Era un domingo por la tarde y me encontraba solo en casa. Mamá había salido a trabajar de madrugada y no regresaría hasta muy entrada la noche, por lo que disponía de toda la casa para hacer lo que quisiera. Y como no se me ocurría nada, llamé a Annie.
Cuando la vi parada frente a mí no pude evitar ruborizarme. Llevaba puesta una blusa blanca bien ajustada y una minifalda que hacía lucir sus piernas tentadoramente.
La invité a pasar y ella se sentó en el sofá más cercano, cruzando las piernas al ver que yo me sentaba en el sillón de enfrente. Se entretuvo un rato hojeando un álbum de fotografías vacío que había pertenecido a mi padre. Yo la contemplaba en silencio.
—¿Quieres algo de tomar? —Pregunté al fin, y me di cuenta de que mi voz temblaba.
—Sí, por favor. Un vaso de agua, solamente —contestó Annie. Me apresuré a abrir la puerta del refrigerador y busqué una botella de agua por todas partes, pero no había nada. Por suerte tenía un par de monedas en el bolsillo.
Fui a comprar a la tienda a pesar de que mamá me había prohibido salir del departamento, Annie decidió acompañarme. Bajamos lentamente los escalones del edificio, sin prisa alguna, platicamos de la escuela, de nuestros amigos, criticamos a los maestros y nos reímos en varias ocasiones. Cuando llegamos a la tienda compré unas bolsas de frituras y una botella de agua para Annie.
Nos dirigimos al departamento tomados de la mano, tratando de hacer el mayor tiempo posible. Caminamos por un estrecho camino de ladrillos que serpenteaba entre el jardín del edificio y, justo antes de que abriera la puerta, una luz deslumbrante nos iluminó a ambos.
—¿Qué fue eso? ¿Lo viste? —Pregunté yo.
—Sí, claro que lo vi —respondió ella. Se soltó de mi brazo y se metió entre las plantas y hierbas del jardín. Dejé caer las frituras y la botella de agua y corrí tras ella.
—¿Crees que debamos conservarla? —Preguntó con voz queda.
—No lo sé, no creo que nos sea de utilidad. Está muy vieja y desgastada, casi ningún botón sirve. Ya ni ha de tomar fotografías. ¿Para que guardarla?
—Mejor déjala ahí—respondió ella, —no sirve de nada.
Cuando la video-casetera terminó de reproducir la película ya no había una sola migaja de frituras. Annie y yo dejamos de abrazarnos y nuestros labios se separaron un instante.. Acaricié su mejilla lentamente y, al ver mi reloj de muñeca, me percaté de lo tarde que era.
—Mamá no tarda en regresar del trabajo —le susurré.
—¿Quieres que me vaya? —Preguntó ella, sin soltar mis manos.
—Por supuesto que no… pero mamá tiene un carácter difícil.
La ayudé a ponerse su chaqueta con delicadeza. No quería que se fuera, mas no quedaba de otra. Ella me volvió a abrazar, recogió su bolso y tomó la cámara entre sus manos, hizo como que tomaba una foto a un librero y la devolvió a la mesa, pero cuando lo hizo tiró al suelo el álbum de mi padre. Y sucedió lo inesperado.
Una nueva fotografía apareció en el álbum. Retrataba la misma escena que Annie había tomado segundos antes, pero con una diferencia; el florero de la parte superior del librero no estaba en su lugar, sino tirado en el suelo, hecho añicos. Annie y yo nos quedamos estupefactos; el florero seguía ahí, en el lugar de siempre.
—Qué extraño —dijo ella, —esta foto es imposible. No… no entiendo qué es lo que pasa.
—¿Cómo es que llegó al álbum? —Pregunté yo. —Estaba vacío hace unos instantes. ¿No fuiste tú?
—¡Claro que no! —espetó Annie. —Nadie pudo haber sido. —Se acercó al librero y se puso de puntillas, tratando de alcanzar el florero. Pero éste resbaló de sus manos y se estrelló contra la madera del piso, salpicando tierra y agua y pedazos de porcelana por todas partes. Annie retrocedió asustada y se puso a mi lado.
—Perdóname, no fue mi intención…
—No te preocupes —le dije, — no vale mucho que digamos.
Despedí a mi nueva novia con un fuerte abrazo. Acordamos una fecha para ir al cine. Cuando la vi desaparecer detrás de la puerta, me recosté en el sofá y di un suspiro. Después de todo, mi tarde resultó no ser tan mala. Aunque ahora tenía que lidiar con mamá.
—Algo hace falta allá arriba —dijo mamá justo después de abrir la puerta —, y ese algo es mi florero. ¿Quieres explicarme por qué no lo veo?
Esa noche me castigó sin cenar, como solía hacerlo desde que era pequeño. Me resigné por completo e intenté dormir, pero no pude conseguirlo. Algo me obligó a levantarme en plena madrugada y dirigirme a la sala de estar, a tomar la cámara y llevármela a la cama. Abrí el álbum sobre las sábanas y me acerqué a la ventana enfocando con la cámara un gato pardo que se paseaba en la azotea de enfrente. Apreté el botón. Al volver a la cama eché un vistazo al álbum; una segunda foto había aparecido y en ella se apreciaba un gato pardo cayendo de un séptimo piso, como pude observar al asomarme de nuevo a la ventana.
La mañana siguiente me desperté temprano y con ganas de ir a la escuela. Tomé una ducha rápida, un desayuno ligero y media mochila de útiles, pues no quería cargar demasiado. Me senté en la parte de atrás del autobús, junto con Annie. No pude evitar el escándalo que se armó cuando los demás de dieron cuenta de que éramos novios. Tampoco hice nada cuando Leonardo me quitó mi mochila y saco de ella la cámara fotográfica.
