ser más convincente, metió su mano entre mis piernas y me acariciaba el miembro. Para mi sorpresa me despertó la libido, las manos me sudaban. Amaranta, así se llama la dama, consiguió quedarse, su presencia me degradaba. ¡Qué Patético llegar al extremo de pagar compañía!
Me preguntó por qué estaba solo. Le mentí. Le dije que esperaba a unos amigos para celebrar mi cumpleaños. El etílico me había soltado la lengua y me hizo perder la noción del tiempo. Ella, eufórica levantó la voz y llamó a sus compañeras:
–¡Ey, chicas! ¡Este guapo hoy cumple años!
Una avalancha de cuerpos sensuales que rezumaban sexo superfluamente disimulado por fragantes perfumes, me abrazó. Algunos parroquianos, a cuenta de nada, imitaron la acción y me sacudieron con abrazos y violentas palmadas en mi espalda. Me dejé querer. Después de consumir varios rones, la prudencia me aconsejó marcharme. El mesero me trajo el valor del consumo que debía pagar. Una contracción en el estómago fue la reacción inmediata al verificar que no tenía mi cartera en la bolsa trasera de mi pantalón. Desesperado busqué en las bolsas del saco, ociosa acción, nunca la guardo ahí. Lo que me faltaba, esas pinches viejas ya me habían chingado. Me robaron mi cartera. Pasé mi vista por las caras de los parroquianos para descubrir culpabilidad en alguno y todos me ignoraron.
Expliqué al encargado del local que había sido víctima de un vulgar hurto. Pedí prórroga para pagar más tarde, su sonrisa sardónica me sobrecogió. La llegada de dos gorilas con sus gritos, me intimidó: “No, viejito, de aquí no te vas sin pagar.”
Después de acosarme por más de una hora, alevosamente me tundieron a golpes, me derribaron, y me remataron a patadas. Como despojo humano me arrojaron a la calle. Ignoro si fue el efecto del alcohol o de los golpes el que me coartó el valor de levantarme. Ovillado en el piso me lamí las heridas, las físicas y las del alma, las de entonces y las de siempre; golpeado por la vida y pateado por la suerte.
La mirada de desprecio de una señora fue un acicate a mi magullado orgullo. Me levanté y sacudí el polvo de mi traje. Aturdido intenté orientarme para caminar hacia el metro Insurgentes. “A partir de ahora”, pensé, “ya no seré el golpeado, voy a ser un hijo de puta sin contemplaciones, nadie podrá horadar mi coraza.” ¿A quién tratar mal?, sólo me quedaba Victoria y con ella la severidad no se me daba, no era capaz de contrariarla, bastante tendría con soportarme.
Como siempre, la línea 1 del metro estaba rebosante de usuarios que regresaban a sus hogares cansados del trajín del día. El viento que empujaba el tren cuando se desplazaba por el túnel, anunciaba su llegada. Necesitaba dar un escarmiento a los que me habían lastimado ese día, y siempre. Un final digno: “Tan fácil es arrojarse a las vías. ¿Se necesitarán más huevos para dar un paso al frente que continuar en esta vida ignominiosa?”
Las alarmas de la Estación Insurgentes se activaron, un hombre había sido arrollado por el convoy. En las pesquisas, los investigadores no lograban precisar si había sido un accidente o se había lanzado deliberadamente. Los curiosos que desalojaban las autoridades señalaban que lo habían empujado.
Una hora después, un agente del Ministerio Público se presentó en el 1100 de Patricio Sanz de la Colonia del Valle. En una bolsa de plástico llevaba las pertenencias del occiso acaecido en el metro. Frente a la puerta de entrada del departamento, el agente esperaba respuesta. La puerta se abrió, varias personas salieron entonando porras y gritos festivos.
Todos los compañeros del trabajo habían organizado una fiesta sorpresa de despedida para Javier. Con densa pesadumbre, el agente Barrientos preguntó, para confirmar, cuál era el domicilio de Javier Infante. Y contó la tragedia.
En el rellano de la escalera, Javier escuchó el anuncio de su supuesta muerte. Se resignó a seguir siendo el mismo, no fue capaz de alegrarse por la muerte del ladrón que le despojó su cartera. Decidió hacerse presente para evitar la congoja de su esposa y amigos. Al verlo aparecer, Victoria, colérica le gritó:
–¡No cambias, Javier! Eres un ingrato, te estamos esperando angustiados y tú con tus bromas, y encima borracho.
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