Aquí estoy, ahora, atravesándote, atravesándome sin piedad.
Sin pensamientos, observando y observándome.
Soy el espectador global, gradual, intenso y morboso.
La ciudad se rinde a mis pies, sus calles adulan los pasos que besan la tierra. El aire acaricia mi cara.
Los aromas se impregnan en mi ropa, camino... en la quietud, por la vieja cornisa, tambaleándome pero sin perder el equilibrio.
Sigo erguida, derecha y sin miedos, esperando una señal.
Reviento en llanto, me río, quiero salirme del cuerpo.
Vuelo, me pierdo... sigo caminando.
No sé a donde voy, me confunden las miradas,
las voces son aullidos violentos, grito… nadie me oye.
Sigo la marcha.
Escucho la melodía de tu voz, veo tus alas
asomarse entre las nubes, me sonrío, lloro, te extraño… siempre.
Estiro mis brazos, intento alcanzarte, me duelen tanto las manos.
Tengo miedo… hay gente a mi alrededor,
que se vayan ¿qué miran?
Y me despido con un adiós impensado, atragantado,
amargo, amargada, feroz, inaccesible.
Me desgarro las vestiduras, que mi carne se consuma,
que esta daga se clave en mi pecho, ¡por dios!
Y me despido…
Soltándote, dejándote ir… a iluminar a otras almas, tal vez,
pero con la promesa de que volveremos a estar juntos sin final y sin espacios, con un mismo aire y un mismo cantar,
con tu guitarra y tu Alfonsina del mar.
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