La complejidad de la situación
Escuchó el alboroto proveniente del cuarto de baño y se alarmó. Corrió por el pasillo, abrió la puerta, casi sin resuello, y me encontró a mí, con los rulos puestos en medio un caos indescriptible, profiriendo toda clase de insultos contra las multinacionales de la cosmética integral, las cremas depilatorias, las ceras, los biolifting anti-age, los tratamientos varios de celulitis y flacideces, la fangoterapia, el permanentado de pestañas, el dermopulido corporal, los demaquillantes, los piling y la laserterapia antiarrugas, entre otros.
—¡Cielos, Estalinda! ¿Qué estás haciendo? —dijo, sin entender muy bien la complejidad de la situación.
Yo, ni caso. A lo mío. Como una posesa, estampé contra el suelo dos frascos de protector capilar de color rosa que formaron una especie de charco viscoso y gelatinoso de lo peor. A continuación di un salto y saqué de la vitrina todas las cremas hidratantes y un pote de considerables dimensiones de colágeno regenerativo, que me había costado una fortuna, y los lancé con una energía incontenible contra el fondo de la bañera exenta, que hasta yo misma me quedé impresionada. ¡Já, la beñera exenta! Déjame que me ría. También me costó un riñón, pensando que me daría diarios, prolongados y reconfortantes baños con leche de burra, como Cleopatra y he terminado usándola como piedra de lavar.
Antes de que él pudiera reaccionar (hipótesis bastante improbable), vacié en la taza del retrete un kit completo de geles exfoliantes, dos tubos de crema antiarrugas con bífidos hidroactivos, siete bolsitas de tinte, dos de henna y varias cajas de restauradores estructurantes y potes de champú de aloe vera revitalizantes de cabellos a punto de languidecer. Arreciaron los gritos contra el sistema, la sociedad patriarcal homófoba y el statu quo. Entonces, creo que empezó a darse cuenta de las dimensiones de la catástrofe.
Intentó, en vano, hacer llamadas a la calma y a la reflexión. Inútil, chaval, ¿con quién crees que estás hablando? Tuvo que ponerse a cubierto, porque sobre su cabeza volaron varios tarros de crema demaquillante, seguidos de otros tantos ralentizadores de la síntesis lípica, un frasco de micromasaje de Helena Rubistein, que parecía un auténtico obús, y otro de mascarillas lenitivas y de sueros para la piel. Dio entonces la impresión de que el combate había terminado, pero no. Faltaba la traca final. En distintas direcciones del cuarto de baño, volaron colonias, perfumes, lápices de labios, lacas y desodorantes dry.
Hubo un silencio que se prolongó más de lo necesario. Entonces me dirigí, como si no hubiera pasado nada, al lavabo. Fundé los brazos a ambos lados del mueble, mire mi aspecto general en el espejo y, con esa gracia que Dios me ha dado, me saqué los rulos que aún me quedaban en la cabeza. Me dirigí hacia el rincón donde él se había refugiado y los fui dejando caer, con el brazo extendido, uno tras otro, suavemente, delante de sus narices.
—¡Se acabó! —le dije—, ¡que se los ponga tu madre! —y salí del cuarto de baño dándome tono y con un contoneo insufrible. Él no supo qué responder. Permaneció agachado detrás del tocador, sorprendido y sólo acertó a musitar:
—¡Genial, Estalinda, genial! Ese último gesto me ha parecido, ciertamente, genial. Ni la Rita Hayworth en la escena de los guantes —pero me hice la que no oía porque ya estaba yo saliendo triunfal de aquel pandemónium.
JUAN YANES |