Creo haber contado ya sobre los malos negocios que he hecho desde niño hasta ahora, transacciones en las que lo que más claro que ha quedado ha sido mi calidad de pánfilo.
Pero, una de esas situaciones que hasta hoy me corroe las entrañas fue una “adquisición” que me provocó un estado de inopia bastante considerable. Esto sucedió en los dulces años de mi niñez, motivado todo por un repentino deseo de expandir mi territorio. Me explico; mi familia y yo vivíamos en una casita tan pequeñita como la que aludía el malogrado Lucio Dalla en una de sus exitosas canciones, tanto así, que nuestros dormitorios apenas le dejaban lugar a un camarote de una plaza y una cómoda. Aquello, sólo dejaba espacio para ensayar un par de pasos y sólo con demasiada imaginación uno podía pensar que se encontraba en medio de un gran salón, hasta que el golpe en las canillas por culpa de esos apenas encajados muebles, daban cuenta de su sólida presencia.
Era menester, por lo tanto, ganar centímetros a como diera lugar y el territorio escogido para ello fue un pasillo que colindaba con ambos dormitorios. Como mi hermana mayor y yo dominábamos todas las situaciones, siendo nuestros hermanos menores sólo espectadores obsecuentes de nuestros tratos, le propuse que me vendiera ese espacio y ella, calculadora en ciernes, fijó un precio inalcanzable. De todos modos, y porque lo mío ya se había transformado en una punzante obsesión, accedí a sus pretensiones económicas y me propuse cancelarle gran parte de mi mesada durante un año completo.
Hoy en día, dicha cifra suena risible, pero en aquellos aciagos días, fue una situación casi insostenible para mi bolsillo, ya que me privé de muchas cosas con tal de obtener la propiedad del anhelado pasillo. Mes a mes, mi escuálido ingreso pasó a engrosar la ya abultada billetera de mi hermana y sólo me animaba el hecho que más temprano que tarde, aquel pasadizo me pertenecería del todo. Ahora me pregunto: ¿Para qué? Y, por supuesto, no encuentro una razón valedera.
Cancelada la última cuota, salté de alegría, recibí el certificado de parte de mi hermana: una hoja de cuaderno prolijamente redactada y con su firma, guardándolo como el bien más preciado. Aquella tarde, enceré mi pieza y el territorio conquistado, como una forma de inaugurar este logro.
Pasaron los años, mis hermanas se casaron y partieron a sus hogares definitivos. El dormitorio de ellas fue echado abajo para agrandar el living-comedor, por lo que mi pasillo desapareció para siempre.
Hoy recuerdo esta historia, que no me deja muy bien parado y sonrío con un sabor agridulce en la boca. Después de todo, es parte de mis recuerdos y un crudo testimonio de lo pánfilo que uno puede llegar a ser por una quimera que a veces cuesta demasiado cara…
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