Se incendió
el alma del pintor,
las llamas entraron
en cobijos silenciosos
donde nunca hubo calor.

Él vio rojos bermellones arrasando violetas,
celestes lívidos
temblando desprotegidos
ante iracundos naranjas,
a penas verdes habían,
sólo en ribazos
del cuerpo sin defectos
que contemplaba.

El fuego
consumía su sabana de templanza.
Tímidos, los ungulados huían,
escapaban a otras áreas
a resguardo de la pasión,
de las flamas.

Rechazó blancos la paleta
y los pinceles bailaban en sus manos
una danza abisinia
sinuosa, femenina,
portal del mudo instinto
de inmedible codicia,
por la mujer que, sin él,
su mente dividía.

Y en la tremenda vorágine
de la sangre por sus venas,
encontró el acoplamiento,
se hizo uno con ella
en el sublime relámpago
de una escultura efímera.