Leona.
Me dijeron que mi bisabuelo materno, Lucrecio Quijada fue maldecido por un chamán en las selvas del Brasil, porque se había acostado con la que sería la esposa de un cazador. Él tomó a la mujer (a quien re-bautizó con el nombre de Leona), y juntos salieron del Brasil. Pero el gran chamán le maldijo, y ató al hombre –mi bisabuelo –a una existencia de vagabundeo.
Mi bisabuela, Leona. Tuvo dos hijos, gemelos, un niño y una niña. El niño era Salomón, la niña era Elisabeth. Primero habitaron las sabanas de la gélida Argentina, después, tras un impetuoso deseo de andar, fueron subiendo, de aldea por aldea, cruzándose nuevamente por Brasil, llegando finalmente hasta nuestra tierra: México. Allí, tras muchas décadas de andar, mi bisabuelo, Lucrecio Quijada murió, porque había luchado en la Revolución y muerto en algún lugar de la ciénaga grande que era México.
Lucrecia soñaba constantemente con una selva, que le recordaba vagamente a su primigenio hogar. Noche tras noche. Soñaba con aquel lugar.
Leona, tuvo más hijos de Lucrecio. Nueve hijos más. Todos ellos varones. Todos ellos murieron jóvenes pues no vivieron más que 34 años, menos Salomón, quien vivió un siglo. Yo vengo de Elisabeth. Ella creció fuerte, fuerte porque su madre lo era, porque el destino la había hecho fuerte.
Buscaron –los gemelos y cuatro hijos más –el cadáver del bisabuelo. Lo encontraron milagrosamente. Cargaron con él y volvieron para asentarse definitivamente en México. Le dieron sepultura, mi bisabuela murió de tristeza poco tiempo después, pero nadie lloró su partida; había ido a reunirse con su amado.
Mi abuela, Elisabeth, vivió mucho tiempo en el campo, ayudada por su hermano gemelo, pero éste se casó y partió rumbo a los estados del norte, fue en Sonora donde vivió y murió. Mi abuela entonces conoció a mi abuelo.
Era mi abuelo, Aurelio Casarín, un carpintero de gran estatura, fuerte como pocos, quien en sus pocos ratos libres, se dedicaba a leer filosofía. Se conocieron en una fiesta que se celebró en honor a un Santo, ¿Cuál?, ni ellos lo recuerdan. Él la vio sentada en aquel balcón, hablando con otras chicas que vivían con mi abuela en una pensión. Elisabeth era apodada por el nombre de su madre, Leona, y durante mucho tiempo la llamaban de esa forma.
Entonces, Aurelio, mi abuelo, subió la escalera que conducían a aquel balcón y se ocultó tras un cortinaje azul, escuchó la melodiosa voz de Elisabeth.
Desde entonces, hizo él todo lo posible por verla, según me confesó. Asistía a misa todos los domingos porque sabía que allí podría verla a sus anchas. Asistía a las fiestas del pueblo, cosa que antes no hacía, porque parecía sufrir de misantropía. Se paseaba frente a la puerta de la pensión. Harto ya, un día se armó de valor, se acercó a Elisabeth y le dijo que la amaba. Ella, apesadumbrada, no dijo nada, pues no conocía a mi abuelo.
Él se fue de allí, afectado por el mutismo de Elisabeth.
Ella no le hizo gran caso, pero comenzó a llenarse de sueños, sueños donde lo veía a él, declarando una y otra vez su amor. Lo soñaba descarnada del pecho, y el corazón palpitante radiaba una luz purpurea que a ella le causaba terror.
De no conocerlo, comenzó a pensar constantemente en él; no amorosamente, sino con temor. Le temía a esa imagen descarnada, moribunda, casi un espectro que la visitaba noche tras noche.
Él dejó de andar con soltura, volvió a ser meditabundo y silencioso.
Fue un mes de marzo, cuando la lluvia se había desatado torrencialmente y el río se había desbordado, cuando el pueblo se inundó.
Ella vio como la iglesia era devorada y derribada por las aguas, el sacerdote clamaba a Dios, pero el agua, más iracunda, lo aló y lo sepultó para siempre bajo los escombros de la iglesia.
Ella vio como los hombres luchaban por ayudarse unos a otros, escuchó los clamores de las mujeres, y el llanto de los niños.
Vio como él salió de su soledad para ayudar.
A término de la jornada, ella se acercó y le dijo:
-Vamos a casarnos.
Y se casaron.
Pero ella se llenó de sueños de una selva impenetrable, con árboles tan grandes que llegaban a las nubes y sus sombras frías se proyectaban sobre la oscura tierra. Soñó, muchas veces.
Entonces comunicó a sus hermanos, y, sus hermanos, le comunicaron que, desde que se habían casado, soñaban incansablemente con aquella selva de inmensos árboles.
Los sueños se pasaron a mi padre, cuando él se casó con mi madre, y yo, hace pocos meses que me he casado, sueño, sueño incansablemente con aquella selva, con la selva de nuestra Leona; sin duda por efecto de la maldición que aún se mantiene. Llamamos a esa selva Leona.
Nuestra estirpe soñará con aquel anhelado lugar, inexistente, por los siglos de los siglos. Amén.
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