Kaisser, el perro de Andrés, era hermoso, fuerte, de pelo blanco con manchas negras en el lomo; sus ojos, como dos luceros color canela, expresaban todo un mundo de nobleza. Compañero de horas rudas, con su amor y su noble mansedumbre alejaba la tristeza. Cuidaba la puerta como nadie y si algún defecto tenía era que le encantaba corretear tras los autos y ladrarle a las llantas. Por eso, Andrés lo mantenía de puertas adentro.
En la ciudad se desató una epidemia de mal de rabia, y el gobierno regional ordenó envenenar a todos los canes que se encontrasen en la calle. Andrés, preocupado por mil cosas, olvidó cerrar la puerta del frente de su casa, y su perro se salió en el momento que pasaba la camioneta del Ministerio de Sanidad que tiraba la carne envenenada a los perros.
Andrés oyó los ladridos de su perro y lo llamaba desesperado. Kaisser corría sin atender a los gritos de su dueño. Viendo que la camioneta se aproximaba, Andrés, con un lamento desgarrador que salía de lo más profundo de su alma, suplicaba al hombre que lanzaba la carne envenenada:
-¡No! ¡Por favor! ¡No le dé esa carne! ¡Es mi perro!
Extraña es la vida y con frecuencia la nobleza de los animales no anida en el corazón de los humanos. El hombre se rió y lanzó la carne a Kaisser. No se sabe qué cantidad de veneno tenía, pero el perro, de inmediato, comenzó a retorcerse y a expulsar baba. Andrés lo levantó, lo obligó a tomar aceite de oliva para hacerlo vomitar; el perro vomitó, no obstante, se le iba la vida.
Andrés lloraba, lloraba como un niño. Kaisser expiró, y Andrés lo abrazaba y seguía llorando con un sentimiento que laceraba el corazón de los presentes. Andrés enterró al perro y mientras lo hacía, los vecinos lo acompañaron en su último adiós a Kaisser y lloraban de dolor por el perro y por su dueño.
Mientras Andrés enterraba a su perro, sus vecinos oyeron cuando él, cegado de dolor e impotencia, pronunció unas palabras que retumbaron por los cuatro puntos cardinales:
-¡Así como mató a mi perro, ese hombre tampoco vivirá!
Los vecinos se asustaron porque siempre supieron que en Andrés había una fuerza espiritual tremenda, y que sus palabras, casi siempre, cobraban vida.
La camioneta del Ministerio de Sanidad y el hombre que había envenenado a Kaisser pasaban todos los días. El hombre, con una sonrisa en su rostro y burlándose de Andrés, seguía lanzando carne envenenada a los perros que veía. Así, transcurrió una semana.
El día lunes de la siguiente semana pasó la camioneta, como de costumbre, pero venía otra persona en el lugar ocupado por el hombre que había matado a Kaisser. Andrés pregunto:
-¿Y el otro mata perro?
La persona contestó:
-Ayer, le dio un ataque al corazón y murió repentinamente.
Andrés no pudo evitarlo, un remedo de sonrisa se dibujó en su rostro; y a sus vecinos, la noticia les produjo cierta alegría. Ellos aseguraban que las palabras pronunciadas por Andrés ante la tumba de Kaisser, habían perseguido a su asesino hasta causarle la muerte.
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