No sé, tiendo a ser rebelde de pensamiento, aunque mi apariencia es más bien sumisa y pusilánime. Los sucesos cotidianos no me dejan impávido y las informaciones trato de rearmarlas tal si fuesen las caras del cubo de Rubik. Sospecho, sospecho siempre y escarbo dichas noticias, buscando el color diferente, la nota discordante, el suceso que intenta pasar desapercibido y que se azucara para el paladar de los menos exigentes.
Me sucede especialmente en esta estación estival, cuando todos parten a sus destinos anhelados invirtiendo sus ahorros en sol, risas, comida y diversión. Eso, para los que tienen la suerte de brindarse esos lujos, pagando arriendo por una casa en la playa, junto a los suyos, y para los que cuentan con familiares que vivan en el litoral, en el campo o en cualquier parte que sirva para desconectarse de las cotidianidades de la vida en la ciudad.
Pero, ¿que pasa con la enorme masa de gente que no tiene recursos para veranear afuera y sólo le queda la alternativa de sofocarse de calor, ver las mil y una repeticiones de los programas de TV o leer un libro bajo la esquiva sombra de un arbolito? Pues bien, para aquellos que no son tan afortunados ni adinerados ni nada de eso, acuden en su auxilio las organizaciones establecidas para brindarle cine en las plazas, piscinas inflables, payasos, saltimbanquis, festivales y museos, todo gratuito y a su alcance, para que nazca la euforia, el placer, el acatamiento y todo lo que permite que una sociedad descomprima los potenciales peligros de rebelión de una clase desposeída de muchas cosas y a la que hay que emborracharles la perdiz a cualquier precio.
Y veo el chorreo, pero el de las mangueras, veo la alegría, pero la carnavalesca, que es el sucedáneo de una pastilla que se traga con desgano para que la pena se diluya en burbujas de fantasía. Los niños ríen, claro y gozan con su inocencia propia, aunque no hayan comido lo necesario para un ser humano, aunque estén atiborrados de bebidas gaseosas y galletas envenenadas por las cundidoras mezclas de los fabricantes.
Ya se los dije, sospecho, sospecho siempre, no confío ni en el Pato Donald, ni en los marxistas, ni tampoco en los políticos, que son los que avivan la cueca según sus propios intereses. Sólo me permito barrer el desmigado de ese pan, consumido con visceral apetito, mientras los payasos hacen sus maromas dentro de aquel enorme circo…
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