Y como cual juego de niños, ambos se lanzaron a escribir poemas. Letras dormidas ansiosas por encontrar un nuevo refugio, una nueva morada.

Era el momento perfecto, la hora perfecta y el lugar adecuado. Ni la distancia, ni la ausencia, ni el paso de los años, habían logrado separarles. Nada parecía distinto, era extraña la sensación de haber permanecidos ajenos al tiempo, aunque era evidente que este, había pasado muy cerca nuestra. Inevitablemente, aunque con delicadeza, también envejecemos.

Él seguía ofreciendo una mirada llena de luz, siempre había tenido una mirada especial. Mirarle a los ojos era como sumergirse en las profundidades del océano, el deporte que siempre me gustó practicar. El riesgo, lo desconocido, la constante búsqueda de lo que existe pero no logramos ver... un viaje intrepidante, lleno de aventuras y deseo, mucho deseo.

Podía llevarme horas mirándole fijamente y sin mediar palabras, no las necesitaba, incluso después de tanto tiempo, sigo sin necesitarlas. El poder de su mirada era tan fuerte que me estremecía imaginarlo, pero aún así, he de reconocer que a ambos se nos daba de maravilla jugar con ellas, con las palabras.

A veces parecía que las guardábamos en sacos rotos y nos costaba la vida encontrarlas para volver a pronunciarlas y regalarlas; pero la mayoría de ellas, sentíamos como surgían de la nada. Letras cosidas unas a otras con ilusiones dormidas y vidas pasadas, letras de hielo y de fuego perfectamente combinadas.

Así nos sentíamos, a veces fríos, a veces helados... pero el calor de nuestra presencia rompía irremediablemente estos bloques de hielo transformando nuestro estado. No era ciencia sino magia. Una extraña sensación calórica nos arrebataba la primera piel mostrada al mundo y nos desnudaba a la par para mostrarnos lo que ansiábamos ver; nuestras almas, sin ropas, sin escudos, ni espadas. Almas libres que aún en la distancia habían aprendido a amarse y mostrarse cercanas, hermanas.

Y su voz, suave y delicada, llegaba siempre cargada de sueños, melodías de viento y cuerda. Acordes imposibles que componían la más bella de las sonatas. Nunca supe cuál era su método, pero lo cierto es que siempre llegaba en el momento justo, la combinación perfecta.
Al oírle, mi corazón se aceleraba hasta el punto de acompañar su melodía, al unísono. En ese momento, me hacía sentir un frío tan fuerte que cortaba la piel. Que descubría, una tras otras, las capas que me formaban, hasta llegar donde nadie antes supo apreciarlas. Y él, estaba allí, sin sudor ni trabajo, conocía perfectamente el camino, nadaba entre ellas y las acariciaba.

Era tal y como lo había soñado, tal y como había esperado, tal como le recordaba. Nunca me permití olvidarle, nunca permití que pasara.

Cada llamada era un soplo de vida, un hilo de esperanza que alimentaba mis fantasías, mis recuerdos. Esa sensación me gustaba, deseaba absorber todo cuanto poseía para alimentarme de su pureza, de su calma, de su sosiego. Nunca supe como terminar una conversación con él, todos fueron buenos comienzos, quizás, frases inacabadas.

Mi alma, era consciente de cuanto lo amaba, ni tan siquiera las palabras me habían ayudado a expresar en mis cuadernos la admiración que le procesaba... y nunca pude entender nuestra distancia. Pero eso ahora no importaba, nunca me importó el silencio cuando le sentía cerca, como ahora. Ahora que le miro a los ojos y me sumerjo en su alma, tratando de rescatarlo de sus profundidades, tratando de comprender sus miedos para acabar comprendiendo los míos. Su alma, su mirada, palabras que se me antojan vacías si no puedo abrazarlas, cuanto lo extrañaba...

Al fin, envueltos en el más ensordecedor silencio, sin pronunciarnos, comprendimos la historia que se narraba...