Pesadilla araucana de las manos
Siempre estaba allí, quieto… Yo soñaba esa misma historia, que se repetía de manera idéntica una y otra vez: Estábamos en una especie de celda enorme, encerrados. Cantábamos para quitarnos el miedo y entonces entraban unos soldados y nos daban culatazos con sus fusiles y nos mandaban callar. Se paraban delante de mí y me preguntaban a gritos, señalando a uno que siempre estaba callado y me decían, «¿cómo se llama ese?, ¡dinos su nombre!, ¿por qué no canta?, ¿por qué no toca la guitarra?» Y yo no sabía qué decir, ni sabía por qué estaba allí. Siempre estaba allí, quieto, callado. Era moreno, aindiado, con la nariz prominente. Tenía el pelo negro y ensortijado y no enseñaba nunca las manos. Entonces iban y le gritaban y le daban culatazos con los fusiles pero él no decía nada. Hasta que un día ya no pude más y les grité yo también, «¡No le peguen!», dije, «¿No ven que no tiene manos? ¡Está muerto y se llama Víctor, Victor Jara!» Y entonces me despertaba de aquel sueño, sobresaltado, con una amargura infinita entre las manos.
Juan Yanes |