Trémulas y con pavor logramos atravesar el largo corredor que finalmente se encontraba amurallado por el humilde solar.
Trece personas de diversas edades ocupaban ese pequeño espacio; los olores rancios y saturados parecían estar impregnados incluso en la piel de los habitantes.
En la Facultad, la teoría distaba de la realidad, no sólo sustancialmente, sino en las anécdotas que nunca contó el Licenciado.
Para nosotras, estudiantes de primer de año de Sociología fue un choque emocional, estar tan cercanas a los hechos, pero a la vez, el ímpetu se acrecentaba por las vivencias que estábamos a punto de experimentar y las que acabábamos de dejar en el taxi camino al desconocido barrio, o el recorrido extenso e infinito que nos adentraba en ese universo caótico de rostros agrietados y pendencieros, o tal vez las súbitas frases impronunciables que saliendo de nuestra precisión criolla nos eran de escarnio.
Aún así, sentíamos a vivo corazón que estábamos a punto de empezar con nuestra carrera, que nuestra visita irresoluta estaba a punto de cobrar el sentido de vocación, ya no era lejano el contacto con la verdadera realidad; no, ya no podíamos asumir de indefensas; los indefensos estaban frente a nosotras y todos esos ojos nos miraban distinto.
Nuestra labor inmediata era ser receptivas, los víveres y colchas abrigarían el frío, más no los sueños, el alimento aplacaría temporalmente el hambre, pero no su pobreza; ese apetito era insaciable. Nunca me sentí tan de ellos, nunca me sentí tan pobre, pero a la vez nunca me sentí más humana.
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