( Continuaciòn..)
La poca luz que lograba filtrarse entre el follaje de los altos árboles, solo permitía ver el estrecho sendero utilizado por los indígenas Chitaraes, que ocupaban una de las márgenes del gran río, llamado en su lengua nativa Quemenquesuxa.
La naturaleza exuberante, casi virgen y la hojarasca de los pinares y bijaguales, opacaba el ruido que hacían los herrajes de los seis caballos que encabezaban el grupo de conquistadores españoles, ávidos de fortuna y llenos de codicia por los rumores de un poblado indígena dedicado a la fabricación de adornos con pepitas de oro que sacaban de un río.
Los soldados sudorosos, seguían a paso forzado, el lento caminar de los animales, que con su tintineo de estribos y armaduras espantaba a los pájaros de los alrededores, los cuales revoloteaban a su paso.
Ojos cautos y temerosos, mimetizados con la naturaleza observaban a los desconocidos, detrás de altos maizales, enredaderas de cidrayota, guacos, granadillos y retorcidos marañones.
El destino había dispuesto el encuentro de tres conquistadores en tierras del cacicazgo de los Chitaraes. Martín Galeano, forrado en acero su pecho y con reluciente casco transitaba la trocha india, que corría paralela al gran río de abundantes aguas, le seguían Rodrigo de las Casas, su lugarteniente, fiero combatiente con fama de sanguinario y despiadado y Aurelio Aldana, gran cazador, dueño de una jauría de perros compuesta por tres Mastines, un Alano y dos Lebreles, todos ellos corpulentos y enseñados a luchar y atacar a los indios, a la par que lo hacían sus dueños. Los furiosos animales, ahora debidamente traillados, con sus ladridos advertían a todos de su presencia, espantando hasta las sombras que se movían, en el claroscuro ambiente. Más atrás cerrando la marcha, avanzaba el grupo de soldados
Por la margen opuesta del río y con una diferencia de dos jornadas, en tierra de los indígenas Carares avanzaba en sentido contrario, Alfonso Díaz de la Vega, con un grupo de diez soldados, quienes caminaban, a pesar del evidente cansancio, con sus alabardas en alto, esmaltando a su paso el aire como brillantes mariposas. Los arcabuces terciados a sus espaldas solo hacían más incomoda la marcha de los ibéricos.
Entre tanto, allí en el cálido valle, a orillas del mismo río grande, Don Luis de Cuellar reposaba con sus quince hombres desde hacía tres días, disfrutando de las atenciones y señales de amistad de los indios Chitaraes y sus hermosas mujeres. Algunas doncellas de belleza deslumbrante con sus florecientes pechos al aire, les ofrecían viandas, como carne de venado, exóticas frutas, yuca y abundante chicha de maíz fermentado, a los recién llegados.
Su marcha por las tierras del nuevo mundo había sido toda una aventura, atravesando fértiles valles costeros, escarpadas lomas abundantes de vegetación y bravías serranías con diversidad de climas, conociendo maravillosos parajes, guiados por indios baquianos conocedores de la región, vadeando ríos, subiendo empinadas montañas pedregosas, donde muchas veces debieron detenerse extasiados a contemplar la tierra cuarteada que forma un gran abismo llamado Chicamocha, igual que el río que repta impetuoso allá abajo y se une al turbulento Sugamuxi arrastrando todo lo que encuentra a su paso, desde piedras hasta árboles gigantes, tallando con el paso de los años, miles quizás, un fantástico cañón natural que inspira respeto y admiración, e infunde temor espiritual a quien lo contempla desde lo alto de los riscos.
Don Luis y su grupo de soldados, fueron los primeros hispanos en llegar al valle donde estaba el caserío de los Chitaraes y sin desenvainar sus espadas habían obtenido la amistad de los nativos, ganándose su confianza. Luis de Cuellar, de mediana contextura, varoniles facciones y educado al hablar, había con sus refinadas costumbres conquistado al cacique Cayacoa quien pese a su fama de aguerrido había brindado su caserío para el descanso al extraño visitante.
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