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EL CHOCLO


Uno de los distritos de la gran Lima, escogido por la gente adinerada para construir sus mansiones años atrás, fue el de Miraflores. Eran suntuosas y recreaban nuestras vistas cuando uno caminaba por todas esas aceras que cruzaban el distrito. La calle Santa Isabel se encontraba a dos cuadras de la avenida Larco y allí vivían distinguidas familias que ocupaban cargos importantes en las mejores empresas extranjeras y del gobierno. Cuando uno iba de turista por esas calles, tenía que pasar rápido porque los policías peloteros de sus amos, nos obligaban apurar nuestro caminar mostrándonos una enorme vara negra que asustaba hasta al más valiente. Las fachadas de esas casas de los adinerados eran construidas a todo lujo: mármol italiano, rejas traídas de España y azulejos. Uno se tenía que contentar imaginando el interior que seguramente estaría adornado con jarrones chinos, porcelana francesa, cuadros de pintores famosos, abundando la caoba y el cedro en las fabricaciones de los enseres.
En Santa Isabel, vivía un sobrino de mi abuela, su padre era de descendencia inglesa y su familia tenía la costumbre de servir la mesa al estilo inglés, muy sofisticado para un simple mortal acostumbrado a comer con las justas con un solo cubierto. Los planos de la casa del tío adinerado, los hizo un arquitecto famoso y fue construida con materiales nobles. Un hermoso jardín en el fondo de la casa colindaba con un pequeño patio en el cual había un pequeño bar. El comedor era inmenso; igual la cocina, que tenía un comedor para la servidumbre. La puerta de entrada a la residencia era de fina caoba, un pequeño pasadizo nos recibía que colindaba con una sala mediana. A varios metros había otra puerta de entrada que no tenía que envidiar en nada a la puerta principal: ésta nos llevaba por un largo pasadizo hasta la cocina. Baños completos, salas de recreo y todo esto sólo en la primera planta porque en la segunda estaban los dormitorios y otros salones también de recreo que eran el doble de mi pobre habitación, que todas las noches me recogía para que pudiera descansar.
Yo no quería ir a la casa del tío, solo tenía trece años de edad y para mí era un martirio visitar a esos parientes ricachones que sólo al llegar me invitaban una manzana que estaba atravesada por un tenedor y tenía que pelarla con un filudo cuchillo. Antes de comerla me llenaba de gases, pero el tío insistía que ésa era la manera de comerla. Yo casi siempre iba con mi abuela Elena, pero esta vez ella decidió que fuese solo y la verdad hasta lloré, porque para mí eso de visitar al sobrino de mi abuela, en lugar de ser algo satisfactorio, era un castigo terrible. Si yo en mi casa de unos cuantos mordiscos hacía polvo la manzana, con una cuchara rústica dejaba el plato vacío, fuera de frijoles, pescado o cualquier alimento que mi madre ponía en mi plato. No hubo más remedio que ir, tuve que caminar hasta la plaza San Martín para tomar el tranvía, al subir el boletero me confundió con un chico que viajaba sin pagar y casi me da coscorrón con el picador de boletos. Menos mal que el sádico controlador se dio cuenta que vestía con un traje que daba la impresión que yo era un niño rico. Lo que no se imaginaba el pobre hombre que ese traje era de segunda mano, y aún más un regalo de un tío ricachón, que antes de tirarlo a la basura porque a su hijo ya no le quedaba, se acordó del pariente pobre. Con su mal genio me ayudó a subir y acto seguido me extendió el boleto. De pensar que tenía que enfrentarme a esa gente que no era la mía, me dio ganas de hacer de vientre, El sólo hecho de imaginar que pronto toda mi ropa interior se iba a ensuciar, sudaba frío. Faltaba un mes para cumplir los catorce y mi abuela pensando en mi cumpleaños, me mandó donde sus parientes para que me hiciesen buenos regalos. Mi abuela, no tuvo la misma suerte que su hermana menor, su marido la dejó temprano. Por el contrario, la hermana se casó con el hijo de un inglés y nunca le faltó nada. Tenía casa en Barranco, en Chorrillos y hasta en Moquegua donde fue prefecto su marido.
Bajé del tranvía a duras penas, con ese miedo que no me podía sacar de encima y poco a poco, fui llegando a la hermosa residencia. Toqué el timbre y nadie me abría, insistí y al rato salió la empleada: una negra que parecía recién venida del África. De ojos grandes que eran del mismo color de su piel, estaba ataviada con una bata blanca. Me miró sin decir nada y cerrando la puerta se metió a la casa. Pensé irme, pero cuando mis pasos se disponían a emprender la retirada, se volvió abrir la puerta apareciendo la figura del tantas veces citado tío, Él era muy alto, casi calvo, su piel era blanca como la leche y sus ojos celestes parecían unos trozos del mismo cielo. Muy alegre me hizo pasar. Saludé al resto de la familia y como ya era su costumbre, me llevó hasta la cocina para darme su