—¡Una cámara! —gritó con su voz de tarado de siempre. —Mira nada más. Me gusta, ¿sabes? Y me la quiero quedar, aunque este tan vieja y oxidada… de seguro no te alcanza para más.
—¡Suelta eso, Leonardo! ¡Devuélvemela! —le respondí a gritos. No podía dejar que se apoderara de ella.
—Quítamela… si puedes —se burló Leonardo, soltando una sonora carcajada.
En ese momento perdí la compostura y me lancé contra él. Lo tiré al suelo y le propiné un par de puñetazos hasta que me dolieron los nudillos y la sangre salpicó por todas partes. Le arrebaté la cámara de las manos y regresé junto a Annie, pero ella me veía consternada. —No debiste hacer eso —dijo— no debiste. Es sólo una cámara, no es motivo para golpearlo.
Pero era demasiado tarde, y el chofer se había dado cuenta. Cuando llegamos a la puerta de la escuela me pidió que lo acompañara a la oficina del director y ahí explicó lo sucedido. Llamaron a mamá, pero estaba en el trabajo y no contestó.
—Si no podemos comunicarnos con su madre —dijo el director, —tendrás que esperar aquí hasta que terminen las clases.
Esa tarde la pasé encerrado en aquella oficina. No pude salir al receso ni mucho menos ver a Annie. Gasté una libreta entera haciendo aviones de papel. De vez en cuando me asomaba a la ventana para ver que sucedía allá afuera. Entonces se me ocurrió usar de nuevo la cámara fotográfica.
Me acerqué a la ventana de la oficina con el artefacto en mano, escogí el marco perfecto Y capturé la imagen de un niño comiendo un helado. Satisfecho de mi trabajo, decidí buscar el álbum en mi mochila.
En la fotografía, el niño no estaba comiendo un helado, sino retorciéndose de dolor en el suelo, cubierto de sangre, con la cabeza descalabrada y los huesos fracturados, intentando liberarse del peso de una gigantesca rama de árbol. Cerré el álbum. Lo aventé al otro lado de la habitación. Escondí la cabeza entre mis manos y me puse a temblar. Pronto se escucharon el llanto y los gritos de auxilio de aquel pobre niño.
Salí de la dirección con el corazón en un puño, sentía punzadas en un costado y me costaba trabajo respirar. Me colgué mi mochila al hombro y sujeté contra mi pecho el álbum de mi padre, busqué a Annie en su salón de clases y salimos de la escuela sin ser vistos, pues la mayoría de estudiantes y maestros se concentraban alrededor del niño y se preguntaban qué o quién había desprendido la rama del árbol.
—¿Qué rayos te sucede, por qué me sacas así de mi clase? —Replicó mi novia.
—Era necesario, créeme. Tengo algo que decirte… algo muy importante. Ven, acompáñame.
Corrimos por extensas avenidas y angostas calles hasta llegar a un pequeño parque.
—¿Qué es eso tan importante que tienes que decirme? —Insistió Annie.
—No se como hacerlo... Tal vez no me creas, tal vez suene absurdo… pero es la verdad…
—Dilo, anda. ¿Qué es lo que sucede?
Pero yo no pude explicarle con palabras. La jalé del brazo hasta el árbol más cercano me senté de espaldas al tronco y saqué la cámara de mi mochila.
—¿Aún la conservas? ¿Por qué no la has desechado? —Preguntó ella, mas no le hice caso. Apreté un botón circular, la cámara se activo y el flash se confundió con la luz del sol, pero logré tomar una fotografía. —Ahora ve el álbum —le dije a Annie. Ella obedeció. Sacó de mi mochila el libro, que se abrió en la tercera página por sí solo. Annie dio un grito de espanto y yo me levanté inmediatamente y retrocedí dando tropiezos. La niña pateó el álbum con todas sus fuerzas y corrió a abrazarme. Pero el álbum seguía boca arriba, y la cuarta fotografía retrataba a una Annie completamente desecha y con el rostro deforme, el cuello torcido y la mirada perdida, aplastada contra el pavimento.
Traté de conservar la calma, pero me resultó imposible. Aventé la cámara lo más lejos que pude, pero al abrir la mochila la volví a ver entre mis cuadernos. Me deshice de la mochila azotándola contra el árbol más cercano. Tomé a mi novia de la mano y nos alejamos del lugar sin pensarlo dos veces. La vista se me nublaba y sentía fuertes pinchazos en el pulmón izquierdo.
Cuando llegamos a la unidad habitacional donde vivía, un vecino estaba cerrando la puerta. Me adelanté a Annie con el fin de impedir que el señor cerrara. Crucé rápidamente la avenida sin voltear la mirada y me detuve en seco al ver la mirada de asombro y horror que ponía mi vecino. Entonces sentí que todo me daba vueltas y se me hizo un nudo en la garganta cuando escuché el sonido de un claxon y el derrape de un auto.
Después de la muerte de Annie no volví a salir a las calles. Pasé mucho tiempo encerrado en mi recamara, meditando sobre lo sucedido, tratando de asimilar su pérdida. Llegó el día en que no comía ni bebía nada, no soportaba ningún tipo de luz y prefería llorar en la oscuridad. Pasaron los años y no volví a ver la cámara fotográfica. Hasta hoy. En este preciso instante la sostengo entre mis manos, como un hijo sostendría el cadáver del asesino de su padre. No se cómo llegó hasta mí, la veo y no lo puedo creer. Pero ya han pasado muchos años y el tiempo ha acabado conmigo. No tiene sentido seguir esperando. Cuando termine de escribir estas líneas me tomaré una fotografía. Y la cámara del futuro permanecerá oculta, junto con el álbum, en espera de un nuevo propietario
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