Aquel hombre de chaqueta oscura iba pensando que algunas veces no distinguía si era una persona complicada , o simplemente era imbécil. Cuando entró en el domicilio le sorprendió el estado de perfecto orden que imperaba en cada una de las habitaciones. Todo estaba impoluto y ordenado, cada mueble, fotografía o cojín estaban colocados como notas musicales de una partitura, creando una composición luminosa y fresca. Sin embargo toda aquella armonía carecía de temperamento, de personalidad, como si se hubiese pensado para no ser habitada. Muerta.
En el centro del salón, en una mesita auxiliar adornada con un halo de luz, tímido y delgado pero brillante, dormían dos objetos: una nota en la que leyó:
Dejo en esta caja lo que ya no necesito. Lo he llevado conmigo toda la vida, no es grande ni muy fuerte pero ha luchado con dragones y navegado en tormentas siendo sólo un cascarón de nuez. Lo he compartido muchas veces en mayor o menor medida, sólo una lo entregué por entero, y a la persona adecuada. Supe a qué sabe el sentirte completo. Conseguí aquello tan difícil que todos anhelamos y lo dejé pasar. Si herrar es humano fui todo lo humano que puedo pretender. Era suyo por derecho, por lo que ahora no se lo puedo entregar a nadie, era suyo antes incluso de que empezara a ponerme nervioso su compañía, y ahora que ella no lo quiere a mí me sobra. Es como cuando haces un regalo perfecto y te lo devuelven porque ya tienen algo parecido, ya no sabes donde colocarlo. Ahora me miento con la posibilidad de ejercer de nuevo como Humano y tropezar con la misma piedra, mientras tanto quedo vacío casi por voluntad propia. Dejo en esta mesa lo mejor de mí mismo, cuídalo. Quien quiera que seas.
El otro objeto: una cajita no demasiado pequeña, de color verde claro, como un aguacate. Sobre la tapa de la caja rezaba una frase que advertía “no tocar, que duele”. No se atrevió a abrirla.
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