famosa manzana. El estómago volvió a fastidiarme, pero esta vez observé que fue directamente a la refrigeradora, sacó una botella de coca cola, sirvió dos vasos y me invitó. A los pocos segundos su mujer lo llamó y se pusieron a cuchichear a unos metros de mi persona, sin darse cuenta que yo estaba en la cocina con mi refrescante bebida. Le decía que me despachase lo más rápido que fuese posible porque tenía invitados, a su casa iban a venir los Álvarez Calderón, los Olachea, los Ostolaza, Miquicho, Miquicha y una retahíla de pelotillas que sus nombres para mí no me decían nada. Se molestó con su mujer, le decía que yo sabía comportarme en la mesa y si así no fuese, me guiaría levantando el cubierto que correspondía al plato que se iba a servir. Ella, intransigente, le decía que me diera una buena propina y que me acompañase a tomar el tranvía que me devolvía a mi casa. Se oponía y hasta casi la envía a la mismísima “m” por el desprecio que hacía gala. Seguía porfiándole testarudamente y le decía que la amiga de su hermano, codiciado soltero de la época, una tal Palacios, iba a venir y era el momento para unirlos, estando yo se tenían que limitar en las bromas que eran medias verdades. Él le decía que a su hermano no le gustaba y que ya tenía una trujillana de muy buena familia. La pretenciosa tía no tuvo más remedio que aceptar porque cuando llegó el célibe, que era mi padrino de bautismo, al verme corrió a saludarme y conmigo estuvo un buen tiempo conversando.
Sirvieron el aperitivo y ellos se lo comieron porque yo ni lo olí, estaba conversando con la negra Tomaza y se olvidaron de que yo existía. Cuando la enorme puerta del comedor se abrió los señorones y señoronas tomaron sus respectivos asientos y fue el tío Augusto que entró a la cocina para que me reuniese con los comensales. La tía, más que seguro, estaría rezando para que su santo favorito le hiciese el milagro que el intruso desapareciese. Pero no se hizo el milagro, aparecí a la vista de esos señores que no me habían presentado y la tía se puso nerviosa. Mi protector, que también se las traía, me presentó como un sublime poeta, todos movieron la cabeza en señal de asombro porque al ser tan joven, ya se me tildaba de un sublime poeta. No hubo problema, yo miraba al tío con disimulo y él conversaba moviendo el cubierto respectivo. Al casadero lo sentaron junto con la Palacios: ella se mostraba muy coquetona. De tanto en tanto hacía gracias para llamar la atención; él se dirigía a mí y
me preguntaba por el último poema escrito para no dar importancia a las tonterías que decía su admiradora.
Todo marchaba bien y la tía al notar que no había problemas, tocaba su campanita para que las meseras se apuraran a retirar los platos. —No le sirvas vino al joven Francisco, no está acostumbrado—Él como siempre no le hacía caso a su mujer y casi me llenó el vaso. La ensalada me costó trabajo porque al ensartar la lechuga siempre hacía un leve ruido y la tía cambiaba de color en su rostro. Se sirvió un suculento escabeche de corvina, no faltaba nada, brillaban las aceitunas, el huevo duro, una hermosa mazorca casi tapada por las abundantes cebollas y ajíes. El tío como siempre, me señaló el cuchillo y el tenedor a emplear, hasta allí todo normal, fue al cortar el bendito choclo que salió disparado, yo no sé si voló el desgraciado porque fue a parar a las faldas de la Palacios. Mi padrino se dio cuenta y casi se ríe; como tenía en ese instante su brazo fuera de la mesa, intentó coger con disimulo el choclo: ella al sentir un grato calor se llenó de contento y ajustaba las piernas para sentir más el agradable calor que le llevaba a una evitable excitación. Mi padrino hizo dos intentos y el choclo se le resbalaba de los dedos, al tercero lo asió y de inmediato, lo tiró debajo de la meza. Creo que la le cayó a su pretenciosa cuñada porque se escuchó un ¡Ay!
Cuando salimos del comedor, se pasó al salón principal de la casa para tomar café, coñac y a fumar los largos puros que venían de la Habana. La señorita Palacios se acercó a Godofredo y susurrándole casi al oído le dijo que su mano era toda una delicia y el asombrado le explicó que se trababa del choclo, que su sobrino al querer cortarlo salió despedido, posándose en sus piernas. No le creyó y argumentó que el choclo no podía acariciar con tanta delicadeza sus piernas. El hermano de mi tío insistió que fue el choclo, pero ella se reía y sus ojos se llenaban de amor. Fue el choclo…te lo juro, el choclo, le decía con desesperación y por culpa de esa gramínea originaria del Caribe, mi padrino casi se casa con la Palacios.

Texto agregado el 12-01-2013, y leído por 193 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
12-01-2013 Me gusta tu manera de escribir, desearía seguir leyendo más y más. Por eso esperaré tus novelas, Mis cinco estrellas, Y, gracias por compartirlo. adriana21
 
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