Lo sentaron en su silla de rueda como lo hacían todos los días mirando el enorme tomatal que su abuelo había plantado en la década del 50, tenía unas ganas arrebatadoras de coger uno de sus frutos jugosos y meterlo hacia su boca para palear de alguna forma la sed que le hacía heridas en las comisuras de sus labios, pero no podía porque aparte de no desplazarse, sus manos no lograban coger nada, era como una rígida estatua de sal y ardiente deseo por hacer y no poder. Siempre combatió su ser interno sobre todo cuando más de una vez le tocó amar a una mujer, sabía que no podría jamás desnudarla, tocar su cuello, despejar su rostro cuando su largo pelo le golpeara la sien, besar sus ojos con la impúdica sombra de su cuerpo, declamar su sexo a medida que las horas transcurriesen. Estaba atado, amordazado entre fierros, hebillas y cinturones pero su espíritu volaba, era un gran poeta visual, y su mente trabajaba para hacer su mundo un poco más amable. El cielo estaba más azul que nunca, la tierra húmeda de su entorno y el césped raleado desde temprano hacían que su alma se elevara con vehemencia. Estar ahí sentado esperando que alguien se asomara para preguntar, limpiarle el sudor que corría por su rostro, por último para hacerle compañía. Él sabía que Dios le había dado una mente fértil en un cuerpo apretado, pero se las arregló para comunicarse con las moscas y con el movimiento del viento, a propósito de nada balanceó su silla con el peso de su cuerpo y cayó a la tierra recién labrada, el cielo hizo el resto, hoy en su puesto hay una gran mata de tomates, tan grande como nunca jamás vista que corre su guía libre, sin ataduras, sin correas ni hebillas y se empina mirando su nombre en un letrero, Ignacio, una nueva variedad para el mercado, los más caros de la zona que van ahora embalados hacia Europa.
*Ejercitando algo de narrativa simple. |