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EL DANZANTE
Es de mañana y hace frio en el centro de la ciudad. Un pequeño tambor tañe monótono, marcando el ritmo de una danza de tiempos prehispánicos. Un hombrecillo de tez morena ejecuta los pasos al tiempo que hace sonar el instrumento. No hay solemnidad ni altivez en su mirada. Baila cabizbajo y triste. Hace tiempo que huitzilopochtli y quetzalcoatl abandonaron la ciudad del sol y ya el pueblo azteca no asiste frente a los templos para venerarles y solicitar su protección. Ahora baila deseoso de que alguna persona que camina por la calle repare en el y se acerque para darle una moneda que recibe y guarda bajo su atuendo.
Porque además esta ataviado para la fiesta. En la cabeza un penacho de plumas, sandalias en los pies, cascabeles en las pantorrillas, maxtli atado a la cintura y un pectoral en el pecho. Pero también esto a cambiado. Maxtli y pectoral no son ya de blanco algodón ni están bordados con finos hilos de oro, ni adornados con piedras preciosas. Son ahora de utilería. Los cascabeles no resplandecen con fulgor aureo al recibir los rayos del sol que haciende sobre el cielo. En el penacho no se observan las preciadas plumas de las hermosas aves del paraíso que habitan las selvas del sur. Gracias a la magia de la anilina se mecen tristes y mortecinas al ritmo de la danza que de un lado al otro de la plaza central hace sonar los cascabeles. Para detenerse bruscamente por un momento aquí y luego mas allá para que el hombre reciba ávido alguna moneda.
Sepultada bajo sus pies yace silenciosa la ciudad de Tenochtitlan. Sobre ella se levanta la ciudad moderna, con todas sus bendiciones y sus lacras.
Los comerciantes salen a retirarlo del frente de sus negocios –das mal aspecto- le dicen. El hombre moreno de bigote ralo es tratado como extranjero en su propia tierra.
Por fin el sol termina su marcha y da inicio el ocaso. Nuestro danzante se retira cansado al sitio donde diariamente espera el colectivo. Tiene hambre. Manosea preocupado las pocas monedas que hoy logro conseguir. No. Ya no vera llegar a los mensajeros desde las mas lejanas tierras del imperio azteca con exquisitos manjares que se degustaran en los palacios. Deberá conformarse con un mísero mendrugo de pan que tal vez deba comer en un callejón mal oliente de la gran urbe.
Guarda su indumentaria y sube al colectivo. Que lo lleva con su tristeza a los lejanos barrios bajos de la ciudad.
Atrás queda la plaza con su gran bandera en el centro. Por las noches ondea imponente al soplar el viento. Tiene bordada en su centro una majestuosa águila devorando una serpiente. Mira con ojos centelleantes a los paseantes. Aunque dicen que hay momentos en que no soporta la nostalgia de su grandeza… y llora.

Texto agregado el 09-01-2013, y leído por 90 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
13-02-2014 Eres un observador imparcial de tu ciudad. ¿Cuántos vieron al danzante antes que tú? Precioso homenaje a la raza y lo que nos queda de pasado. NeweN
 
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