Todo empezó una calurosa noche de verano. Era el mes de Agosto, y en una de las salas del paritorio del Hospital Civil, hacían esperar a una primeriza que se quejaba en vano ante las esquivas miradas de enfermeras y matronas.
Con dicho marco llegó a este mundo un pequeño, cuando sólo faltaba al rededor de media hora para la media noche que daría paso al vigésimo tercer día del mencionado mes. El recién llegado, que a penas era capaz de distinguir sombras en medio de una luz cegadora, llegaba desprovisto de toda arma o virtud para enfrentarse al mundo que ahora parecía envolverlo. No entendía por qué apareció allí ni cual era su misión, su meta, su destino.
El día que cumplió seis años no fue distinto de cualquier otro aniversario; estaban los primos, los tíos, los abuelos y creo que algún vecino. Hacía poco más de un mes que dejó de ser el protagonista de la casa, puesto que apareció el segundo de los hermanos, con ganas de guerra y sin intención de renunciar a su parcela de atenciones, cariño y servidumbre que todo hijo inflinge a sus progenitores.
Tomó aire hasta que los pulmones no pudieron más y sopló las seis velitas que coronaban la tarta. Deseó algo inalcanzable, y sonrió mirando fijamente los dibujos que describía el humo que todavía emanaba de los minúsculos cirios; ajeno por completo a que, a partir de ese año y también unos meses antes, el mundo había sufrido una transformación hacia una escala superior en calidad: Apareció, desprovista de toda arma o virtud para enfrentarse al mundo, una niña que, sin ningún motivo apreciable, estaba hecha de las piezas de un rompecabezas tan complejo que ninguna mente humana podría siquiera inventar, pero que encajaba perfectamente con aquel chiquillo que ahora miraba los regalos con avaricia sin saber que el mejor de ellos se lo estaban guardando y mimando a varios kilómetros de su habitación. |