Hoy al mediodía subí al bus con destino al trabajo; yo viajo en bus, es un viaje económico, filosófico si toca ventana y puede llegar a ser (con mucha suerte) la frontera rara de una aventura anecdótica.
Todos estos meses que llevo viajando en bus, me he sentado a frivolizar Lima. Especialmente por lo agitada que resulta en horas punta. Es en esos instantes precisamente dónde ocurre lo ...interesante.
La gente grita, se acalora, putea, reniega y desahoga los problemas domésticos o laborales contra un tráfico vehicular que más que caótico es una mierda.
Hoy no fue la excepción, pero ocurrió algo que hizo del viaje una maravilla.
Él ya estaba ahí cuando tomé asiento, las miradas de los pasajeros se perdían en periódicos, calles, relojes, en la nada; la mía lo siguió embrujada mientras se desplazaba incómodamente por el pasadizo.
Por momentos era empujado por el cobrador que saltaba de un extremo a otro recolectando pasajes; su pequeño cuerpo saltaba sin perder el compás ni la nota mientras el sagaz chófer maniobraba por curvas y badenes haciendo de su vieja máquina un bólido.
Lo cierto es que él continuaba ahí, con los ojos cerrados, apasionado en su quena y su charango, derramando notas y una melodía andina que me estremeció hasta las lágrimas.
Su arte era un espectáculo, pero lo más increíble era la indiferencia de las miradas de alrededor. No miento, sentí pena por él, estaba siendo desmerecido injustamente; un prodigio castigado sin reconocimientos, sin aplausos. Sentí cólera por todos, por sus problemas, por mí; cuántas veces acaso, yo fui el injusto, el indiferente, cuántas veces…
Sin decir ni una sola palabra y con el rostro lleno de humildad se acercó a cada uno de los asientos mientras mi mirada aún lo seguía.
Quería hablarle, mirarlo a los ojos y estrechar su mano, decirle sinceramente ¡Gracias!
Me miró tímido y yo estreché su mano, no hubo necesidad de palabras, él sonrió mientras guardaba el billete que le había alcanzado, bajó por la crujiente puerta trasera y alcanzó la calle.
El bus empezó nuevamente a andar, me perdí en la calle, en la gente, minutos más tarde había llegado a mi destino; feliz, empezaba el día. |